martes, 20 de diciembre de 2016

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Diciembre de 2016



LA SEÑORITA CELINA

         Un precioso parque, encantadoras glorietas, flores por doquier alegran la remozada casona. En los grandes patios, pequeñas casitas de uno o dos dormitorios y correspondientes servicios. Para que las pensionistas disfruten una vida normal y agradable. Ellas reposan en el día en sillas, al sol o a la sombra, dependiendo de la temperatura ambiente. Algunas caminan calmosamente admirando la policromía de las flores, otras dormitan y varias conversan entre ellas.
         Mujeres de blancos delantales y coquetos gorritos, algunos médicos, kinesiólogos, dietistas, aseadoras, asistentes sociales transitan de uno a otro pabellón.
         El conformismo de una vida familiar, toda una búsqueda persistente y gradual por rehacer algo que, deliberadamente, se va excluyendo en un silencio glacial ausente de agresividad, razones que rebatir, discusiones u ofensas. Episodios que deben relegarse a las más remotas zonas de la conciencia. Deberán imperar siempre aquí la placidez y la bondad.
         Hoy es uno de tantos domingos en este hogar. La señorita Celina está perfectamente arreglada. La han bañado; luego, cortado y peinado de alguna manera el ralo cabello. Han revisado sus uñas y puesto algún rubor en sus mejillas. Exhala un agradable olor a colonia fresca y suave.
         -¡Señorita Celina! ¡Se ve hermosa! ,- exclama triunfante la enfermera de su sección, admirando el resultado del trabajoso acicalamiento efectuado a la anciana.
         Ella sonríe con dulzura. Sabe que hoy vendrán visitas. No exactamente los sobrinos que la rondan cada dos o tres meses. ¡No! ¡Nada de eso! Recibirá nada menos que a Teresa Marchand y su marido, el poeta que la encandiló en su juventud. Recordarán los tiempos en que ambas eran danzarinas de ballet. ¡Artistas! Sólo con recordar esas etapas le llegaba una sensación que la hacía disfrutar. Sentimientos más cálidos e intensos podían aún albergarse en un rincón de su ser. Piensa: ¡Cuánta falta le hace un poco de arte! Unas migajas quizás…
          No encuentra acá con quien compartir sus añoranzas. Emelina su compañera de habitación, ¡qué buena mujer es! Pero, absolutamente ignorante y de roma mentalidad.
         -¡Que bien estamos aquí! ¿Verdad, señorita Celina?-, le dice con sus ojos de perro azotado. -Nos atienden bien. No pasamos hambre, ni frío, ni preocupaciones. Además, en el living la televisión está todo el día encendida. ¡Podemos ver completas las telenovelas!- , finaliza satisfecha con la enumeración de bondades.
         La señorita Celina sabe que todo eso es cierto. –Tienes razón, Emelina- responde, aunque sus inquietudes van por otros lados. A la hora señalada para el ingreso de visitas, un matrimonio de adultos mayores desciende de un auto con varios paquetes. Son el poeta y Teresa.
         Los recibe la recepcionista.
         -¿Vienen a ver a la señorita Celina?- Sí, por supuesto.- Adelante, pero tienen que dejar los paquetes-, indica.
         -Solo son las galletas,
que a ella le encantan- explica él, mostrando un gran tarro cilíndrico de finas galletas envasadas.
         -De todas maneras, deberá dejarlas aquí. A veces hay que revisar su sistema alimentario según lo determina la nutricionista- explica la uniformada.
         -¿Y ese otro paquete?- interroga a continuación, mirando a la dama.
         -Son bombones de chocolate. También le gustan muchísimo- es la respuesta.
         -También los guardaremos. Nosotras se lo dosificaremos para que le duren. Usted seguramente sabe que la señorita Celina es muy golosa.
         Así, los visitantes deben resignarse a ingresar con las manos vacías.
         Son recibidos con efusivas muestras de júbilo y afecto, aunque sin galletas, ni revistas, ni flores, ni bombones.
         -En la portería dicen que después te harán llegar los regalos que te trajimoS-le explican.                                                                                                                                      
          A ella no le importa, con los años que lleva en el establecimiento ha aprendido bastante. Sabe que jamás entregan los obsequios. Todos se extravían misteriosamente en el camino de las oficinas a las piezas de los pensionistas.
          Las visitas traen noticias frescas, importantes por supuesto.
          -¿Has leído los diarios? los nuevos artistas del Municipal, rendirán un gran homenaje a las antiguas profesoras de ballet como nosotras.- le comunica jubilosamente la señora Marchand.
         -Aquí no se reciben diarios- responde ella serenamente.
         -Pero, ¿y la radio?
         -No nos dejan tener radios.
         -¿Y la tele?
         -Hay orden de poner solamente telenovelas- aclara la señorita Celina.
         -Podrías hablar con el amigo Espíndola. Sabemos que también vive en esta institución.- En este hogar,- rectifica el caballero.
         -Imposible. Hace tiempo que nos dejaron en este sector y a los varones en el otro. No tenemos ninguna comunicación con ellos.
         -Quizás podrías escribirle una carta a tus sobrinos-, sugiere su amiga.
         -No podemos enviar ni recibir correspondencia y menos llamar por teléfono-, es la deplorable respuesta.
         Como no se trata de aumentar estados depresivos en ella, sus amigos desvían la conversación hacia temas alegres y amenos, especialmente ahora que les ha sido dado a conocer una realidad diferente.
         Sienten que los afables sentimientos con que habían llegado se están desmenuzando en partículas confusas e indefinidas, quizás de qué angustiosa naturaleza.
         Él, como poeta, quiere crear de todas formas una conversación más cálida y afectuosa. Habla de esperanzas y tiempos mejores. La señorita Celina se manifiesta más fortalecida, pero ha llegado el momento de terminar las entrevistas. Aún se intuya el vacío de muchas sensaciones no expresadas antes de volver a los días sin forma. Al despedirse, ella les solicita en gran misterio, que le dejen monedas de a cien pesos.
         -¿Solamente de a cien?- se extraña Teresa Marchand. – Perdona la intromisión, pero con la confianza que tenemos… -¿No te entregan tu pensión? Como hija de uniformado de alto rango, te corresponden varios cientos de miles al mes…
         -¡Ah, mi amiga! Cuando se ingresa al hogar, hacen firmar un poder notarial por el cual uno se abstiene de cobrar y traspasa ese poder a la institución. No manejamos dinero. Para mí tienen valor solamente las monedas de cien pesos, con ellas obtengo Coca-Colas o dulces de una máquina que está en  el comedor. El marido de Teresa busca en su memoria infructuosamente una solución, hasta que cree haberla encontrado.
         ¡Los sobrinos! Podemos contactarlos si nos proporcionas el nombre y dirección- exclama entusiasmado.
         La señorita Celina lo mira con su dulcemente triste sonrisa.
         -Ellos me trajeron acá. Tuve neumonía, me dieron unos sedantes durante dos días y, al despertar, me encontré aquí. Llevo ya cinco años. A veces  suelen aparecer para cerciorarse de que aún existo,- explica serenamente.

         El auto se aleja lentamente mientras la pequeña figura se pierde internándose en los pasillos del hogar. Las luces en las galerías que conducen a los dormitorios comienzan a encenderse.
         En este momento empieza la furtiva emigración de un mundo a otro. El de la sumisión. La tarde del domingo ha cerrado sus puertas.

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