lunes, 21 de octubre de 2024

Nilda Bernárdez-Argentina/Octubre 2024


 

La marca en la frente

 

  Dolores dejó la aguja y se llevó la mano a la frente, miró a la calle a través de la ventana y se dio cuenta de que el sol ya se había escondido y la menguada luz le estaba dificultando su trabajo de bordado sobre la inmensa tela de hilo crudo. No faltaba mucho para terminar ese mantel que había comenzado ni se acordaba cuando y que le permitía aplicar todos los puntos que llevaba aprendidos. Tener el trabajo terminado la enfrentaría a la dificultad de iniciar uno nuevo que le sirviera de excusa para ocupar sus tardes, por eso no sabía si realmente deseaba terminarlo.

  Mientras plegaba la tela y guardaba los hilos, pensó en la infinita repetición de esos mismos movimientos a través de tantos atardeceres, tantas semanas ¡tantos años!

Sí, pronto iban a ser ocho años de aquel accidente que dividiría su vida en dos, como esa cicatriz que había dividido su frente en dos, como si hubiera recibido un feroz hachazo.

  Había cumplido diecinueve años y salieron a festejarlo con varios compañeros de la facultad.

  Ignacio, el dueño del automóvil, había bebido demasiado y ella se ofreció a manejar, no era demasiado experta pero era la única que no había ingerido alcohol.

  Ella les pedía que no le obstruyeran la visibilidad, que terminaran con esos estúpidos juegos de manos, pero todo fue inútil. Calculó mal la curva y frenar no era la maniobra indicada. Hubiera preferido correr la misma suerte que los otro cuatro.

  La culpa y la horrible cicatriz sobre la frente, la sumieron en el luto y el pequeño departamento de la calle Baradero, se convirtió en una verdadera tumba.

Un par de intervenciones de cirugía plástica, necesitaba varias, tampoco ayudaron porque sus tejidos respondían con rojos cordones que parecían peor que la propia cicatriz. Lo tomó como una condena, se deshizo de todos los espejos.

Va a llevar tiempo pero eso irá desapareciendo, existen técnicas más modernas, tenés que terminar la serie de operaciones, así le hablaba Marcela, su hermana mayor pero se cansó de insistir y cuando finalmente se fue a vivir al sur, Dolores ya no tenía quien con amorosos reclamos la alentara a salir de la oscuridad, a perdonarse, a vivir, a liberarse de esa espantosa peluca y los anteojos oscuros tras los que se refugiaba cada vez que no podía eludir una salida.

  El timbre de la puerta la sobresaltó. Sería seguramente el pedido de la rotisería, pocas veces se daba ese lujo, pero en ese momento no tenía ganas de cocinar. La comida era buena pero no soportaba al chico entrometido que se lo pasaba fisgoneando para adentro y siempre se quejaba de la propina. Los golpecitos en la puerta indicaban que su pedido había llegado.

  Perdone la demora, estoy sin empleado, dijo un gigante de ojos azules que le tendía el paquete con la vianda, sin dejar de sonreír y de mirarla mientras recibía el pago.

No por favor, propina no, ya es suficiente recompensa poder haberle sido útil.

El tono era amable, sonaba a galantería ¿se estaría burlando? No parecía ser tipo de segundas intenciones.

  ¡Oh Dios!¡se había olvidado de ponerse la peluca! ¿cómo es que él no se había horrorizado ni preguntado siquiera ¿qué le pasó ahí? ¿sería compasión?

Buscó en el armario una bandeja de metal bruñido como para usar de espejo. Se armó de valor, ensayó el mejor ángulo para reflejarse. Un hilo satinado, trabajosamente se descubría sobre la frente y el cabello castaño había ganado terreno sobre la franja que una vez se había trazado casi hasta la coronilla.

 

  Dolores mira por la ventana y se da cuenta de que el sol se ha escondido y la poca luz le está dificultando terminar de escribir una carta para su hermana Marcela donde le cuenta que está en Mar del Plata, con Santiago, el dueño de la rotisería, que se ha comprado una bikini verde y ha nadado en el mar.

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