sábado, 20 de febrero de 2021

Norberto Ramazotti-argentina/Febrero de 2021


 

                                                           Que vieja y cansada imagen me devuelve el espejo

                                                             ¡Ah! ¡Si pudieras verme!...”

                                                                   ¿Julio Sosa?

                                                         

                                 

 

                          La más mía, la lejana

             - Abuelo, ¿alguna vez estuviste muy enamorado?

             -¿Y esto a que viene? ¡Ja, ja, ja!  Vení, tomemos un café juntos y te cuento una historia muuy vieja. Noo, no te asustes. Te lo digo en pocas palabras:

             

             “En aquellos, sus últimos días, el otoño extremaba su rigor. Mucho frío, el cielo gris plomizo, la vereda brillosa, resbaladiza, tapizada de hojas caídas de los árboles de la zona, una pertinaz llovizna, todo obligaba a la gente a permanecer en sus casas, alejándola de las calles, y mucho más , aún, de visitar a sus muertos en el cementerio de Olivos.

             Poca gente había llegado a sus puertas ese domingo y ya nadie caminaba por sus pasillos a esas horas finales de la tarde. En el puesto de flores, mis viejos y yo comenzábamos a empaquetarlas, munidos de guantes, gorros y camperas sobre los delantales, para apresurar el cierre de un día por demás pobre, cuando una muchacha, hasta recién la única pasajera que descendiera del colectivo diecinueve en Pelliza y Warnes, vestida con un sombrerito mojado y descolorido, cubriendo su cabello empapado y el rostro serio y tristón; un tapado marrón pasado de moda y sosteniendo en las ateridas manos un gastado monedero, se acercó apresurada, acicateada tal vez por la llovizna, el frío o, lo más seguro, por la hora de cierre de la necrópolis.

              Preguntó por una docena de claveles. Blancos, quizá, para bajar costos. Pero al fin, decidió comprar una sola flor, ya que su exiguo presupuesto no daba para más. Y ciertamente era así: lo descubrí cuando, al abrir el baqueteado monedero, contó casi hasta las últimas monedas que allí encontró, para pagar la flor que le entregué, envuelta en un excesivo trozo de papel blanco con el que quise, tal vez, envolver el desamparo de esa flor, exiguo presente para quién sabe que dolor hubiera allí enterrado. Se fue caminando despacio, entonces, la flor entre sus manos, bajo la llovizna, y yo continué tratando de bajar la persiana al día gris.       

                    Poco después, justo cuando ya nadie quedaba en la entrada al cementerio, ya que el nuestroera el último puesto en cerrar, veo su silueta caminando en el pórtico, bajando las escalinatas a la calle. Giré la cabeza para despedirme de los viejos y, al encaminarme hacia la parada del colectivo, ya no encuentro su figura caminando por la vereda, y me parece ver un bulto, algo, tirado contra la pared.

                    -¿Qué le pasó, está bien?, le pregunté al acercarme apresurado  para levantarla.

                    -S-si, más o menos. Creo que me marié , contestó, aún aturdida.

                    -¿Puede caminar?-fue mi pregunta obligada al ver que le costaba ponerse en pie.

                    La blancura trasparente de su piel, la ropa mojada, el frío, me decidíeron a ofrecerle tomar algo caliente, y nos cruzamos al barcito de O’Higgins y Pelliza. Allí, sentados en una mesita pegada a la cocina para obtener un poco más de calor, mientras tomaba un tazón de café con leche y comía con verdadero apetito cuatro medialunas, me contó que esa tarde visitó la tumba de su mamá, fallecida dos años atrás; que su papá había fallecido varios años antes; que vivía en una pensión; que esa semana la habían despedido de su trabajo…y que estaba embarazada y que su pareja la había abandonado al enterarse. Luego de decir todo esto, se echó a llorar.

                        Traté de tranquilizarla, pero era imposible. Dejé que sacara hasta la última lágrima y, cuando luego de unos cómicos hipos pudo calmarse, decidí acompañarla hasta su casa, una pensión barata en la calle Conde, en Colegiales.

