miércoles, 20 de marzo de 2019

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Marzo de 2019


EL LADRÓN

Publicado por el Instituto Chileno-Francés
de Valparaíso, en la Revista ESCALERAS.


            Sucesos hay para los cuales pareciera que aún han sido inventadas las palabras, o quizás, estas signaturas, como envoltorios mal dispuestos, no reflejan el sentido  exacto de su contenido.
            Algo así sucedió esa tarde, víspera de Navidad, cuando esperaba pacientemente mi turno para comprar pan. El tibio y apetitoso olorcillo que insinuaban las tortas, pasteles, panecillos y panes de Pascua, hacía agradable aquella demora. Algunos clientes habían depositado vistosos paquetes navideños sobre el mesón mientras charlaban. Un joven a mi lado, colocó un fajo de cartas-saludos admirando engolosinado los tentadores y azucarados escaparates. Fue quizá, sólo un parpadeo al pasar la mirada sobre la carta que estaba encima: ¡San Andrés 3650...! ¡Sí, era MI CASA! El destinatario me era desconocido pero esa fue mi dirección...Mi recuerdo atravesó acelerado, tiempo y espacio hasta la casa de mis viejos tíos donde habían transcurrido los mejores años de mi mocedad. ¿Estaría aún la frondosa enredadera que colgaba cubriendo el muro? ¿Y la inmensa hortensia, orgullo de mi tía, y los gruesos cortinajes granate entre el comedor y el salón donde me placía ocultarme de niño? ¡Sí!  Y el sillón de balance, la pileta en el patio y la alta mesa donde el tío dibujaba. Y de súbito, mi mente recibió el pinchazo de la urgencia. ¡Ver aquella casa! Tramontar un instante la montaña del pasado. Tener el conocimiento íntimo, preciso y claro.  Me iba naciendo una ansiedad desconocida intensificándose por momentos. El deseo pequeñito se fue agrandando. Crecía y crecía y no me cabía dentro. El jovenzuelo, sin percatarse de mi alteración, tomó su paquete de correspondencia a repartir y se marchó veloz y no me quedó más que partir caminando solitariamente con mi pan y un deseo aleteando en un rincón desconocido de mi alma.
            Al fallecer mis tíos, yo me había alejado a otras regiones. La vieja casa había sido vendida  y los recuerdos del agrado se fundían en el barrio, la plaza triste, las antiguas amistades y, algo tangible dentro de todo lo diluido, una vieja llave de la puerta de calle que se mandó a confeccionar por extravío de la original, la cual, una vez reencontrada, olvidé en cualquier bolsillo. Justamente unos meses atrás, ordenando cachivaches en el closet había topado con aquella llave y sin saber qué hacer con ella, la había tirado dentro de un cajón en el escritorio. Como siempre mi residencia estaba solitaria, podrían llegar mil Navidades y mi casa, mi alma y mis manos estarían vacías. Desnudas de amor. Desnudas como las raíces de los secos árboles que no tienen ya siquiera un poco de tierra para abrigarse, nutrirse y sostenerse. ¡Vacía como jaula del ave que ha volado! Apagado estaba el ambiente como apagada estaba mi alegría y esperanza. Mi silencioso espíritu se ensimismaba en imágenes no racionales, en elementos no dirigidos por la inteligencia y la normalidad, sino por el sentimiento y la sensibilidad. Pero ahora tenía una motivación: ver de nuevo mi antiguo hogar, entrar en él. Los días cálidos de diciembre. ¡Cómo no recordarlos!  Tras las persianas corridas, la fresca penumbra envolvía la sala  y parecía concentrar el aroma de las frutas, duraznos, damasco,  frezas o uvas que siempre cubrían una fuente en el centro de la mesa. Era absolutamente necesario que yo volviera aunque fuese un instante, a sentir la intimidad de aquel refugio. Quizás el nuevo propietario  hubiera alterado la ubicación, ya que había adquirido la casa con la mayoría del mobiliario. ¿Estarían en la vitrina los libros de la colección? Como antes, esperándome: Chateaubriand con “Atala y René”, Poe con “El Párrafo Corregido”, o Pushkin con “La Dama de Pique”. ¿Podría palpar el grueso tomo empastado verde oscuro con las obras de Maupassant quizás, o el granate con letras doradas en el lomo que atesoraba las creaciones de Conrad, y volver a hojear el Dickens de mi infancia?
            Los días pasaron envolviendo en la rutina del trabajo las horas, sucesos, fiestas de fin de año y los ardores del estío hasta que llegaron mis vacaciones.
            Con un pensamiento dentro de mi mente y un deseo en el corazón, tomé el bus hacia la lejana ciudad. Llegaría al atardecer según los itinerarios, la hora más propicia para visitar el antiguo barrio. La hora en que al final del día cubre de oro las vulgaridades de las calles  rotas. Mi mano en el bolsillo acariciaba la llave... ¡Cómo ese pequeño e insignificante trocito de metal era la portada del recuerdo! La puerta hacia la mocedad, la alegría, la imagen de la familia reunida. Compañía, limpieza, agrado, afecto, orden. Los livianos sueños como rumor de hojas cayendo en otoño. Pequeña llave, recuerdo del ayer esperanzado, hermoso por lo mucho que prometía ser. El ayer sin sombra ni rencor, sin esas serpientes escondidas a la vera del camino.
