miércoles, 21 de diciembre de 2016

Liz Vanesa Rodriguez/Diciembre de 2016



 FANTASMA 

El tedioso día se ha convertido para Miguel Martínez en una imposición. De nada le han valido el cambio de país o rezar a la Santa Muerte para que lo proteja. De todos modos sigue viendo muertos.
No es que un día se levantó y dijo “deseo ver cadáveres andantes” fue un don que una santera Cubana, que hacía las veces de partera, le pronosticó al nacer el 01 de Noviembre de 1988. Cuando era bebé su madre no entendía porqué le sonreía a la pared o cuando era más grande porqué hablaba con alguien invisible para ella.
Helena, una mujer de Monterrey. Mexicana criada bajo la costumbre de los rancheros creía que su hijo estaba poseído. Continuamente visitaba a sus vecinas para verificar si sus hijos sufrían de los mismos males de Miguel, pero solo descubrió que eran niños perfectamente normales, tanto que aburrían. Pancho su marido la culpó a ella, al fin de al cabo si un hijo sale defectuoso es culpa de la madre. O al menos eso pensaba él. Ahogo su descontento con su mujer, su hijo y el mundo entero de la mano de un buen tequila, pronto se bebía cinco botellas al día.
Helena ya no aguantaba más cuando decidió cruzar la frontera como “mojada” rumbo al sueño americano. Dudó si llevarse a su hijo con ella o no. Al final se decidió a cargarlo en la “Bestia Negra”, el tren de los indocumentados, no era un viaje sencillo pues debía viajar a Centroamérica, de ahí al desierto. Sin embargo entre más ilegales hubiera sería más difícil para la migra detenerla, y, ese era su plan. Así le tomara más tiempo viajaría relativamente “segura.”
Pronto se arrepentiría de su decisión. El niño de 8 años y medio pronosticó la muerte de cada uno de los presentes. Y como si se tratara de un presagio se cumplió, incluso Helena no pudo escapar a la profecía y cayó víctima de un balazo en el desierto que queda por Juárez.
Ahora, veinte años después Miguel sigue teniendo visiones, ve a los muertos que buscan sin cansancio su ayuda, pero él, terco por naturaleza, se niega a auxiliarlos y es que se culpa porque aunque pronosticó la muerte de su madre no pudo salvarla “Valiente hijo que fui” se repite a menudo. Como de todos los trabajos lo despedían porque salía gritando de improvisto o se ocultaba horas en el baño decidió ser conductor de la empresa “Green State”, la más común en el trayecto de Seattle a Portland. Le fue asignado el único aparato disponible: Un cacharro enorme, blanco con franjas azules.
Todos lo llamaban el “Matutino de la ruta 99”. El hecho es que antes había sido un bus escolar que se accidentó en el rio Arkansas años atrás. Todos murieron en el siniestro. La compañía “Green State” compró el bus a muy buen precio, pero pronto cosas inexplicables comenzaron a pasar. Los conductores se quejaban porque escuchaban ruidos extraños o veían personas que no estaban ahí. Sin embargo, nadie le dijo una sola palabra de los sucesos a Miguel y es que es mejor que le pasen cosas raras a un migrante con pinta de “charro” que a un conductor local ¿no es cierto?
Miguel no era imbécil, por el contrario, tan pronto entró en el automotor lo supo. Pero con una hija pequeña producto de una relación fugaz con una ramera que lo había demandado por lo que comúnmente se llama “Child Support”, no podía protestar solo cerrar la boca, encomendarse a la Santa Muerte y aguantar los regaños de Lula la dueña de la posada en la que él se quedaba desde hacía más de 3 años.
Lula era una vieja avara cuyo marido “extrañamente” había muerto en una partida de caza. Siempre andaba subiendo el alquiler a sus inquilinos y como ninguno se quejaba ella continuaba su circo de abusos. Pero hasta esa vieja huraña, que no lucía agradable ni aplicándole todo el bótox de la humanidad, temía al Matutino, tanto que rechazaba las ofertas de Miguel de acercarla hasta su sitio de destino. Tampoco compartía la veneración por la Santa Muerte, ella creía que los mexicanos con sus costumbres eran seres extraños que debían estar en un museo de exhibición, o de vuelta al “agujero de donde habían salido”, sin embargo, se mordía la lengua en esos aspectos. Quizá porque ella había salido algún tiempo con un brujo de la tribu Burundi de África.