                        -Chau, gracias.-dijo al llegar a la entrada, decidida ya a subir los dos escalones, abrir la puerta cancel y desaparecer de mi vida. Me partió el alma verla entrar así, tan sola y desvalida.

                        -Esperá, no me dijiste tu nombre, alcancé a decir, como para retenerla un segundo más a mi lado.

                         -María-dijo, casi en un susurro.

                         Escuchame. Anotá mi número y llamame mañana, que voy a hablar con algunos puesteros a ver si te consigo un trabajo, ¿te parece? .

                               Y así fue. Le conseguí un trabajo en un puesto cercano y empezamos a vernos  todos los días. Mejor dicho, empecé a mirarla todos los días. De esa manera, en la rutina del trabajo y la tranquilidad de la estabilidad económica, vi que su rostro poco a poco dejó la mueca triste y seria para tornarse sonriente y dulce. Como explicarte, ¿viste esas plantas que se ponen mustias por falta de agua y que reviven cuando volves a regarlas? Y la pancita, también poco a poco, le fue creciendo. Algunas veces la invité a una pizza.  O a un café. Los días de mucho frío y lluvia, no siempre, de vez en cuando, la llevé hasta su pensión en la chata de mi papá, tu bisabuelo. Y comencé a sentir un cosquilleo especial cada vez que le hablaba, que trataba de hacerla reír para ver los lindos hoyuelos que se marcaban en sus mejillas. Pero ella siempre se mantuvo lejana. Agradecida, si, pero lejana. Hasta que una tarde, cuando ya se acababa la jornada, un muchacho se detuvo frente a su puesto de flores. Pude entender, a lo lejos, algunas de las cosas que hablaban: que la había buscado, que tenía otro trabajo, que aun la amaba… Comprendí que ese muchacho era la pareja que la había abandonado, que volvía a su vida, y me lo confirmó el profundo abrazo que se dieron, allí mismo, frente al puesto. En ese instante comprendí que me había enamorado, profundamente, pero que nunca sería para mí.

                            Me llevó tiempo olvidarla. Mucho tiempo. De hecho, yo soy el padrino de Oscarcito, su hijo. Y María y Roberto, el marido, fueron padrinos de mi boda con Cecilia, tu abuela. Pero ella es en mi vida un recuerdo indeleble.

                          

                           -¡Linda historia, abuelo!.Te la tenías guardada, ¿eh?

                            -¡Ja, ja, ja! Noo, tu abuela siempre supo de esto. Pero… ¿entendés ahora porque no me volví a casar cuando ella falleció? María fue mi gran amor y Cecilia, todo en mi vida. ¿Para qué más? Bueno… ahora decime. A vos… ¿qué te anda pasando?

 

                                           Norberto Ramazotti

 

 

 

 

 

                                         

                                           Amurado

              

                  El yeite empezó de chiripa, como arrancan los balurdos más postas. Fue una tarde en que la lluvia tenía el berretín de sacarle brillo al asfalto nuevito de la avenida Belgrano, a la salida del laburo. Entre el apuro por rajar del yugo, el ofri de un julio recontra fulero y la lluvia, cabrero con todos y hasta conmigo mismo al contar la poca mosca que llevaba en la de cuero, levanté las solapas de mi perramus, agache el marote mientras abría el paraguas y, ni bien apoyé una gamba en la vereda, bajo las luces de neón que centellaban ortibando :”Ponga sus cuentas al día. Estudio Contable San José le da una mano”, me topé con su pequeña figura empapada. Julia.

             -¡Cuidado! ¡Bestia como todos!- batió ella, tropezando por mi chambonada, mientras manoteaba al aire queriendo cachar los paquetes que, piantándose del apretado abrazo en que los llevaba, se estrolaban uno a uno contra el piso.

             -¡Mire! ¡Mire el desastre que me hizo!- gritaba cabrera vichando los paquetes rotos de harina, fideos, azúcar y la docena de huevos que chorreaba clara y yema sobre la vereda inundada ya por la lluvia.

