domingo, 23 de febrero de 2020

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Febrero de 2020


LA PUERTA DE DAN
Acaso la cosa moldeada dirá
 al que la moldeó: ¿Por qué me hiciste
 de esta manera. ROMANOS 9:20

            Reventaba de calor el día. Apenas unas horas habían pasado del nuevo año y ya se había establecido todo el ajetreo cotidiano después de las fiestas. Calor, compras, saludos, visitas. Ezequiel y su desagradable recuerdo de todo aquello mientras viajaba en el bus de regreso a su casa desde su trabajo. Vació, física y moralmente. Celebraciones sin sentido. Tradiciones, rituales, costumbres machacando a través de los siglos, imprimiéndose en la conciencia. Y una nostalgia flotando en el espíritu cada Pascua entre los niños gritando alborozados y las mujeres que dan encontrones de felicidad mientras el permanece distante rumiando algo indescifrable. Una mezcolanza. Frustración, descariño, soledad interior, vacuidad... Pitazos, sirenas, cohetes y luces elevándose al cielo cada nuevo año y llevándose un pedazo de él. Allá esa luz más grande, en colores que se deshicieron en partículas al ascender hacia el infinito, iban también moléculas y átomos de su propia existencia. De alguna confusa manera sintió que su integridad mermaba. Cansancio y desaliento de volver a recomenzar otros trescientos sesenta y cinco días la misma opaca y fatigante existencia...Trabajo-comida-casa-familia-sueldo. Divididos en etapas de treinta días de labor y uno de pago...¡Oh! Falta el remanso, el oasis para encontrarse con uno mismo, mirarse dentro y reencontrar las sensaciones que alguna vez brindaron felicidad... ¿Por qué este tiempo que transcurre ahora es el tiempo del destiempo? ¿Del no encontrarse?...Del pasar saltando de una piedra a otra sin mirar lo que queda al medio...Una maciza mujer sentada a su lado en el viaje. Bolso de compras, cartera, dos paquetes, dos revistas, ojos con rimel y un ingrato olor a sudor. A pesar de la colonia y el desodorante  y el aparente aseo. Quizá sólo aparente. Mucha pintura, poco jabón.
            Él decide bajar antes. Varias cuadras antes. En una pequeña, sombreada y tranquila plaza, en otro barrio, a descansar.  Sobre todo antes de morir aplastado, apretujado, sancochado y asfixiado en el bus. El tiempo del destiempo...En vez de caminar rápido hasta su hogar, que estaría esperándolo con los mismos problemas, él devenía al revés, hacia un solitario espacio verde, hastiado, incomodado sin saber por qué.
            Aislado en un semisueño, un anciano cabeceando cerca del árbol más grande. En la esquina, una mujer y un niño sentados comiendo tranquilamente unas frutas. Allá un joven obrero absorto con la radio portátil, perdido en algún programa de fútbol. Seres y más seres. Todos diferentes. Distintos, pero iguales. Por alguna razón en su vida se habían detenido aquí, sólo un instante para seguir el camino hacia su corriente normal, rutinaria y desconocida. Pronto continuaría hacia su calle, su casa, familia, mesa, cama, sueño. Por un minuto tal vez, las vidas estaban suspendidas en esa pequeña plaza a pocos metros de otras calles llenas de ajetreo y ruidos, separadas por un poco de follaje de la masa laboriosa que cada día se remece desde sus cimientos y que está enlazada por una razón geográfica.
