lunes, 27 de agosto de 2018

Walter Rotela/Agosto de 2018


Oro al final del tornado


La tarde parecía estar en calma. No existían indicios de la posibilidad de mal tiempo. Y como ya nadie cree en los ‘hombres del tiempo’, -que aparecen en cuanto informativo de televisión hay.  Todo el mundo siguió con su rutina, entre ellos, Laura y Esteban. Fueron al campo a buscar huevos de ñandú.
Laura aprontó el mate amargo. Había ordeñado las vacas media hora atrás. Tenía ganas de salir a dar una vuelta. Caminar y conversar con Esteban, siempre les resulta provechoso. Les gusta darse ese tiempo de marchar juntos a campo traviesa. Y por una razón u otra, es ese un pasatiempo compartido. Ordenan las ideas y sueñan un poco más. Esteban tenía unos cueros de oveja prontos para entregar. Tenía que ir al pueblo. Lo haría después de recorrer el campo con su mujer.
El cielo comenzó a cubrirse con rapidez. “San Pedro parece estar arreando su rebaño” -comentó Esteban. El viento amontonó un formidable grupo de nubes. Capas y capas se fueron arrimando. Abajo, en los campos, Esteban y Laura, fueron encontrando los grandes huevos del bípedo más popular de las pampas. Era como un botín, casi como encontrar oro.  Laura hace con ellos unos ricos budines y tortillas.
La tormenta se armó en un santiamén. Se puso brava. Grandes remolinos nacieron por doquier. Los hombres del tiempo, mucho después, esclarecieron el asunto. Explicaron que se trataba de tornados de pronósticos casi impredecibles, con la tecnología a la que ellos accedían, en la estación meteorológica local.
‒ Laura, Laura, escúchame -dijo Esteban. Manejá vos -insistió, mientras subía del lado del acompañante a la vieja Ford 100. Vamos -continuó- a lo del viejo Tomasino. Es lo más cercano que tenemos.
‒ Sí, es cierto. La ‘serpiente alada’. Allí en esa casa podemos quedarnos un rato, guarecernos. El viejo Tomasino en buena gente. De la planta -aseguró Laura.
¡Qué lo parió!... ¡Mirá ese remolino! -Soltó con voz áspera la garganta de Esteban. Los huevos los lleva cual malabarista en esquina con semáforos de la ciudad capital.
Laura estacionó al costado del rancho, al resguardo de una pared de sólida roca en el comienzo mismo de una colina que protege al rancho. Es un lugar estratégico. A pasos se alcanza la cima y desde allí se puede divisar una gran extensión de campo. Una vista espléndida. Pero esta tarde los nubarrones se alternaban con grandes remolinos que cruzaban el valle.
 “El mundo parece volverse loco” -comentó don Tomasino, que acababa de guardar unos corderos en un sector del rancho que oficia de galponcito, en caso de temporales. Había visto llegar a la pareja apenas cruzaron la tranquera, pero necesitaba guardar los corderos y unas gallinas que estaban alborotadas.  A los caballos los tenía pastando cerca y también los llevó para el galponcito. Eran la única compañía que tenía, pues vivía sólo en aquel rancho.
‒ Disculpe don Tomasino, pero la cosa nos agarró desprevenido y pensamos en pasar un rato hasta que se calme esto -soltó Esteban, casi al tiempo que extendía la mano para saludarlo.     
‒ Buenas y santas. Doña Laura, gusto en verla. Pase don Esteban. Pasen, por favor. Apronto un amargo que se larga el diluvio parece, nomás. Cosa de mandinga. Estaba clarito… clarito y de repente… -señaló don Tomasino.
 ‒ Salimos a buscar huevos de ñandú y nos sorprendió el temporal -dijo Laura.
‒ Me quedaron unos corderos que enfilaron para el arroyo. Y no sé si pueda rescatarlos… -dijo como distraído don Tomasino.
‒ Pero… Salgamos ya a buscarlos, porque aún hay tiempo, si están aquí cerca -apresuró las palabras Esteban. Mirando con decisión a Laura y al viejo.
‒ Pues si me ayuda, seguro las encontramos en un santiamén don Esteban. Mire, tengo unas capas aquí, mejor las llevamos -señaló don Tomasino.
