lunes, 24 de septiembre de 2012

Beatriz Minichillo-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2012


Las bastoneras


¿Usted qué número tiene? me preguntó agresivamente. Sin hablar se lo mostré. Estábamos en un banco a la espera de ser llamados para diversos trámites. Su mirada era dura. “A mí no me van a pasar” dijo, dirigiéndose a algún interlocutor que quisiera oírla. Parecía una viejecita dulce pero su tono de voz lo desmentía. Miré a ambos lados de mi ubicación y me encontré rodeada por dos ancianas, cada una de ellas ostentando un bastón que enarbolaban de manera intimidante. Es más, por el pasillo que quedaba libre entre los asientos y los lugares de atención, avanzaban otras, todas blandiendo sus respectivos bastones que golpeaban vigorosamente contra el piso .
A simple vista parecían inofensivas pero su poder estaba radicado en ese adminículo que sus manos sostenían como quien sostiene un arma. Un principio de pavor se apoderó de mí, sentada allí como un reo que aguarda su sentencia. ¿Serán una secta? me pregunté, porque no podían haberse concentrado todas en el mismo lugar en ese momento determinado. Algunas disimulaban sus achaques pero no la mirada dura, seca, la seguridad de saberse con un elemento poderoso en sus manos. Había escasos hombres y ninguno portaba bastón. Solo ellas, que se hablaban entre sí pergeñando vaya a saberse qué confabulación. Y lo más curioso: no estaban acompañadas por hijos o nietos solícitos. No, estaban solas, omnipotentes, dispuestas a lo que fuese necesario. ¿Una conspiración de jubilados, me pregunté? Y me hice chiquita en medio de la multitud.
Criticaban al personal femenino de la institución bancaria, simplemente porque se extendían en alguna consulta con personas que eran de la misma edad que ellas. Aunque en el fondo, tomando distancia de ambas posiciones, creo que era simplemente porque las empleadas eran jóvenes, tersas, caminaban rápido y daban respuestas precisas. Pero las ancianas iban por más, no querían oír las preguntas ajenas, solo estaban atentas, como cuervos ante la presa, al rosado número que tenían en sus manos. De vez en cuando se acercaban a alguna empleada y con un gesto dulce- pero artificial- la saludaban pero no por afecto sino como aquel que dice “aquí estoy yo , por favor no olvidarse que estoy yo.”
Sólo las delataba un leve temblor en el bastón, una leve sacudida, como quien carga y revisa el arma antes de utilizarla. Y se miraban entre ellas,astutamente, con una falsa ingenuidad. Sus ojos eran a veces llameantes, taladraban las otras miradas, como queriendo atravesarlas. Y no hablaban, solo estaban en posición de ataque. Estoy segura que ante el llamado de una de ellas las otras correrían -bueno, es un decir- caminarían lo más rápido que sus bastones se lo permitieran para iniciar el ataque.
Y allí, en ese instante lo supe. No más delincuentes juveniles o jóvenes, vestidos con remeras y jean o trajes de oficinistas, una nueva generación se estaba gestando: las bastoneras, que sin disparar un solo tiro ni proferir amenaza alguna, en un momento dado empezarían a caminar hacia las cajas, hacia los escritorios blandiendo su armamento de madera y sus ojos mentirosos de viejecitas nobles con sus pasos lentos pero nunca hacia atrás, sus figuras pesadas o livianas pero nunca débiles. Lo supe y empecé a retroceder mientras ellas comenzaban a avanzar como el guerrero que conoce su táctica y está seguro de su éxito.
Y puedo asegurar que no están solas, hay miles de ellas, no solo en los bancos, también en las carnicerías, los almacenes, los supermercados, los consultorios médicos, en la vía pública. Son un ejército anónimo y temible, ellas, las bastoneras, que sin ninguna duda tienen hijas e hijos dóciles y nietos rebeldes que desconocen su submundo. Por eso, si las encuentran, crucen de vereda, vayan a otro lugar, aléjense, porque corren peligro, no ellas, sino ustedes, nosotros todos. La única forma de salvarse es llegar a esa edad y apropiarse de un bastón, en especial esos que se apoyan con fuerte ruido en el piso, pero tengan en cuenta algo muy especial: no cualquiera puede ostentar el derecho a pertenecer a la secta. No, hay ceremonias de iniciación. No se sabe dónde las realizan pero existen. Cuidado con los centros de jubilados, cuidado con esas personitas que parecen endebles y a cuya vera descansa un bastón. Cuidado, no se descuide, mire a sus espaldas, esté atento. Las bastoneras están al acecho y usted, sí, usted puede ser su próxima víctima. Por lo menos se lo advertí.

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