jueves, 21 de mayo de 2015

Raúl Barrozo-Argentina/Mayo de 2015



      Los asaditos     

                                                                  El final de esta historia    
                                                                  enésima autobiografía
                                                                  de un fracaso,
                                                                  no te sirva de ejemplo,
                                                                  hay quien afirma que
                                                                  el amor es un milagro.

                                                                       Silvio Rodríguez

      La trajo Internet. Entró altiva, segura de sí misma, bonita. Él la esperaba. Sus miradas se entrecruzaron cómplices, descubriéndose uno al otro en el mediodía tranquilo de La Paz. En Corrientes y Montevideo. Un día de junio. Casi de invierno.

      -Hola, ¿cómo estás?
      -Bien.
      -¿Vivís lejos?
      -No, cerca.

       Hace cuatro años que Carlos regresó a Buenos aires. Al principio comenzó a recorrer sus calles, sus plazas, sus edificios, con esa alegre madurez de los casi cincuenta. Vagó sin rumbo, deleitándose con el art nuveau de las molduras y el azul intenso de los jacarandaes en flor. Hasta que se cansó de andarla. Y comenzó a replegarse. Y darse cuenta que le faltaba alguien. Fue en ese momento en que lo virtual le ganó espacios, se le metió en el alma. Solo, volcado sobre la computadora, se puso a buscar por las noches, el milagro de acariciar algún día el sueño de otra piel, otros ojos, otras manos, otra vibración... como esta, en que conocía alguien nuevo. Y encima, bonita.

        -¿Almorzaste?
        No.
        -¿Comés poco?
        -Poco.
        - Qué, ¿Te gustan las ensaladas?
        -Mucho.
        -¿Y los asados? ¿Te hicieron alguna vez un asadito?.

         Ni quiso, ni supo esperar la respuesta a su pregunta. La necesidad de contarse pudo más. Las palabras lo fueron trasportando a imágenes queridas, muy entrañables en la vida que alguna vez había vivido intensamente y que ahora le salían en cataratas, a borbotones. Y ya no pudo parar.


        Yo hice asaditos. Y fui muy feliz. Ya no. Será por eso que extraño tanto los asados. O será que la búsqueda de la felicidad me lleva inexorablemente a la parrilla llena de achuras y de carne a punto, con el fuego justo. Fuego de quebracho colorado. Con la brasa bien hecha, es decir bien encendida, para que la carne no se te arrebate. Y el vinito tinto al lado de los utensilios. Y saber que la lechuga está en agua desde hace rato. Para que se sienta más fresca. Y el tomate y la cebolla bien cortados. Porque siempre la ensalada fue mixta, ¿viste? Y el pan fresco que un ratito antes de sacar la carne tiro al pasar en un costado de la parrilla para que se ponga más crocante y negrito. Y Jimmy que me mira con sus ojazos negros y buenos, pendiente más que de los afectos, de la porción que ha de tocarle un poco más tarde. Porción nunca tan grande como la que se hubiera merecido esa prolongación de mi ser que fue mi perro en algún momento de mi vida. Pero esa es otra historia. Y si me descuido mucho no lo hago bien al asado. Porque aparte de los aspectos ceremoniales y protocolares hay que cuidar de que no se te pase. No hay peor cosa que se te pase un asado. Si, hay otra peor. Que un amigo que hasta ese momento quisiste se te ponga al lado y en vez de preguntarte si lo viste a Boca frente a Platense, te comienza a decir si no hace falta más fuego o que porque no das vuelta la carne. Porque hay gente para todo. Inclusive para arruinarte los asados. Pero la mayoría de los asados fueron lindos, hermosos, riquísimos. Porque la ceremonia de despertar sonrisas y alboroto con la fuente en alto como trofeo a compartir con todos, siempre me llenó de orgullo y de atención especial al primero que me decía Qué bueno que está... Después ya todo era ensueño. Ayudado por el vinito desde temprano. Que siempre al comienzo se mezclaba con el "ya estás tomando". Seguido por el "y con el estómago vacío..." Y uno que para evitar la culpa se daba una vuelta por la heladera y se prendía al provolone y los salamines que habían sobrado de la picadita de los otros días. Y era un gusto repartir a cada uno lo justo, primero el chorizo, para uno, inclusive en sándwich, para otras una mitadcita, porque tiene mucha grasa, mientras se bajaban media panera casi sin darse cuenta... y el chimichurri buenísimo, que a ese también lo preparaba yo, me gustaba hacerlo gozar mezclando un montón de ingredientes, quizás algún picante, para darle un sabor único, para chuparse los dedos, sin posibilidad de emulación ni copia era mío, y no me pidas la receta porque no te la voy a dar y...
      -¡¡¡Me dejas hablar!!!
      -Sí, pero después vamos a comer, eh…
      -...Vos sabés que tenés razón, a mi también me dio hambre. Se me acaba de ocurrir una idea. Aquí a la vuelta, sobre Lavalle, hay un restaurancito muy lindo. Tiene todo verde, vegetariano. Porque, créeme, si hay algo que no soporto es la carne. Y puedo llegar a odiar a la gente que come mucha carne. Se le nota en la piel, en la cara, en la forma de expresarse. Inclusive en las palabras. Me acompañás, ¿o no?...

1 comentario:

Josefina dijo...

Al leer tu cuento siento el aroma

tan rico del asado, y tan rica tu manera de contar.

Beso Josefina