viernes, 19 de febrero de 2016

Elías Echeverría-Chile/Febrero de 2016



LAS CANAS


            Cuando los años nos han superado sin darnos cuenta, cualquier día nos miramos al espejo y nos damos cuenta que nuestra cabeza ralea. Los cabellos que aún se resisten a caer, se tiñen, así como la cordillera nevada. Pero éste no es mi caso. Han de saber ustedes, que mi cabeza quedó casi albina a raíz de una maldición. Con un poco de vergüenza y algo de nostalgia también, les contaré que la primera cana me apareció cuando tenía quince años, normal, podrían decir muchos que también tuvieron canas, pero lo mío es muy diferente. Lo que voy a contarles quiero que quede entre ustedes y yo. Por favor no lo divulguen.
            Recuerdo aquel día como si hubiese sido ayer. En las vacaciones de verano solía ir al campo, a la casa de mi abuela, yo era su regalón para envidia de mis primos. Era el único al que permitía entrar en la quesería y otras regalías más. Pero en la granja había un lugar que estaba vedado para todos, al que sólo ella entraba. Era el sandial, que estaba justo al costado de un arroyo por donde se deslizaba el agua pura y cristalina. De vez en cuando, se nos permitía dar un chapuzón en ese lugar.
            Yo era un niño travieso y temerario, que no gustaba mucho de las estructuras, y mucho menos de las prohibiciones. Eso de que no me dejaran entrar al sandial, me molestaba, así es que cierto día, contraviniendo todas las advertencias, sabiendo que regularmente mi abuela dormía a cierta hora de la tarde, respiré hondo e ingresé al sandial. Eran unos frutos enormes y hermosos, daban ganas de hincarles el diente. En esa instancia me encontraba, cuando un ruido de agua me dejó perplejo, como si estuviera jugando “un, dos, tres, ¡momia!”. En el arroyo había alguien dándose un chapuzón, me agazapé y avancé silenciosamente. Si antes había quedado perplejo por el ruido, ahora quedé con la boca abierta. Estaba como Dios la echó al mundo, una hermosa niña se bañaba allí. Yo que nunca había visto a una doncella en esas condiciones, lo único que atiné a hacer fue esconderme y seguir observando. Algo comenzó a sucederme en el interior del cuerpo, no sé si era calor o frío, pero un estremecimiento se apoderó de mí, el tiempo fue muy efímero; anochecía cuando la niña se fue del arroyo.
            ¡Para qué les cuento! la noche fue eterna, mi mente parecía disco rayado, recordando a cada instante esa figura celestial. Desperté asustado, sintiendo una humedad en mi entrepierna, que hizo que me levantara de un salto, pensando que me estaba orinando. Un líquido desconocido había fluido. Obviamente a nadie le conté lo sucedido, de pronto, como un latigazo, azotó mi cabeza el recuerdo de la niña. Medio tomé desayuno, ayudé en algunas labores de la casa y luego de almorzar, esperé que mi abuela se retirara al dormitorio. Rápidamente me dirigí al sandial, donde estaba el arroyo. No terminaba de preocuparme por la ausencia de ella, cuando apareció. Oculto observé cuando lentamente una a una se fue despojando de sus prendas, hasta quedar completamente desnuda. Yo volaba entre las nubes, ante tal visión, como si de una abrupta caída se tratara. La voz de ella me trajo a la realidad cuando dijo:
            -¿Por qué no vienes a bañarte conmigo? Me quedé en silencio. Cuando salió del agua y sin vestirse se dirigió directamente hacia mí, yo casi no respiraba, ella levantó el arbusto que me protegía y sutilmente me tomó el hombro, diciéndome - ¡Ven!
            Su voz cálida y firme pareció hipnotizarme y la seguí. Ella ayudó a sacarme la ropa y juntos nos metimos al agua. Aquella tarde, la tengo en mi recuerdo como la más hermosa de mi vida, y mi cuerpo parece sentir el agua acariciándome.
            Nos seguimos encontrando, la hora y el lugar parecía sagrado para nosotros, para mí nada más existía. Un día me dijo:
            -¿Cómo te sientes conmigo? - Mi respuesta fue muy simple: - eres un ángel. - Ella me preguntó: -¿Tú harías algo por mí?- Intrépidamente le respondí:- Pide lo que quieras.
            –Disfrutemos una sandía- me dijo.
            Ahí me entró el pánico, mi abuela me mataría, pensé, pero era tal mi afán de agradarla que me la jugué. Ambos disfrutamos una hermosa sandía. Después de bañarnos, nuevamente, nos despedimos con un cálido abrazo. Fue en ese instante, cuando un fuego interior pareció atraparnos y nos desplomamos en el pasto.
            Las noches parecieron eternas esperando el día siguiente, ya no nos bañábamos, nos confundíamos en eternos abrazos plagados de besos. Cierto día me sorprendió, llegó antes que yo, tenía los ojos llorosos.
            Me dijo: - ¡Nos marchamos! Mi padre es patriarca de un campamento gitano y nos iremos lejos. ¡No me quiero ir! –Dijo sollozando.
            No alcanzamos a tocarnos, cuando unos fuertes y enormes brazos me tiraron de bruces al suelo; era su padre que tomándome de un pie me arrastraba  hacia el campamento. Ella suplicaba:
            -¡Déjalo! - pero él seguía tirándome. Cuando llegamos, toda la comunidad estaba reunida, parecía una especie de juicio al que iba a ser sometido. El padre, con una voz profunda de autoridad dijo:
            - Haz cometido una de las mayores ofensas a nuestro pueblo, te sacrificaría en el acto, si mi hija no te hubiera consentido, pero esta afrenta no puede quedar sin castigo, cada vez que tú enamores a una mujer virgen, de aquí en adelante, aparecerá en tu cabello una cana conmemorativa de tu infamia.

            El campamento se fue junto con mi amada. Días después fui al sandial a recordar aquellos bellos momentos. Reflexionando me dije: “la saqué barata”. Regresé a mi casa en Santiago y cuando lo acontecido ya parecía haber sido un sueño, en el colegio hicimos una fiesta.
            Fue una noche un poco pasada de copas. Desperté con varias compañeras de curso, en una cama y todos desnudos. Sin tener clara conciencia de lo que había sucedido, silenciosamente me vestí, me fui al baño a lavarme la cara. Mi sorpresa fue grande, al observarme en el espejo cerca de la sien derecha, una tremenda mancha de canas, intensamente blancas  apareció. Ahí fue como comprobé que la maldición gitana se había cumplido.



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