sábado, 23 de agosto de 2014

Margarita Rodriguez-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2014

PASTORA


La estancia había cedido una franja de sus tierras para la prolongación de uno de los ramales del ferrocarril del oeste, a condición de que construyan allí un apeadero. Las vinculaciones del propietario con un encumbrado funcionario le facilitó el pedido. De esa manera cumplía con varios objetivos: mejorar la  comercialización de sus productos, agilizar la compra de materiales y el traslado de personal que venía de los pueblos vecinos, ya que la intransitabilidad de los accesos, limitaba y retrasaba la producción.  La prosperidad del establecimiento como la de los alrededores aumentó notoriamente. El trazado de la línea férrea en esa primera etapa concluía dos pueblos más adelante.
El nombre de la estancia fue puesto en honor de la hija del dueño y pasó a ser de uso frecuente entre vecinos y viajantes. En un cartel de madera puesto al costado de la vía, junto a un pequeño andén podía leerse: “Apeadero  Pastora”.
Cuando la niña creció, solía dar largas cabalgatas y descansar  al amparo del bosque  de robles cercano al paso del tren. Empezó a familiarizarse con los rostros que veía a través de las ventanillas; el movimiento diario del apeadero ya lo conocía, como a muchos de los vecinos que usaban este medio de transporte. Periódicamente veía un rostro desconocido, era un hombre joven que, con seguridad,  viajaba por negocios a alguna de las estaciones próximas. Sus miradas se habían cruzado varias veces.
 Desde entonces, cada vez que el silbato anunciaba la proximidad del tren, Pastora dejaba lo que estaba haciendo, y cabalgaba hasta las vías llena de emoción e incertidumbre. Sentía que ya era parte de su existencia y quería saber todo de él, pero ignoraba cómo acercarse.  Para su sorpresa, cierto día el joven bajó del tren. Creyó encontrar la respuesta al verlo parado en el andén, mientras el último vagón se alejaba. El hombre caminó hacia ella, se presentó: era viajante de comercio y periódicamente visitaba los pueblos del lugar. Ahora que el ferrocarril se había extendido, pudo aumentar  también su cartera de clientes. Le dijo que desde que la vio por primera vez, su imagen lo acompañaba durante la ausencia y que no veía la hora de volver. Que su mirada no le pareció indiferente y por eso descendió, necesitaba conocerla.
Pasaron muchas horas juntos;  él dejó de lado sus ventas por ese día, y tomó el tren de regreso a la capital  a las seis de la tarde. Quedaron en que la próxima vez, ella subiría al tren y lo acompañaría al pueblo.
Así fue la rutina durante algún tiempo, fortuita y clandestina ya que Pastora estaba comprometida con el hijo de otra familia prominente de la zona, pero no creía estar enamorada de él. El joven aprovechó para convencerla de que no tomara decisiones apresuradas; que la amaba con locura pero no tenía un futuro para ofrecerle por el momento, ya que  estaba forjando, con mucho sacrificio, una situación económica digna. La pasión que los envolvió en el bosque y que continuaron en la habitación donde se hospedaba él, nada tenía que ver con realidades y se dejaban llevar en cada encuentro como si fuera el primero y el último.
El gobierno decidió que ese, como tantos otros ramales, era improductivo y que generaba pérdidas considerables. Sorpresivamente fue levantado el servicio, “el tren dejó de pasar” leyó Pastora en el periódico local. Esperó noticias de su amante que nunca llegaron. Fue al pueblo, no le costó demasiado averiguar la procedencia de la mercadería que él vendía y así fue como, recopilando datos, dio con su paradero. Estaba a punto de cruzar la calle y tocar el timbre de la casa,  cuando vio salir de la misma a una pareja con dos niños. Él  los acarició en la mejilla y se despidió de su mujer besándola en los labios.
Pastora volvió sobre sus pasos. En la estancia, el pasto creció entre los durmientes de quebracho y el sol dejó de brillar sobre los rieles abandonados.

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