              -Perdoname, piba- dije apichonado- y dejame garparte todo lo que te hice hacer pelota- En cuanto chamuyé esto, me puse a carburar la sesera de los mangos que debería largar y a calcular si mi bolsillo se bancaría la cosa. Posta que no.

               -¡Olvídese!¡No quiero ni un peso de semejante zanguango!- chilló, cabrera. Y acomodándose los espeyetis de grueso marco grone, continuó su camino sin siquiera junar pa´ atrás, al estropicio que de chambón le había hecho en sus paquetes.

               Yo, manyándome un perfecto boncha, la campanié gambetear charcos, mastiqué un -¡Ta carajo!- entre dientes, como pa´ borrar de mi mente su recuerdo, y me las tomé, apurando meterme bajo el paraguas pa´ zafar de la garua cargosa, mientras su imagen melancólica y cabrera, se alejaba, peleando contra el paraguas que el viento le había doblado y que terminó amurado al cordón.

                Todo finaba ahí, de no ser por la casualidad, encaprichada en rejuntar pegadas y macanas de los giles como yo. Dos o tres días después, también a la salida del laburo pero sin lluvia, comprando fasos en el quiosquito de la esquina de Belgrano y Pichincha, alguien dobla apurado y… ¡Zas!, me lleva puesto, tirándome los fasos, el encendedor y las chirolas del vuelto.

                -¡Discúlpeme, por favor!-me bate y se agacha a levantarlas.

                -No te preoc….¡Vos! Pero… dejame a mi … por favor-dije al junar a Julia.

                ¡Uf, no! Otra vez… ¡Mire, no crea que esto es por revancha!¿Eh? Lo… que pasa es que… una vive siempre tan apurada…-dijo tartamudeando mientras relojiaba, a un lado y a otro con sus faroles simples, temerosos, inquietos y chicatos, sus labios apenas pintados y el pelo negro y lacio atado atrás con un moño chiquito. Acomodó las chirolas que había levantado del piso y las dejó en el mostrador, como si no quisiera tocar mis manos.

               -Claro que no, piba… eh... -aquí hice un silencio para ver si le afanaba el nombre, pero no picó- De ninguna manera creo eso de vos. Y permitime, como te jedi la otra cheno, reponerte las cosas que sonaron por mi macana-

                -Ya le dije que no. Gracias- Y se piantó sin siquiera despedirse. Ya cachaba su ruta por Belgrano cuando, sin haberse enganchado con nada, cae al suelo la cartera que traía colgada al hombro.

                -¡No, no puede ser!- dijo angustiada y con el ceño fruncido mientras yo, todo un capo, se la alcanzaba desde el sopi.

                -¿Ves? El destino quiere que pasemos, aunque sea un ratito juntos. Vení, vamos al barcito de la otra cuadra, permitime que te invite con un feca. ¡O lo que más te guste!- dije “canchero” porque había vento ahora en la de cuero, gracias al salvador sobre mensual, que me daba resto pa´ bancar la dolorosa.

              Así comenzó esta historia, curdela de casualidades.

              Después, vinieron dos o tres citas, aceptadas no sin poco esquivarle el bulto de su parte, a tomar feca en un bar sobre la avenida Belgrano; reuniones cortas, pero postas, al menos para mí, en las que descubrí que yugaba a dos cuadras de mi laburo; que era un toco seriecita; que tenía una mirada triste que me partía el cuore; que era imposible achacarle una sonrisa de su boca. Y también descubrí que, a pesar de haber llegado de una provincia del norte hacía más de dos años, no tenía aquí gomias ni conocidos. También manyé que me estaba metejoneando, y fulero.

             A principios de septiembre, invitado al cumple de un gomia, pasé por su laburo pa´ ofrecerle acompañarme. Como siempre, se resistió ortivando no sé qué estofado, un grupo, claro; pero al fin cachó viaje, quizá por falta de un fato mejor para esa cheno fetén de viernes. Y allí piantamos, a una pizzería en Defensa y Carlos Calvo, donde, entre la barra de amigos y amigas de mi laburo pasamos un rato piola. Ella, seria y como en la loma de los quinotos, morfando poquito y chupando gaseosa. Yo, riendo con mis amigos, lastrando y mirándola; disfrutando tenerla cerca, aunque la sintiera tan lejos.