‒ Mientras… -habló Laura. Yo les preparo unas tortas fritas así aprovechamos algo de los huevos. En la camioneta tengo un par de kilos de harina.
‒ En ese tablón, sobre la cocina económica hay grasa de sobra y sal. Use lo que necesite. Será bueno comer algo por una mujer. Hace tiempo que en este rancho no cocina nadie más que yo -dijo, con voz ronca, pero sin pesadumbre, el veterano Tomasino.
Los corderos habían subido la colina y luego bajaron hacia el arroyo que estaba al pie, pero del otro lado. Así que hacia allí subieron los dos hombres con las capas puestas y los sombreros bien apretados. A llegar a la cima, el espectáculo parecía, ciertamente, como de fin del mundo.
Cuando Esteban, en plena tarea de búsqueda, se encaminaba hacia el otro lado de la colina, vio saltar un trozo de roca media plana. Cayó a un lado del sendero de ovejas. Bajó despacio y miró en esa dirección. No dio crédito a lo que ante sus ojos se ofrecía. Tomasino, lo seguía cinco pasos más atrás.
Esteban esperó a Tomasino y le señaló un pozo. Tomasino le dijo que eso nunca lo había visto. Y era paso obligado, pues las ovejas hacían ese camino a diario.  Era un pozo excavado entre las rocas. La tierra escaseaba en ese sector. Los remolinos se sucedían en el valle, uno tras otro. Dentro del pozo, a escaso metro y medio, había una caja de madera e hierro.  Lo sacaron y dentro había pequeños lingotes de oro.
Los corderos extraviados parecieron reconocer a su dueño y se acercaron con rapidez. El viejo las tomó bajo sus brazos y Esteban cargó la caja con su contenido. No fue fácil para ninguno volver con sus cargas al rancho. Estaban cerca, pero el peso y lo difícil de las condiciones del tiempo y de lo que llevaban lo hacía lento.
Llegaron a la casa y compartieron el hallazgo con Laura que freía las primeras tortas. En eso se desprendió un fuerte aguacero. Las conjeturas de qué hacía eso allí eran varias, pero no hubo certezas. Don Tomasino, enseguida, les dijo: “Esto es para compartir. No sé cuánto vale, ni de quién es. Pero desde hace más de veinte años que camino por mi predio y jamás lo había visto o sabido del tema. De no ser por ti Esteban, no…”
‒ No fui yo. Sino el viento que hizo volar la piedra, la tapa… -comentó Esteban, con los ojos risueños, y la alegría que puede producir un hallazgo así.
‒ Señores -dijo Laura- el tema parece interesante pero ahora tomemos unos amargos y comamos las tortas, después veremos si… Si sobrevivimos a esta tormenta.
Don Tomasino escuchó a uno de los caballos, como que se alborotaba en el galponcito y hacia allá salió corriendo. Desde adentro lo observaban Laura y Esteban, que casi salió corriendo tras él. Pero algo lo detuvo en seco. Vio venir un remolino y atinó a gritarle a Tomasino, pero éste se perdía en el interior de un gran torbellino. Estaba siendo succionado por una masa de aire en un movimiento vertiginoso. No supo qué hacer, ni qué decir. Se quedó paralizado, inmóvil como una gran roca. A diez metros, el remolino se alejaba, perdiéndose más allá de la colina.
Laura y Esteban se quedaron muy intranquilos, indecisos sobre qué hacer. La tormenta sólo aumentó su potencia. Al final se resignaron y pernoctaron en el rancho, conocido como la ‘serpiente alada’; pero no pudieron dormir.
Al día siguiente, Laura y Esteban fueron a dar parte a la policía. En el trayecto al poblado, pasaron por su chacra. Dejaron una bolsa y una capa -con algo pesado en su interior- junto con los huevos de ñandú, dentro de la habitación que usan para guardar los quesos y chorizos secos.   
Todos los animales de don Tomasino estaban a salvo. Su cuerpo fue hallado, sin vida, a mil metros del rancho. Casi irreconocible, el rostro. Al parecer el golpe de las rocas, y todo lo que alzaba el remolino, lo magulló. Sobre el oro hallado, la pareja nada comentó.

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