lunes, 24 de mayo de 2021

Flavio Crescenzi/Mayo de 2021


 

Mi perro contempla su reflejo en el vidrio del ventanal que da al balcón. Sabe que es él, pues nunca se dejó engañar por las imágenes (en eso, digamos, también nos parecemos). Supongo que, si se pasa horas en esa postura de esfinge, es porque está meditando a su manera. Seguramente pasan por su mente praderas aún no conquistadas; árboles cuya frondosidad es solo comparable a la fuerza de micción que tienen ciertos animales de prestigio; alguna comida suculenta; quizá mi mano, cuando se suaviza hasta el punto de confundirse con su pelo. Pero no, no es eso. Es la transustanciación de la jornada que ahora nace pasada por el tamiz de sus sentidos

Sí, contempla el perro su reflejo, y su mirada me va contando el día, la claridad vaga del afuera, el esfuerzo que hacen los que salen de sus casas con miedo a contagiarse de otras pestes, el clamor incalculable de los autos y camiones. Mi perro habita voluntariamente la mañana, y su sabia vigilancia coloniza el tiempo virgen, recobra el mundo, ya ciudad, para que yo lo escriba sin demora.

Los ruidos se congregan, comunican su fortuna bajo un gran cielo amanecido y un alto viento de banderas. Mi perro escucha el fluir raudo de las calles en clara dispersión, lo que me recuerda a un pasaje de Miguel Ángel Asturias («A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar»). En todos los recovecos del silencio hay ya un augurio de mundo circundante y transitado.

El cielo, imponente de nubes, presagia tempestades de azúcar y algodón. De a ratos, el sol se vierte en las veredas, sembrando un amanecer en cada losa. El día se extiende como un animal que recién se está desperezando, desborda las calles, viaja en abultados colectivos, se exalta en las bocinas, entre la luz y la sombra, de cara a un soplo húmedo.

La vida tiene un despertar dorado y tenue, con luz trémula en los balcones y en los charcos de las rutas. Pueden verse algunas hojas secas decorar los pasos del gentío, como vestigios de un cataclismo lento y taciturno. De pronto, el sol lo alumbra todo, lo llena todo, dejando sin ropajes la mañana.

Arriba, la pausada migración del cielo. Nubes y viento. Y, en el horizonte, vagamente matizado, tras las últimas terrazas, mi perro percibe todavía un suelo puro, inhabitado, intacto. Creo que ahí es donde quiere que lo lleve.

 

Tomado del Grupo Literarte de Facebook

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