martes, 13 de abril de 2010

Roxana Ini-Buenos Aires, Argentina/Abril de 2010


Apresar   un   colibrí

Descalza saltaba las piedras. Descalza subía al monte con las cabras. Así la conocí, salvaje. Libre, y me dije, ojalá fuera mía.
Trabajé como nadie cosechando olivos, curtiendo cueros, ahorrando cada moneda para tener qué ofrecerle.  Meses de polenta, algún ave cazada, cocinaba los huevos rajados, el resto los vendía. Mantenía mi morada impecable, tal vez un día viniera a conocerla. Leños apilados, un frasco de miel, la manta sacudida y doblada a los pies de la cama.
Todos los domingos  pasaba por su casa: naranjas, ramas de lavanda, albahaca fresca para su mamá. Pensaba que halagando a la madre obtendría la hija._Giuseppe, me decía, yo no le prometo nada. A mi no me hace caso.
En el día de su santo le regalé una mantilla. Eleonora, en lugar de cubrirse la cabeza, la introdujo entre sus pechos dejando sobresalir los encajes como alas de paloma. Me agradeció con un beso breve y carnoso; se alejó riendo a carcajadas.
Noche tras noche evoqué ese beso, multiplicándolo en cada hueco de su piel, hundiendo mi naríz en sus cabellos de ébano, envolviendo sus  caderas revoltosas con mi cuerpo. Amanecía enredado en la cobija, amante impasible en mis noches solitarias.
Una mañana antes de misa, fui a la playa. Me consolaba contemplar el mar, el agua lamiendo los riscos como helado de café, el melódico rumor de las olas canturreando a la arena el lamento de su amor imposible. Encontré dos filas de huellas paralelas. A veces se reunían en un nudo desordenado. Alguna pareja traviesa, escapada con disimulo de la fiesta de la cosecha.  Imaginé el abrazo y la pasión en el ovillo de pisadas, imaginé mis propios pies ocupando el molde de un hombre afortunado. Perseguí los garabatos en la arena hasta que en un médano tropecé con una botella vacía y la impronta inconfundible de la batalla amorosa. Yací de espaldas sobre ella procurando el residuo de una brasa, la caricia de una amante etérea. No la hallé, pero al incorporarme, arrogante vela de fragata temeraria, nube insolente descendida a tierra, gaviota contrariando su bandada: una mantilla blanca con encajes flameaba perdida entre las ramas de un arbusto.
El otoño llegó gris como mi soledad. Vi venir una matrona de las tantas iguales, esas que envuelven como a un carozo, bajo enormes barrigas y polleras largas, remotas muchachas sinuosas; vi venir una matrona de manos callosas y agrio el corazón a suplicarme.   _  Giuseppe, Eleonora está preñada, la tengo que casar. Por favor , venga a cenar.    Me bañé entero, me afeité, recorté el bigote, me puse camisa limpia, cepillé el abrigo recuerdo de papá, envolví una botella y me encaminé hacia su casa. Mis pies volaban por las callejas angostas con olor a frituras. Aquí y allá  un farol iluminaba apenas el antiguo empedrado. No me fatigaba la empinadura, estaba agitado por otro motivo. Por fin sería mía, pero ¿podría domesticarla?.   Impuse un rostro adusto como prócer de bronce, y  me senté a negociar. La madre intentaba apaciguar la ira de su marido. El demostraba su desprecio a la libertina. Confiaban en convencerme para salvar la honra de la familia. Me seducían con su humilde dote y la organización de la boda. Mis preparativos estaban listos hacía rato.
Eleonora jugueteaba con las migas de pan, indiferente. No levantó los platos. Entonces clavé mis severos ojos en ella. Me desafió con sus negras pupilas. Le sostuve la mirada en un duelo trascendental hasta que sus párpados temblaron, dejó caer la servilleta y se agachó a recogerla. Le enrostré el esbozo de una sonrisa triunfal.
Para demostrarle mi orgullo jamás acuné a Tomaso, si bien lo crié como propio. Después vinieron los míos: Incola, Margarita, Doménico y Bruno, todos fuertes y bien educados. Debo reconocer que es una buena esposa. Amasa como mi madre. Conserva su cintura y colores en las faldas. Hago de cuenta que me obedece, aunque sé, que es imposible apresar un colibrí. Nunca le dije que Tomaso, el único de ojos azules, es mi preferido. Gracias a él, la conseguí. Hace poco le regalé unas hermosas sandalias con tacones, hechas a mano. Las guarda en una caja. No las usa. En el fondo me alegro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que tal Roxana!!

Este cuento es maravilloso, me con movió mucho, me encantó !!!!!

Lo leí en tu libro y los sigo leyendo muchas veces.

Un abrazo Josefina