           En un momento, me sorprende verla relojiando nerviosa hacia una de las ventanas del boliche a través de la que balconiaba pasar a un cuervo, con su negra sotana, alzacuello y una grosa cadena sosteniendo la cruz con el flaco finando. Se removió en la silla, inquieta, y me marcó el raje.

              -Perdón, Cholo, pero me tengo que ir-

              -¿Ahora?-pregunté con el de la zurda hecho pelota. Eran apenas las nueve y media, recién liquidábamos la primera zapi y no habíamos cantado aún el japiverdi..

            .¿Te sentís mal?, le batí. Me chamuyó que no, que la apenaba pero que debía piantarse, y con el balurdo de despedirme (insistí en acompañarla a su casa), el yeite paso de largo.

           La juné como…ida. -¡Guarda!, le dije, y la caché de un brazo pa´ que no cruzara, justo cuando un bondi, que recién dejaba un punto, retomaba la avenida. Su cuerpo, a mi lado, olía a jabón, a pureza. Yo estaba muy…nervioso.

           Llegamos a la puerta de su pensión, casi sin chamuyar.

           -Gracias por acompañarme- batió con voz finita y sin levantar la vista.

           Reconozco que, por ahí, la birra me había pegado; a lo mejor los dos meses de mirarla, de sentirla y desearla, explotaron. No sé qué pasó, pero no pude contenerme: tome su caripela entre mis manos y ahí nomás le chanté un sobe.

            -¡Plaf!-sonó el bife que me fajó. Quedé abombao. Pero más me abatató fichar que se tapaba la jeta con las manos y rompía a llorar. Su cuerpo se achuchaba lo mismo que una hoja.

           Quise abrazarla y, aunque al principio se retobó, luego se fue serenando entre mis brazos. Al dejar de llorar, se secó las lágrimas, sonó sus mocos con mi pañuelo, levantó la zabeca y batió:

          -Hace unos años tomé los hábitos. Soy monja. Un día, me di cuenta que tenía dudas acerca de mi decisión. Así que… pedí salir a probar si mi vocación era firme. Perdóneme, Cholo. Usted es un buen hombre. Pero voy a volver al convento.-.y sin decir otra parola, se dio la vuelta y piró de mi vista y de mi vida.

            Hubo una escasany historia entre nosotros, que apenas alcanzo a dos meses. Sin embargo, fueron suficientes para pegarme un metejón de aquellos. Y aunque no se llamara María ni Margarita ni Gricel, al piantarse, me dejó un buraco en el pecho digno de aquellas minas.

                                                           Norberto Ramazotti

                                                             Rubén Fiorentino

           

            

       

 

 

                            El Entrevero

A Leopoldo

A Jorge Luis

 

Puede que suene fantasioso, pero en este barrio estamos acostumbrados a ver paseando por Montes de Oca, algunas perfumadas noches de primavera, a don Ángel Villoldo, sombrero negro, polainas y bigotón, silbando El Choclo. O a la hermosísima Felicitas Guerrero luciendo su belleza etérea desde la placita Colombia. Sin contar que la luna trae consigo el lejano murmullo de un organito, aquél que muele tangos frente a la puerta de la vecina muerta, mientras dos muchachones de funyi, lengue y alpargatas, bailan a su embrujo, levantando virutas del patio de ladrillos del conventillo y el caracterizado vecino José Ángel Lomio, más conocido como Ángel Vargas, sigue preguntando dónde estarán sus queridos amigos de entonces.

Por esto, no es de extrañar que cuando Melpómene, la trágica, decidiera enfrentar dos Campeones Criollos para hallar al más filoso bailarín de la danza del cuchillo, ergo, el más ducho asesino de estas pampas, dispusiera hacerlo bajo el cielo de Barracas.