Esa mañana, Miguel se levantó temprano. Como de costumbre le hizo una limpia con hojas de ruda al Matutino. ¡Como si eso fuera a librarlo de los acontecimientos paranormales! Tan pronto terminó con su limpieza se puso en marcha. Pero pronto unos sonidos lo distrajeron, a la mente le vinieron los recuerdos de su infancia cuando oía algo que nadie más escuchaba. La burlas en la escuela y ese incesante “Miguel está loco” que lo lastimaba aún de adulto. Caminó hacia las bancas de atrás y lo vió: Era el mendigo ebrio que había cambiado una vida hogareña por el vicio y la bebida. Miguel sintió asco al verlo vomitado e inconsciente, como hijo de un alcohólico sabía lo que se sentía que un padre se caiga de borracho mientras en la casa se pasan necesidades.
Pese a que pensó en echarlo del bus, como tantas veces, no pudo hacerlo. Volvió detrás del volante y comenzó su viaje. No había recorrido mucho cuando vió que la autopista estaba detenida por uno de sus carriles. Un choque múltiple había cobrado la vida de un hombre joven, un taxista y quien sabe cuantas personas más. De haber sido un hombre normal, él habría indagado por lo sucedido, tal y como lo hacía un reportero que hablaba a los gritos, al tiempo que, filmaba con la cámara de su teléfono móvil lo ocurrido. No obstante, temía lo que pudiera ver y es que ese don que tenía desde niño se había convertido en una maldición. Comenzó a echar reversa para salir del lugar. En eso estaba cuando vió a un hombre joven con cara de turista en la calle. El miedo lo paralizó cuando el chico como si nada atravesó la puerta y registradora. Miguel comenzó a temblar.
Chris M. Parker no comprendía porque ese conductor de aspecto tan normal lo miraba de ese modo. Al principio pensó que era porque no le había pagado el pasaje, pero lo descartó enseguida. Si de algo se habla de las personas del Sur es de la “hospitalidad sureña”, aunque claro, era obvio que el conductor no era de esos lugares, tampoco Chris, él había estado ahorrando para el viaje de sus sueños desde hacía ya cinco años. Cortó árboles, limpió nieve y hasta trabajó en Mc Donald´s, un insulto a su persona, dado que él era vegetariano o como su hermano mayor le decía “herbívoro”, el viaje de Perth a Norte América valía ese sacrificio y más.
Al llegar al aeropuerto había tomado el primer taxi que lo llevaría a conocer el “Sea Park”. Pero al subirse notó que el conductor olía a alcohol. Él no prestó demasiada atención a ese detalle tan insignificante, por el contrario le pareció normal. Pero en cuanto vió a qué velocidad iba intentó bajarse. El chofer lo acusó de ladrón, en esa discusión estaban cuando un carro los chocó por detrás. El cuerpo de Chris rodó junto con el automóvil. Se levantó aturdido por el impacto, tomó su pasaporte y sus llaves y como pudo salió del auto.
Vió el autobús atascado en la conmoción y se subió a éste. Pronto se arrepintió, pues sumado a la cara de tonto del conductor estaba la imagen de un ser repugnante dormido en la banca de atrás “Vaya manera de conocer el sur”, pensó mientras se sentaba junto a la ventanilla. Imaginaba las anécdotas que les contaría a sus amigos luego de una tarde de surf. Los podía imaginar riéndose, y es que Chris había sobrevivido al ataque de un tiburón. Un gran tiburón blanco que casi le arranca la pierna. Ahora una vez más burlaba a la muerte al sobrevivir a un accidente automovilístico. Había de tener más vidas que un gato. Eso sí.
Miguel sintió pena por aquel joven. Pensó un segundo en decirle la verdad, no obstante, eso no le correspondía a él. Si rompía las reglas sabía que “el de arriba” le enviaría las siete plagas de Egipto y más. Así que solo continuó la marcha tarareando su canción favorita “Narcisista Artificial” Miguel adoraba a Panda, porque sus letras expresaban como él solía sentirse a menudo. Al mirar al turista no pudo menos que recordar el título de uno de sus sencillos “Los Malaventurados No Lloran”. Y si que era cierto porque él no había derramado una sola lágrima en toda su vida, y es que sabía que con la muerte no se acaba el sufrimiento.