            Ezequiel con su fastidio, cansancio y deterioro psíquico sentado sin arrestos de heroísmo. Heroísmo para afrontar ninguna batalla grande y noble. No había ni siquiera enemigos. Sólo la llave introduciéndose y casi no queriendo entrar. ¡Ah¡ Al fin llegas. Acaba de irse el maestro que arreglará las cañerías. Necesita los materiales para mañana a primera hora. Y, ¿No te dije que pasaras a buscar la ropa a la lavandería? ¿Por qué tienes que olvidar las cosas que se te encargan? ¡No me gigas que nuevamente te duele la cabeza!... ¿Y no me ves los pies hinchados de tanto trajinar? Y su madre con la horrible bata de casa desteñida y el pelo de un color indefinible y los viejos y torcidos zapatos. Pero ¿por qué no se ha vestido hoy? No he salido, hijo, todo el día detrás de los niños mientras tu mujer fue a lo de García. Y ven a comer inmediatamente porque no se va a estar calentando la comida a cada rato. Y Martina, cada día está más flaca y huesuda como si cada hijo fuese creciendo y esponjando gracias a su piel, sus brazos, sus dientes y su pelo. Ezequiel, y necesita ropa. Y también arreglarse los dientes. Y se matriculó en un curso para secretaria, aprovechando las vacaciones. Un curso rápido, por supuesto. Un cursillo. Y los menores, los dos estarán haciendo barrabasadas que les serán enumeradas en sus cansados oídos. ¡Ah, no! A esta hora estarás petrificados viendo televisión y al abrir la puerta no se les producirá ninguna reacción emocional y sólo dirán: ¡Cállate papá! ¡Esta es la misma que trabajó en la película de anoche! Y en silencio deberá ir al dormitorio, sacarse la chaqueta y el baño a lavarse las manos en una aprisionante incomunicabilidad.
            El anciano que cabeceaba al último sol comenzó a despabilarse. A erguirse lentamente. Ezequiel distraído, admirándose de no haber detallado nunca cuánto movimiento tiene que hacer un individuo para echar a andar su propia máquina. Solamente así, como en cámara lenta, se puede observar. El pobre viejo tenía que retrotraer primero a su propia mente al cuerpo. Recolocar su vacía, errante mirada sobre los objetos, arbustos, la calle, el cartel de la esquina, el farol, el almacén. Retomar el significado contencioso de cada cosa. Aspirar el olor diferente cada atardecer. Clasificar rápidamente los ruidos conocidos. La ambulancia, la frenada de un delirante conductor, conversaciones de paseantes. Trabajos de construcción, la aspereza de la piedra y el cemento. Pisadas por la acera del frente. Acá, el radiotransmisor:  ¡
Cuarenta y cinco minutos del primer tiempo! Equipo impreciso apretado por la marcada marcación. Abandona la cancha el número ocho. Veremos quien lo reemplaza...El anciano se levanta desgarbado, evidentemente sin tener un derrotero fijo. El sucio paquete con diarios viejos. Todo viejo. El vestuario, la piel, el ánimo, los zapatos... ¡Oh, los zapatos! La suela abierta mostrando unos horribles largos dedos con negras y aún más largas uñas. Caminaba lentamente como sólo saben hacerlo los viejos. Algo como lástima imploraba ese andar. Cuántas durezas tendrían esos pies y quizás cuándo podría cortarse las uñas. Y los agujereados zapatos que le habrían caído de limosna por ahí y que no tendrían por qué ser necesariamente de su número. Quizás no era viejo, pero sí dolían los pies. Bastaba y sobraba para caer derrumbado en cualquier parte con cara de moribundo. ¿Cuánto cansancio, deterioro, años y estado de ánimo refleja su andar? Los pies que soportan toda la armazón, el esqueleto, el peso de un hombre toda su vida... El viejo posiblemente consideró que había avanzado bastante en su caminar y se volvió a sentar, más cerca esta vez. Ezequiel vislumbró como inevitable que le pediría una limosna, pero no lo hizo y comenzó a hurgar su destartalado paquete quizás buscando pan. Tal vez afeitado, bañado y trajeado, parecería un hombre, y no un derrotado vagabundo.