Esta noche tormentosa, el aire se llena de chisporroteos, tal como si algo se quisiera manifestar. Y no se asombran, entonces, los adoquines, las veredas y los frentes de las casas del Pasaje Lanín, decorado por el artista  Marino Santa María, cuando nueve hermosas mujeres los sacan del ensueño con su discurrir hermético. Las musas griegas, de frondosas cabelleras y cuerpos lujuriosos, cubiertos por vaporosas túnicas, llenan el aire con sus risas, cantos, versos, la música de sus liras y la armonía sensual de sus bailes. Ya preparan el escenario de la tragedia.

           Contra el paredón del ferrocarril, alumbrado a regañadientes por una bombita que mece el viento, perfumado de glicinas y adornado por una miríada de hojas traídas por la tormenta, el drama comienza a desovillarse, para beneplácito de una exigente y fantasmagórica platea, colgada sobre las vías del ferrocarril Roca..

          Pichuco, Juárez, Astor, se agitan junto a Azucena, Tita, Rivero, el Polaco, Fiore, el Tata Floreal y otros cuyos corazones laten en dos por cuatro.

           De fondo, como traídas por la sal del recuerdo, se dejan oír las guitarras de Aguilar y Barbieri acompañando la voz del Zorzal:

           “Recibí tu última carta

            en la cual tú me decías

            Te aconsejo que me olvides

             Todo ha muerto entre los dos….”

 

Mientras acomoda los astros en el cielo para que se alineen favorablemente a esta gesta, Urania se deleita con la dulzura de esa voz, a la que  se une la de Calíope, diciendo los versos que, tal vez, la mismísima Erató sopló a oídos de Jorge Curi, justo para este evento.

Euterpe acompaña con su flauta la música de Pedro Maffia, en tanto que Clío garantiza con su presencia que el evento quedará en la historia. Entonces, mientras, Polimnia se preocupa porque Talía no arruine la sagrada dignidad del suceso con alguno de sus pasos de comedia y Terpsícore danza alrededor, falda y cabellera al viento, prendida, rendida, en brazos del Cachafaz, se levanta el telón.

 Por una parte, rostro oscuro, figura enjuta, vestido de negro, el funyi sobre los ojos, Jacinto Chiclana. Lo acompaña Rosendo Juárez, el Pegador; aunque a disgusto, porque, según parece, Chiclana le ha quitado a su mujer, la Lujanera.

Por la otra parte, cabalgando sobriamente en un cajón de soda, el Taita Flores curiosea de arriba abajo a su oponente. Lo acompaña en esta ocasión, el Ítalo malevo, Di Pasquo, mezcla entre Gabino Ezeiza y La Traviata.

 Ante tanta adrenalina exudada por estos héroes, pasa desapercibido el continuo crepitar que acompaña la acción. 

 

Repartidas ahora en dos bandos, las musas empúan a sus campeones:

-¡Dale, decile que, al fin de cuentas, no quedó claro si el cuchillo lo clavó él o fue la mujer!, azuzan unas a su contendiente, el Taita Flores.

-¡ Vos echale en cara que se llena la boca por correr con la vaina a un tirifilo vestido con un saquito de cagar parado!, las otras hacen lo mismo con el suyo.

Ya están los ánimos caldeados. Ya se miran con odio los dos guapos, dispuestos a poner en juego sus vidas. Ya las manos toman los cuchillos cuando, de pronto, de un nuevo y vibrante chispear, surge la figura hierática del Pesado Rivera.

-¡Hay que joderse! dice sumamente ofuscado, parándose entre ambos bandos. -¡Guapos de pacotilla! ¡Peliándose por las pavadas que dice el hembraje!

 Sin hesitar, con la tranquilidad de un hombre jugado, mirando a los ojos a los dos contendientes y también a sus adláteres, cruza el Pesado una pierna sobre la otra y, blandiendo en una mano la alpargata que se ha quitado, descarga sobre los cuatro contendientes arrabaleros, sendos y sonoros alpargatazos.

-¡Pastenacas!, exclama sumamente ofendido.

-¡Camine a cucha, Balín! Sacude una pierna tratando de correr al cachorro que se ha prendido de sus botamangas y desaparece en un nuevo y postrer destellar, seguido por Talía, a la que una complacida sonrisa ha encendido el rostro.

 

                                              Norberto Ramazotti

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