miércoles, 22 de mayo de 2013

Marcelo Perroni-San José de Mayo, Uruguay/Mayo de 2013

EL OCASO DE DON LUIS

El viento empujaba dos hojas secas y él las seguía con la mirada hasta que se perdían por la pendiente. La ancianidad de Don Luis delataba más que el paso del tiempo los achaques que éste suele traer consigo. Lo acechaba un fuerte lumbago y unas profundas puntadas que eran como rayos golpeando su pecho. A veces respiraba con dificultad; en ocasiones le costaba pararse; había días que ni siquiera tenía fuerza para levantarse de la cama. El padecimiento era su vida; y la muerte su espera. Muy a menudo experimentaba la sensación de ahogarse, y cuando el pecho se le cerraba, decidía entornar los ojos y erguir la cabeza, como si tales acciones mitigaran su padecimiento. Quizás le ayudaba, como también inhalar y exhalar con cierta improvisada disciplina, la cual le permitía renovar el aire de sus pulmones. Desde su jubilación, más aún luego de que su esposa muriera, se sentaba en el umbral de la puerta, apoyando su viejo bastón de madera a un lado de la silla. Así contemplaba casi inerte la muerte del día. No había renacimiento en cada respiración, sino que contemplaba resignado un mundo que hace mucho (el sentía) le había dado la espalda.  Algunas veces dejaba su cuerpo para ir tras algunos recuerdos, sus recuerdos.  El deseo, la juventud, los anhelos, todo se conjugaba en pretérito para Don Luis. Durante gran parte de su vida repitió que los años pasaban cada vez más rápido. Pero hubo un momento en que su tiempo se detuvo y el calendario comenzó a regirse por el hastío y la resignación. Era la recta final en que la marea esperaba instrucciones de la luna.                                                                                                                                   
A las seis y  media de la tarde solía levantarse de la silla con dificultad; apoyaba su mano derecha en el bastón y con la izquierda tomaba el mate y la caldera. Luego recorría con gran parsimonia el largo pasillo en dirección a su apartamento, para desaparecer de nuevo en el sueño que se prolongaba hasta el día siguiente. Años, meses, días, y minutos eran para él semejante a palabras para quien olvidó su lengua.    
Aquel día se mantuvo frente a su acotado espacio de observación, una angosta calle de piedra que permanecía desierta, que al igual que su principal espectador, se alimentaba de recuerdos. Sólo algún sorpresivo visitante caminándola, tal vez escapándose del vértigo impersonal de las avenidas céntricas. Los relojes marcaron las siete y media de la tarde cuando el panadero del barrio profirió: “Buenas tardes Don Luis”. La respuesta del anciano a este saludo fue la misma que le brindaba a cualquiera. Inclinó la cabeza en símbolo de asentimiento y promesa de seguirle la pista hasta que se perdiera de su campo visual, ya sea por un giro en la esquina o porque pasó a la cuadra siguiente.                                                                                                                                    
 Otra vez el dolor golpeó su espalda y presionó los pulmones. Por un momento apagó su registro del universo, implorando que el martirio terminase. Cuando menos lo esperaba, una leve brisa acarició su rostro y jugó con sus plateados cabellos. Esta brisa le devolvió poco a poco el aliento, no así la sonrisa.                                                      
Me preguntó si Don Luis amó y fue amado. Si sintió compasión por los seres humanos. “¿Quién fue Don Luis? “Es la interrogación que él mismo se planteó aquella tardecita estrellada, cuando una pelota rozó su pie. El anciano levantó la vista y se encontró con la figura de un niño que estaba parado a pocos metros de su sagrado sitial. El pequeño experimentaba una disyuntiva: dudaba entre ir buscar lo que se le había escapado o aguardar que Don Luis se lo devolviese. Ambos frente a frente, inexpresivos, iniciaron una silenciosa batalla. Para quien peinaba canas, el pequeño manchaba con gotas amargas de nostalgia el blanco paño de su atardecer. Alba y ocaso, dos colores opuestos en la paleta, pero complementarios en una pintura.
Infancia desafiante y altanera –le dijo. 
Detrás de los cinco años, los pantalones rotos y la camisa sucia, había un niño que no entendía ni quería entender. Él sólo pretendía seguir jugando.  Don Luis hizo rodar la pelota con su bastón en dirección a donde estaba el pequeño, la cual se detuvo en los destartalados zapatos de goma de su dueño.
– Cuando usted era niño, ¿jugaba al fútbol? Preguntó el chico.                                                          Sus mejillas se contrajeron como arrepintiéndose en el acto de haber hablado.
El anciano no respondió, ya que uno de los ataques sobrevino. Pero sí pudo regalarle al niño uno de los últimos gestos de amor que tendría para dar; fueron eternos segundos en que ambos sonrieron. Enseguida los dos marcharon en silencio. Uno a seguir jugando, el otro, de alguna manera, también.                                                                                       
Don Luis utilizó la silueta del niño para colorear aquella etapa de su existencia, con intención de viajar hacia la más hermosa ingenuidad. ¿Gotas amargas de tristeza? Sí, gotas envenenando su tranquilidad, gotas que se evaporaban al tocar el recóndito lugar en donde ardían los recuerdos. Gotas que sin querer lo atormentaban y daban cuerpo a su recordación. Era un lluvioso amanecer en casa de su madrina Carmen, donde Don Luis había sido Luisito, un niño que contemplaba petrificado el cántico de la lluvia frente a una ventana. Como por impulso, salió corriendo en dirección al patio para recoger los juguetes que había dejado tirados la tarde anterior: un trompo gastado, un trencito hecho con latas y la vieja pelota de trapo, regalos de su tío Amilcar. Los tomó y no le importó mojarse, pues solían decirle que la lluvia es agua bendita que El Altísimo derrama desde el cielo. Agua que purifica todo cuanto existe. “¿Sería aquello sentirse vivo?” Se preguntaba una y otra vez en medio de las imágenes suaves y confusas.  Despertó y respiró profundo, y un ligero gesto de dolor se dibujó en su rostro.                                                                                                                                
Las arrugas de su cara se agudizaron mientras intentaba enderezarse con dificultad. Tomó con resolución el bastón y apoyó la otra mano en la pared. La noche llegaría muy pronto y esto era lo único que él deseaba. Intentó incorporarse, pero un escalofrío lo dejó inmóvil. El último suspiro del día pareció escaparse con más rapidez que lo habitual, la oscuridad lo había reemplazado en miserables segundos. Ya no había brisa, ni sonido, ni caricias. El dolor desaparecía por completo. Nadie oyó el eco sordo del bastón que al caer golpeó el asfalto. Luego de dejarse llevar por el último ocaso, Don Luis no necesitó luz para llegar a su cuarto.








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