miércoles, 21 de diciembre de 2011

Ascención Reyes-Viña del mar, Chile/Diciembre de 2011

EL PERDÓN
“Una sombra en el ocaso del destino”
Carmen Rodríguez.

     La mujer se detiene para sacudir las briznas de pasto seco que han quedado adheridas en su falda negra, luego se arrebuja en el chal del mismo color, y sigue caminando por el sendero que la llevará hacia aquella casa, a la que no quisiera entrar. La tarde se pierde en nubes oscuras que revoletean por un cielo que fue de diáfano azul por la mañana. Ahora semejan aves de mal agüero que pronto caerán sin piedad sobre techos y árboles floridos. Sin embargo, las semillas ocultas en los surcos esperan ansiosas por ese vendaval que significa vida.
     Ya está ante la puerta y duda antes de tocar sus viejas maderas. Incluso quisiera devolverse, pero ya está allí, sabe que los remedios amargos deben tragarse sin miedo; luego el mal sabor se diluye poco a poco, igual como el aguacero que se anuncia. Alguien del interior la ha sentido y la puerta se abre con un rechinar de bisagras oxidadas. –Pasa, está en la pieza- Dice con voz sin inflexiones, una mujer envejecida prematuramente que la contempla con curiosidad. Antes de pasar, siente un respirar forzado y piensa que ha llegado tarde a la cita.
     En una cama ancha, ocupando solamente una pequeña parte, se encuentra un hombre de mediana edad, de rostro ceroso y casi descarnado. Su frente luce la piel sudorosa y su pelo ralo y canoso se pierde entre almohadones amarillentos. Se advierte un respirar cansado que tiende a desaparecer. El resto de su cuerpo está inmóvil. Solamente en sus ojos hay un resto de vida. Desechando la silla que le pusieron al lado de la cama, la recién llegada se queda parada frente al enfermo, esperando. Al cabo de un momento, el hombre abre los ojos y los pasea por la modesta habitación, deteniéndolos en la figura que lo observa con mirada quieta e inexpresiva. En un esfuerzo, el enfermo algo le quiere decir, entonces la mujer se hinca a su lado para escuchar aquel hablar entrecortado que denotaba mucho esfuerzo.
     -Perdón… no quise hacerte daño… Fue una locura…después me arrepentí… y pedí castigo a  Dios… ¡Perdóname y por favor… cuídala…esa hija te acompañará…! Fue lo último que dijo, haciendo un esfuerzo supremo. Luego cerró sus ojos y la respiración entrecortada se hizo más suave.
     El rostro de la mujer se dulcificó un poco y tocó con sus dedos una de las manos heladas del moribundo. Al advertir el contacto, sufrió un temblor casi imperceptible. Enseguida ella se incorporó y mirando una imagen del Sagrado Corazón que presidía la habitación, se persignó.
     Salió silenciosa hasta la puerta de calle y antes de cruzar el umbral, dijo a la esposa: -Muchas gracias- y mirando al cielo agregó - Parece que esta noche tendremos temporal, ¡bien por los sembrados! La otra asintió con la cabeza y luego le pasó la mano en un gesto de despedida. A pesar del frío sintió en esa mano una extraña tibieza.
     Iba a medio camino cuando empezaron a caer los primeros goterones. La mujer miró al cielo y su rostro lo sintió lavado de rencores. Se quitó el chal y lo escondió bajo su brazo. Luego se descalzó, haciendo una cuelga con los cordones de sus embarrados zapatos y los sujetó con la otra mano. Cuando divisó a la distancia el techo de su casa, corrió como una niña pequeña que goza con la primera lluvia, aquella que en los campos se lleva la suciedad y renueva la naturaleza.

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