miércoles, 20 de mayo de 2015

Noemí Rubiera-Argentina/Mayo de 2015



Buenos Aires
Los sucesos que se relatan en esta historia tuvieron lugar en Buenos Aires en el verano del año 2015. Para la mayoría de la gente fueron el resultado de la sumatoria de acontecimientos que, al modo del fluir de agua sobre un cuenco, en un momento, lo rebalsa.
A primera vista, Buenos Aires es una ciudad como tantas otras del mundo occidental. Mira a un río. El Río de la Plata refleja en sus aguas una arquitectura de estilos y calidades variados.
La ciudad en sí es bonita. Su aspecto es de una urbe en constante movimiento, de actividad imparable, vertiginosa y fría. Al menos es así en ese mundo estrecho, eléctrico e hiperhabitado que se conoce como la City porteña.
Los edificios de alturas incalculables, las calles densamente pobladas por vehículos y personas apuradas contribuyen al ensañamiento que el clima ejerce sobre Buenos Aires. Así es como en verano, el asfalto acoge al sol para devolver su calor con lengüetazos que castigan a los caminantes. En invierno, la altura y el ancho de los edificios, su proliferación en el cielo y en la tierra, promueven un juego de escondidas en el que el sol pocas veces es descubierto.
Desde hace algún tiempo, Buenos Aires está triste, con nostalgia. Extraña los viejos tiempos en que las gentes se sentaban en las plazas a mirar el cielo, a escuchar los pájaros mientras se contaban la vida. Llora aguaceros furiosos que inundan las calles que los presupuestos de sucesivos gobiernos olvidaron.
Una vez, hace unos años, Buenos Aires lloró hielo. Fue el día siguiente al que murió mi padre. Odié esa nieve, la odié porque él, que nunca había visto nevar, ya no estaba.
Pero eso es tema de otra historia, volvamos a Buenos Aires, sin nieve.
Para conocer una ciudad hay que subirse a las manecitas del reloj y ver qué pasa.
Cuando marca las siete, la ciudad se sacude  la noche instalada en todos sus rincones. Lentamente se pone en movimiento, colectivos de colores, con recorridos muchas veces delirantes empiezan a competir con trenes y subtes. Las estaciones del subterráneo, y las de los trenes forman la boca de un nido de insectos ávidos de llegar a mil lugares diferentes para trabajar, estudiar o simplemente encontrarse con otros o con su propia soledad.
Los bancos, los negocios, las casas de cambio, de estudios, albergan a todos esos seres que, más o menos frustrados o  satisfechos, gastan las mañanas de su existencia.
Al mediodía la pausa no siempre llega, A veces las manecillas detenidas en las doce indican un cambio de trabajo, un destino diferente para seguir haciendo, para continuar con el trajín de un vivir con poca vida.
La siesta es un dinosaurio extinto, sólo queda de él su espíritu fantasma que sin pedir permiso se instala  en la cabeza de la gente para sumirla en una modorra que no se resiste a la aspirina, porque si de algo también sabe Buenos Aires, es de aspirinas.
Lo bueno de todo esto es que la ciudad ha encontrado una forma de burlar la tiranía del reloj. Un café, aunque sea de pie frente a un austero mostrador, siempre invita a la charla.
También los turistas  escapan de los dictados de las horas. De las más variadas procedencias, edades, poder adquisitivo y credos deambulan por las calles de la City. Sin horarios, sin prisa, demandan la multifacética oferta de la calle Florida en sus tantos formatos: negocios, galerías y manteros. Compran, consumen, caminan. De tanto en tanto, alguno se detiene frente a un edificio para apreciar su bella arquitectura.
El atardecer vuelve a encender Buenos Aires. Otra vez la horda se desplaza con urgencia ante la promesa de la vuelta, el regreso a los suburbios donde todavía queda barrio, cielo, familia.
Cuando las manecillas siguen su viaje y van marcando la hora en que el sol hace la posta con la luna, Buenos Aires empieza a arder. No lo saben los que ya no son tan jóvenes, mucho menos los que temen la bohemia del noctámbulo.
Buenos Aires se despereza, se despierta ofreciendo innumerables opciones para divertirse y recrear el espíritu.
Es de noche, es posible entonces, darle una tregua al celular para tomar un trago entre amigos. Resulta paradojal que los fines de semana muchos de los anónimos esclavos del reloj vuelvan a la City. Eligen un cine de la calle Corrientes y disfrutan como extranjeros sin prisa. Eclipsados por la magia de Buenos Aires, se permiten amarla deteniéndose en una esquina para mirar el cielo escondido entre el brillo de los carteles luminosos.

1 comentario:

Abel Espil dijo...

Excelente es la observación de nuestra amada Bs. As. en distintas etapas de su vida.Más aún la escritora se anima y nos ofrece algunos formas de nuestro ser . En conclusión lo recomiendo como lectura para los jóvenes que van creciendo en tan hermosa ciudad.
Abel Espil