Alexandra Nóvgorod, por otra parte se levantó temprano tras una pesadilla espantosa en la que su corazón era partido en dos. Ya estaba acostumbrada a que los amantes le destrozaran los sentimientos, pero el sueño había sido tan real que incluso se cubrió el pecho con una bufanda color crema. La mujer que había llegado de Novosibirsk años atrás era agraciada, pero igualmente desagradable. Trabajaba como editora de la revista “Éclaire”. En sus ratos libres era jurado literario, pero sus comentarios eran tan desagradables que sus compañeros comúnmente la evitaban. Alexandra, estaba acostumbrada a ese tipo de tratos y los atribuía a la envidia de sus coterráneos. Se consideraba una jurado implacable, porque según ella si un texto estaba “mal escrito” lo dejaba de lado y no se molestaba ni en leerlo. Cuantas ilusiones no acabó con comentarios como éste. En lugar de comprender que no había ni habrá escritor que nazca aprendido y que la creatividad no se encuentra en ninguna gramática la mujer parecía disfrutar aplastando sueños.
Ese mañana, se vistió toda de blanco, acompañó su atuendo con unas zapatillas, dejó su cabello rubio suelto, salió de casa a toda prisa, al pasar junto al cesto de la basura arrojó dentro los libros “mal escritos”, se quedó con uno que para ella era genial. Caminó rumbo al banco, ya estaba por llegar cuando vió a dos jóvenes corriendo por la calle. Reconoció a
uno de ellos. Un joven hispano a quien había ridiculizado en público tiempo atrás llamando su obra “lo más mediocre que he leído”.
El chico nunca más regresó a la revista, él solo deseaba escribir en alemán, ese día se arriesgó, pasó horas frente a la computadora embelleciendo su texto, incluso se sintió feliz con el resultado y esperaba que la señora Nóvgorod lo aceptara o que al menos le hiciera comentarios desagradables a solas y no en frente de sus compañeros, pero todo fue un desastre. Después del incidente José Prefirió las calles en las que nadie lo juzgaba ni se burlaba de él.
Para José la escritura lo era todo en la vida, un medio de escape, una compañera, la única razón que tenía para vivir y es que a menudo se sentía esclavo de sus padres, de la calle, de la sociedad que no lo entendía. Pero cuando escribía se sentía libre, exploraba países que solo estaban en su imaginación, se enamoraba, luchaba, sentía cada brizna de nieve o un sol abrasador cuando el esfero tocaba el papel desgastado.
Lo único que necesitaba para ser feliz era bolígrafos y cuadernos que compraba a muy buen precio. “¿para qué necesito vivir mí vida si lo puedo hacer a través de mis personajes?” le decía a menudo a sus compañeros quienes continuamente lo invitaban a hacer parte de la pandilla de los “Sin Alma”. Para José aquello era ofensivo. Si su mente se distraía en banalidades como esas entonces su inspiración le abandonaría. Ese día en la oficina de la señora Nóvgorod, pasó. Su gusto por la literatura murió aplastado junto con el libro escrito en un idioma mediocre. José soñaba con ser un escritor reconocido, incluso planeaba lo que diría en las entrevistas o fantaseaba cual de sus novelas iría al cine. Pero al ser la señora Nóvgorod una persona sin duda más versada que él creyó que su escritura no era tan buena como él tontamente pensaba. Cambió la pluma por un arma y los cuadernos por droga. Ese día él y sus amigos asaltaron la tienda del señor Hussein. Al cruzarse con su verdugo de hace años José sintió tanta rabia que quiso dejarla sin corazón tal y como ella lo había hecho con él tiempo atrás. Desenfundó su arma le gritó “Perra” y disparó.
Alexandra intentó correr, pero la bala fue más rápido, se alojó en su pecho. Ella no sintió nada, quizá porque no tenía corazón. Solo se levantó, contempló su cuerpo inerte en la acera. Le pareció irónico pues se había cubierto el pecho con el libro “bien escrito”, pero se dio cuenta que quizá los otros que arrojó sin contemplación a la basura le habrían podido salvar la vida. No sabía qué hacer, solo se quedó en silencio unos minutos. Pero algo llamó su atención. Un autobús blanco con franjas azules. El conductor la miraba fijamente, se dio cuenta que él era el único vivo que la notaba. Se dirigió al Matutino, subió a él y se sentó al lado de Chris. Al principio le pareció un bueno para nada. No obstante, decidió coquetear con él, solo por diversión, algunas personas no cambian ni aún muertas.

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