domingo, 15 de diciembre de 2013

Juan Gálvez Puebla-Chile/Diciembre de 2013



EL VENDEDOR DE TURRÓN  (Oficios)

                En las puertas de colegios, desfiles de escolares o espectáculos infantiles, solía instalarse. Ese hombre, de mediana estatura, vestido con chaqueta y camisa blancas, corbata negra, gorra, aparentado ser un sargento de marinería. Premunido de un tablero que, apoyaba en un caballete de madera, presentaba a los niños una gran espiral semejante a una montaña de merengue endurecido, en diferentes tonalidades.
                En el mismo lugar y ante sus pequeños clientes, usaba un pequeño martillo picasal. Con esta herramienta daba suaves golpes a la montaña de caramelo. Los trozos resultantes, eran ubicados en papel mantequilla, cortado previamente en cuadrados no más grandes que una servilleta. El empaque en forma de barco-velero,  terminaba en la parte superior en un bucle de papel retorcido.
                La gran masa dulce, la presentaba en variados colores suaves, o tonos “pastel”: rosa, celeste, salmón, ocre o marfil. Los ingredientes que se usaba en su preparación eran: azúcar, yema de huevo, trocitos de maní y esencia o colorante vegetal. Pero pocos son los que estaban al tanto que, la cocción de ese almíbar se cortaba con jugo de limón. A partir de allí sobrevenía “el sobado” con un gancho y luego esperar, muy atento que, estuviera de “pelo”, casi como un “chicle” para detener la cocción y enfriarla en un lavatorio enmantequillado y lleno de agua. Aún quedan algunos que conocían la receta y aún la mantienen.
                La pasta artesanal, solidificada, estaba probablemente inspirada en el turrón que fabrican los españoles, en las provincias de Alicante, Valencia y Lérida que, a  su vez, es una herencia de la dulcería árabe dejada en los siglos de ocupación mora, en la península ibérica.
                Recuerdo la apacible presencia de aquel vendedor que no voceaba su mercadería. La música que emitía su radio a pilas, enganchada en el perno que unía los maderos en “x” de su caballete, y el aromático ambiente alrededor suyo, su diestro golpe del picasal para romper el “glaciar” en pequeños pedacitos.
                La remembranza revalida aquellas monedas usadas en ese ayer, para comprar aquel  delicioso manjar que, no fue un gasto sino una inversión. - ¡Gracias, “turronero Avendaño”! Hoy ya no estás, pero ayudaste a muchos niños porteños, incluyéndome, por haber disfrutado de una infancia feliz. (Taller Literario LiteRatis)

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