sábado, 23 de agosto de 2014

Marta Susana Díaz-Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2014



BLOODY MARY

Esperé el micro en medio de la carretera oscura.
La noche anterior había comenzado a llover y aún no paraba.
Los relámpagos partían en dos los negros nubarrones y los truenos estremecían  mi corazón.
Los tacos altos se habían hundido en el barro que llegaba hasta los tobillos.
Cuando  subí al ómnibus, con la débil luz del techo, los pasajeros me dieron la sensación de ser cadáveres.
Creí ver esqueletos con calaveras de cuencas vacías y dentaduras brillantes acomodados en los asientos.
Tenía terror: sola, sin familia, rodeada de desconocidos en la noche.
Recordé lo que era volver a temblar de miedo.
Quedaba un solo lugar.  
Al fondo. Izquierda, del lado del pasillo. Lo atravesé con mi bolso arrastrándolo como podía.  Golpeé en los hombros de los que dormitaban llegando a sentir el crujir de sus huesos.
Se me había instalado en el pensamiento que eran zombies viajantes de caminos sin final.
Por fin llegué a mi lugar.
Pedí permiso y me acomodé al lado de un hombre delgado,  de unos cincuenta años, con cabellos enrulados que le llegaban a los hombros y una nariz muy prominente. Me hizo buena impresión.
Sus piernas eran demasiado largas para caber en el pequeño espacio.
Comencé a mirarlo disimuladamente.
Sus ojos brillantes, casi blancos,  me hicieron desconfiar.
Sentía su respiración acompasada muy fuerte.
Intrigada, inicié una conversación.
-Mi nombre es Mary,  ¿hacia donde se dirige?
-Voy  a retomar mi trabajo. Estuve unos días de vacaciones.
-¿Es empleado?
- No. Funcionario en una empresa fúnebre.
Me explicó que era soltero. Que no tenía familia y que nadie lo esperaba al llegar.
Sonriendo, le contesté que yo estaba en la misma situación.
Comencé a ponerme nerviosa. Algo empezó a insinuarse en mí. Un malestar que creía superado, vencido, dejado atrás en mi juventud se hizo presente nuevamente dentro de mí.
Me incorporé lentamente de costado, como para mirar por su ventanilla la intensidad de la lluvia que caía sobre la carretera iluminada por los relámpagos y, amorosamente, le clavé mis colmillos afilados  en su largo cuello.
Un perfume varonil emanaba de su cuerpo y sentí otra vez esa especie de borrachera.
Él se dejó estar. Parecía dormido. Al abrir sus ojos brillantes, sentí que, suavemente, aspiraba la sangre de mi complaciente yugular.
Llegando a la terminal,  juramos no separarnos jamás.
Ni en esta ni en las vidas  porvenir.
Por los siglos de los siglos.

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