jueves, 26 de septiembre de 2019

Lizzeth Pacheco Gámez-México/Septiembre de 2019


La mala decisión


Mientras camino por la calle colonizadores, rumbo a destino desconocido, solo por el placer de caminar (mentira, es por prescripción médica), observo mis tenis recorriendo la banqueta... tal cual como cuando caminaba de niña, me gusta jugar a saltarme las líneas del cemento; y ese olor a ciudad, el ruido de los autos y el aire que golpea mi cara me llevan también a acordarme de esas caminatas matutinas con mi papá. Tenía alrededor de 5 años, él me llevaba a la escuela caminando, y era un recorrido bastante largo (así lo recuerdo yo), vivíamos cerca del panteón Yáñez (el panteón municipal de mi ciudad) y lo atravesábamos por completo para llegar a mi escuela, sin embargo nunca lo vi como pesar, me gustaba ir agarrada de su mano, a veces platicábamos, a veces no, a veces le soltaba la mano porque me incomodaba, a veces iba tan dormida que me tenía que aferrar a su mano por seguridad. Pero eran caminatas de verdad agradables. Recuerdo que comenzamos a caminar desde aquel día, en que de repente, mientras íbamos rumbo a la escuela arriba de su auto, comenzó a oler a quemado, y en mi inocencia le dije: papá, huele a carne asada. Me volteó a ver con preocupación y me dijo: si, bajémonos del carro. Y pues nada, el carro se quemó (o algo así). Y desde entonces, a caminar a la escuela. Supongo que cuando uno es niño, esas cosas no nos dan flojera, al contrario, son aventuras. Para mi papá debió ser frustrante tener que llevarme caminando todos los días, y tener que levantarnos más temprano de lo normal para alcanzar a llegar a tiempo. Siempre llegábamos a tiempo. Mi papá me dejaba en la puerta, me daba un beso y no se iba hasta que me veía entrar al salón.
Un día, el único día que él no se quedó en la puerta esperando a que yo entrara a mi salón (supongo llevaba prisa), volteé hacia atrás, como siempre, para verlo parado ahí observándome con una sonrisa y diciéndome adiós con su mano, y no estaba. Ya se había ido. Entonces voltee a mi alrededor y vi que no había ningún maestro cerca. Solo niños corriendo y jugando. La maestra no me había visto llegar. Y la sensación de libertad que experimenté en ese momento al no sentirme observada por nadie, me hizo tomar una decisión estúpida. Si, a mis escasos 5 años, cursando preescolar apenas, estaba cometiendo mi primera mala decisión, que me costó bastante cara: de ahí en adelante fui vigilada constantemente, para la maestra pasé de ser una alumna más, a ser la niña que casi la mete en un problema grave (por lo tanto me trataba de mal humor siempre y me culpaba por cualquier cosa que hicieran los demás). Aún recuerdo la cara de decepción de mi papá y el ceño fruncido de mi maestra cuando frente a mi le contaban lo sucedido.



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