lunes, 26 de septiembre de 2011

Nemesio Martín Román- Arias, Provincia de Córdoba, Argentina/Septiembre de 2011

El héroe

Llevaba días internado sin acusar mejoría,  los especialistas y la ciencia agotaron los recursos. Juancito, muchachito bullanguero de diez años, dinamismo puro, era incapaz de estar quieto dos minutos; sin embargo, después del accidente cambió por completo. Ante las reiteradas preguntas sobre Rayo, su compañero inseparable, le respondió el silencio. ¿Cómo decirle que el cachorro ofrendó su vida para salvarlo?
¿Quién se atrevería a hacerlo?
La incertidumbre reforzaba sus sospechas, Rayo estaba muerto, no le cabía duda; ese pensamiento lo atormentaba y era la causa de su estado depresivo y falta de voluntad. Evocó los momentos de alegría compartidos con el perrito. ¡Cómo lloró al desprenderse de Fuego! Pero no lo dejaban quedarse con los dos.
Nacieron una noche tormentosa, ¡llovía con tal intensidad…! Las furias del averno disfrutaban liberando su satánico instinto destructor.
El niño sostuvo el farol mientras su padre rescataba de entre los escombros a los dos perritos, mojados, ateridos de frío, y los ponía envueltos en trapos secos junto al hogar. La madre quedó sepultada con el resto de la camada, nada pudieron hacer, habían muerto bajo las paredes derrumbadas del galpón.
Seguía desgranando recuerdos: las sesiones con el biberón, alimentándolos, los juegos en el parque de la chacra, las carreras persiguiendo pájaros o animalitos silvestres y el susto cuando Rayo, sin intención, juguetón y travieso como él solo, mató tres pollitos alejados imprudentemente de los cuidados de mamá gallina. Los hizo desaparecer por miedo a la reprimenda, sus padres amenazaban a cada instante con sacrificar o regalar los dos cachorros si causaban daños. Pasó varios días abstraído, enfrentado a la disyuntiva de escoger, podría conservar sólo uno; uno… así estaba estipulado.
El pequeño Juan dudó al momento de la decisión, no sabía con cuál quedarse, eran idénticos, resultaba casi imposible distinguirlos… Últimamente los diferenciaba la pequeña cicatriz en la frente de Rayo, se rasguñó con una rama y le quedó la “marca personal”, según decía con orgullo su pequeño amo. Lo curó con el mayor esmero y por tal motivo decidió que ése sería su perro.
Desde un escondite, asistió acongojado a la partida de Fuego una fría y lluviosa mañana. Con el alma desgarrada vio como Ángel y Esmeralda, tíos lejanos de su padre, se lo llevaban. Los ojos de ambos ancianos brillaban por la emoción, no tenían hijos y el animalito llegaba a cubrir en parte esa carencia tan importante de sus vidas; a no dudar, sería el destinatario de todo su cariño.
Como en un sueño, los trágicos hechos invadían su mente en forma precipitada: la temporada pasada con el grupo de exploradores en las sierras, los paseos y juegos; el intento de ascender al Cerro Pintado, los alegres gritos de sus compañeros y, a media tarde, la oscuridad repentina del cielo y el viento huracanado anticipando la violencia de la inminente tormenta. Juan, en el apresuramiento y la confusión reinantes, quedó rezagado y se extravió al emprender el regreso; cuando Rayo tironeó varias veces de sus ropas, no comprendió que pretendía llevarlo a la seguridad y lo rechazó de mala manera.
El perrito lo seguía a la distancia, cohibido, temeroso y sorprendido por la violenta reacción, inusual en el chico. El joven explorador comenzó a andar sin saber adónde iba; avanzaba con los ojos entrecerrados a causa del polvo y las hojas de los árboles arrastrados por el vendaval; perdido por completo el sentido de la orientación. Corría y corría, desesperado… de pronto tropezó y fue rodando hasta el río. La impetuosa correntada lo arrastró a una velocidad vertiginosa, en el descenso su cabeza y extremidades golpeaban violentamente contra las rocas, se vio perdido. Sobre el fragor de las turbulentas aguas, se oían los desesperados ladridos del perro que se acercaba dificultosamente luchando con el río embravecido.
Perdió el conocimiento a consecuencia de un golpe en la cabeza. A partir de ahí, el silencio, el vacío, la nada…
El fiel animal, tras enormes esfuerzos, consiguió darle alcance y lo llevó hasta la orilla. Cuando los hallaron en una pequeña playa, cerca de los rápidos; el pequeño héroe tenía los ojos opacos, los nublaba la proximidad de la muerte; por un enorme desgarro en el pecho se le escapaba la vida. 
Transcurrieron dos meses sin aparente recuperación, según los facultativos, su estado era estacionario. Fueron dos meses interminables, de intenso dolor por la pérdida de su amigo y salvador; pérdida que nadie se atrevió a desmentir.
Una radiante mañana, los pasillos del hospital se estremecieron con los alegres ladridos y la precipitada carrera. Juan lanzó un grito de alegría, intuyó quién provocaba ese alboroto. Se incorporó rápidamente en la cama y volvió la cara hacia la puerta de la habitación. Allí, parado en dos patas como él le enseñara, estaba Rayo. El animal corrió y comenzó a lamer la cara del muchachito que reía y reía sin parar.
En el pasillo, los médicos se miraron asombrados, comprendieron que el enfermo recibía en ese momento la mejor de las medicinas, se repondría rápidamente, estaban seguros de ello.
Un grupo de personas conversaba en la entrada del nosocomio.
-Gracias, doctor –dijo Ángel al joven veterinario-; daba pena causarle la herida, pero necesitábamos que tuviese la cicatriz, debía dejar de ser Fuego y convertirse en Rayo.

Primer Premio (Medalla de Oro) del certamen Primo M. Beletti 2010, organizado por la SADE, Villa María, Córdoba.

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