            La mujer con el niño emprendían el regreso a casa. El joven radioyente escuchaba esta vez, gozoso, una música estridente. Viviría solo en una pensión donde seguramente se prohíbe hacer ruido. Y este viejo probablemente no tiene tan siquiera donde echar sus secos huesos. Menos aún frescas y limpias sábanas... ¡Oh, la cama! Desprestigiada pero insustituible. Compendio y suma de reposo, abrigo, tranquilidad, sueño, silencio...Enlazada al ritmo de su propia vida. Nacimiento y muerte. Placer o agonía... Y un desposeído, un errante de los caminos, sin casa y sin cama. ¿Cómo será un camino sin una casa o una compañía humana? He aquí un desposeído de todo lo bueno creado por el hombre. Pero tenía para él, para él solo, un montón de tiempo para emplearlo como le diera la gana. Podía disfrutar de todo el oxígeno del parque. Podía guardar la cantidad de sol que deseara absorber su piel. Podía escoger un diario viejo y solazarse leyendo noticias de hacía diez años sin que nadie lo apurara. Novedades que fueron hechos notables en el momento en que se produjeron, hazañas grandiosas o discursos elocuentes y que formaron un pedacito del peldaño de la historia. Podía volver atrás en el tiempo, sin estar acelerado por contingencias actuales. Podía preocuparse de crear cosas y, por lo mismo, no gemiría como niño pequeño perdido en el fragor, en la barahúnda, el estrépito, el enjambre, el smog, la confusión, opresión de todas las cosas precisamente creadas por el hombre. He aquí que este misérrimo está facultado para hacer algo que no a todos está permitido. Escapar al ruido, chillidos, gritos de chiquillos, usinas, motores, sierras eléctricas. El lujo de apartarlo cuando lo estime conveniente o desechar lo indeseable, dañoso residuo, todo ruido proveniente de la mecanización. Jamás sufrirá neurosensorialmente sin  haber conocido ni en lo más remoto la graduación de los decibeles.
            Si tiene un valor este hombre, es exactamente su limpia neutralidad. Tangencialmente escapado de influencias ideológicas, económicas, sociales, políticas o filosóficas. Sin interés por integrarse a decisiones cruciales. Una vida exenta de ambición para mudarse a otra modalidad de existencia. ¿A qué desafío podía enfrentarse si ya venía de vuelta, bajando por la cuesta de la vida? ¿Con quién habría de reconciliarse si no poseía antagonista? Quizá su riqueza potencial como receptáculo de valores humanos aún estaba intacta, pero marchita. Estaba más cerca del vicio y la miseria, el deterioro y la derrota. En ese estrato no sería contaminado por la locura de las palabras. Anonadantes, con el peso de la truculencia: “Necesidades laterales. Explosión demográfica. Desarrollo a todo nivel. Política expansionista. Protección dirigida, Economía industrializada”. Palabras. Palabras. Sonidos emitidos según el lenguaje, el idioma, la raza... Si por un buen lapso no pudieran ser emitidas y a la vuelta de su periplo se dijeran sólo las suficientes para remecer desde sus cimientos las conciencias aletargadas, se depuraría el pensamiento. Se beberían las palabras como el agua recién nacida en la cordillera. Virgen, límpida, incontaminada. Serían frescas, nuevas, plenas de vibración y significado. No machacadas ni envilecidas, salpicadas de calumnioso barro y pérfida mentira. 
            Este pordiosero con su andariego destino ha desarrollado otras aptitudes necesarias según las rigurosidades por las que le haya tocado pasar, creándose una coraza de adiestramiento contra el hambre, distancia, frío o soledad. Su ambiente no es apto ni seguro, ni confortable. Sin embargo ahí está. Vivo tumbado al sol como un viejo lagarto.
            Ezequiel, mirando desde una nueva perspectiva, desde una esfera transparente, tratando de encontrar el equilibrio en las situaciones en que la balanza cae pesadamente a un lado u otro. Con una inefable sensación de haber dejado discurrir sus conceptos por otros cauces.
            El joven operario, la madre con el niño, el anciano y el mismo son quizá, sin saberlo, integrantes de una hermandad anónima desprovista de una acción determinante en una corriente de sensibilidad, pensamiento, comunicación. Errantes entre el cielo, el aire, los árboles, tal vez fusionados en el instante fugaz para luego dispersarse, por marchar nuevamente a contratiempo. Afrontar una vez más, ahora casi a hurtadillas, el rescate de la lucidez entre los vericuetos de loe pequeños acontecimientos. Algo vivo y misteriosos, difícilmente aprehensible, que en vez de huida, significa un reencuentro...
            Ezequiel retoma el conocido camino a casa, esta vez con aliviada carga. Con la comprensión más clara de que todas las puertas caerán... Pero que la de él será la última...

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