viernes, 22 de diciembre de 2017

Julián Kronn-Argentina/Diciembre de 2017



Al cielo volaré

—“Torpe, idiota, inútil…” —comenzó a decir Rebeca, mientras el Licenciado Baldizon tomaba apuntes en su libreta profesional. En sus veintitrés años de terapia jamás había visto a una paciente tan delgada, de rostro tan calavérico y tan consumido por la vida.
—Esas fueron las palabras que le pronuncié a Edmundo —continuó ella—, luego de haber roto la antiquísima jarra de porcelana que se encontraba sobre la estantería de la cocina. El pequeño me miró anonadado, sin otra reacción posible, conteniendo notoriamente el manantial de sus ojos. No era la primera vez que lo maldecía, es más, creí que ya debía estar acostumbrado, pero nunca… nunca me di cuenta de cuánto estaba derrumbando el imperio de imaginación que construyó en su interior. Recuerdo que jugaba habitualmente a ser un superhéroe con una improvisada capa de trapo viejo y una espada realizada con cartón. No podía haber peor villana, créame, peor enemiga que su propia madre.
Un silencio perturbador inundó el consultorio momentáneamente y, después de un tiempo de inaudibles sollozos por parte de Rebeca, el psicólogo se decidió a preguntar.
—¿Qué sucedió con tu hijo, Rebeca?
Ella ignoró la pregunta sin atreverse a mirarlo y cerró sus párpados cansados luego de una profunda inhalación. Sus frías manos, colocadas sobre la falda a cuadros que llevaba puesta, temblaban sin disimulo y su cabello tapaba en su totalidad el semblante descolorido. Baldizon comprendió que la mujer esquelética no estaba en condiciones para responder y, sin pensarlo dos veces, le extendió un vaso de agua que reservaba para sí mismo. La paciente bebió rápidamente el contenido y, una vez serena, prosiguió con su relato.
—Tenía toda una vida por delante, un gran porvenir. Aún me parece escuchar por la casa su risa como un coro de voces armoniosas… pero, cuando corro sonriente a buscarlo, me tropiezo con la realidad que me declara que ya nunca podré encontrarlo. No puedo sacar de mi mente aquel día de verano cuando, recostados sobre el césped, me señaló el cielo y me dijo con su dulce voz de niño de nueve años: “Desde allí nos mira Dios, mamá”. Le dije en seguida que Dios no existía, que era pura invención de la gente para refugiarse de sus desgracias cotidianas. Le expliqué que si existiera una divinidad de impresionantes características, nuestra familia tendría un mejor lugar para vivir, y no ese montón de chatarra a las afueras de Belmopán. Atravesé de un tajo su corazón al decir tales palabras que enmudeció; no fui consciente de eso, no fui consciente de que estaba matando a mi propio hijo.
El silencio volvió a apoderarse de la sala escasamente iluminada, pero con facilidad se desvaneció cuando Rebeca levantó su cabeza dejando expuestos sus enrojecidos y cristalizados ojos.
—En su paso por el mundo, lo único que escuchó Edmundo fueron mis despectivas expresiones, se alimentó de mi enérgico rencor ante el abandono de su padre y creció con el veneno que le inyecté paulatinamente año tras año. No pude siquiera decirle “te amo” o alentarlo en sus peores días.
—¿Cuál fue el motivo por el cual partió? —preguntó, pese al nudo en su garganta, el especialista.
Ya las lágrimas habían descendido hasta la arrugada piel de las manos de Rebeca y, con perseverantes titubeos, contestó.
—Tuvo dos ACV, uno en los primeros días de febrero cuando lo encontraron desmayado en la bañadera y el otro hace muy poco tiempo. Se debilitaba progresivamente, sus ojeras lo demostraban con claridad, pero yo lo regañaba creyendo que eran excusas para no asistir a la escuela. ¡Qué torpe, qué idiota, qué inútil fui! Mientras él perdía peso ante la gravedad de su estado, yo no paraba de acribillarlo con palabras, palabras y más palabras. Oía cómo todas las noches, en el reducido espacio de su cuarto, suplicaba a Dios y a sus ángeles celestiales la pronta recuperación de su buena salud y pedía, entre otras cosas, no enfurecer a su madre. Lo pedía con tanta culpa que le destrozaba las entrañas, como si el error fuera suyo, como si hubiera obrado de manera equívoca. Sólo quería divertirse, salvar a los habitantes de su ciudad fantástica, vencer a los malhechores con su afilada espada de cartón y levitar con su inigualable capa de trapo viejo; pero no pudo con su propia vida, no pudo vencer al infame sujeto que perforaba su cerebro.
El Licenciado Baldizon no cesaba de fijar su atención en la historia de Rebeca y, con intención de no detener su plática, se dispuso a seguir oyendo.
—El 27 de abril, Edmundo fue internado con urgencia en el hospital más cercano con doce kilos menos, pero gracias a la atención médica fue mejorando lentamente. A los pocos días de lo ocurrido, me permitieron verlo y me vio sonreír, quizá por primera vez, al reflejarme en su mirada. Minutos más tarde, uno de los enfermeros entró para informarme que no habría que descartar un nuevo ACV y, al retirarse, mi hijo preguntó: “¿Qué es un ACV, mamá?…”. Yo intenté responderle pero no dejó que continuase y terminó por manifestar: “…significa Al Cielo Volaré, ¿verdad?”. Sus palabras me dejaron atónita y no hice más que asentar con la cabeza mientras corría el flequillo de su frente. Quince minutos me separaban de su eterno descanso, quince minutos para que su alma se desprendiera y viajara a los brazos de Dios.


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