            En mi reencuentro con la sombreada calle asomaba la agitación de quién vuelve a latir ante la presencia de la antigua novia...Otras vecinas chismorreando en las puertas. Otras parejas se arrullaban en su plaza. Pequeños corriendo por los jardines. El gato dormitando en su balcón...Pasé y repasé  por el frente de la casa. ¡De Mi Casa! Una mano de pintura había remozado la fachada. Ventanas y puertas estaban cerradas. Las persianas bajas indicaban ausencia de moradores. Di vueltas por el barrio saludando desde lo más profundo a las veredas donde se marcaron mis jóvenes pasos. La misma sombra de los tupidos y frondosos árboles, el almacén de la esquina, probablemente de otros dueños. Dentro me aleteaba un pajarillo loco, y una sensación alegre y ligera circulaba por mis venas.
            Al anochecer estaba plantado frente a la casa. La fronda interceptaba la luz de la calle y ensombrecía la fachada. Acercándome cauteloso a la puerta, esperé. Ninguna luz se filtraba, ningún ruido. Introduje mi llave en la cerradura asombrándome que entrara fácilmente ya que había la posibilidad de que ésta hubiera sido cambiada por los nuevos dueños. Pero, algo dificultaba la operación. ¿Habrían puesto seguro o pestillo por dentro?  Recurrí a empujar hacia arriba la llave conjuntamente con la puerta, como cuando se cargaba, y efectivamente era ésa la estrategia que requería. Pude abrirla así sin que nadie de la calle se enterara. Dejándola junta, penetré en puntillas, tal cual lo hacía antaño para no despertar a los tíos. Perfectamente recordaba la distribución de cada mueble y a pesar de la penumbra, me orienté en la sala tratando de adivinar qué muebles habían sido reubicados. ¡Dios Santo! ¡Cuántos años para reencontrar lo mío! Así furtivamente como un ladrón... El tic tac del reloj mural en el comedor sincronizaba con el palpitar de mi corazón. Ahí estaba el ventanal aquel frente al aroma del jazmín. Y el viejo escritorio grande, de ministro, donde yo escribía mis primeros versos y cartas.  El ancho sillón  que guardaba mis sueños con un  libro en las manos. ¿Marois, estaría aún esperándome tras la vitrina para brindarme el placer estilístico que me absorbía? Caminé silencioso hacia el comedor. ¡La gran mesa aún estaba allí...! Aquella donde tantos fuimos un día y que nos fue quedando demasiado amplia al mermar las familia, hasta quedar solamente tres, mirándonos las caras. Ahora podía verlos. Mi tío con su alegre sonrisa bondadosa:  los pequeños primos a su lado, la sobrina y el novio, mi hermana recién casada, yo, el bachiller recién licenciado, y mi tía, de uno a otro lado, sirviendo a todos. ¡Cuánto deleite hubo! Hasta la empleada que me recalentaba las comidas a cualquier hora que yo regresara. Los detalles entraron atropellados a mi memoria. Todos estos años había estado vacío, sin imagen, impresión sentimiento ni sensación. Volví a ser yo mismo, completo, pleno, equilibrado. ¿Acaso no tienen alma las cosas, los objetos, los muebles, los seres inanimados todos y pueden transmitir su presencia, calor y vivencia llenando mi vacuidad? Por el abierto tragaluz penetraba la fragancia de un heliotropo y cerré los ojos concentrándome en recuerdos que súbitamente se desempolvaban  y brillaban con un haz luminoso.
            Hay una parte de la vida en que el ser tiene sólo sus recuerdos. Es cuando ha buscado y ha encontrado en el alma de las cosas, no solamente la complementación a su realidad interior, sino la sustitución o una filosófica consolación para la soledad. Es la secreta aventura que puede emprender la fantasía, la percepción, la memoria del brazo del sentimiento, el recuerdo y el pensamiento. ¿Es posible vislumbrar a la luz de la corta mentalidad estas oblicuas raíces? Todo ésto es plantarse en el medio de esta pieza, aspirar el olor que tuvo en otra época, captar las recónditas vibraciones de la madera, las paredes, los muebles todos. Volver a establecer los puentes de contacto con los sutiles lazos que ataron nuestra alegría y nuestra propia savia y que, al desatarse en el decurso del tiempo, nos han dejado caer en la órbita de alguna constelación extraviada que nos ha apartado de la ruta.
            Pasaron siglos o quizá sólo minutos. No escuché, pero intuí la presencia de otro ser. Un  fogonazo y un solo gran dolor...

            El escueto parte policial dejó estampada la denuncia: “Violación de domicilio. Frustrado intento de robo. Atropello a la propiedad privada. Premeditación. Entrada furtiva. El denunciante  disparó en su perfecto derecho al encontrar un extraño dentro de su domicilio” 

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