miércoles, 25 de marzo de 2015

Ascensión Reyes (cuento)-Chile/Marzo de 2015



TREN AL PUERTO



            Ese atardecer llegamos con bastante anticipación a la estación para tomar el tren que nos retornaría de Santiago a Valparaíso. Iba tomada de la mano de mi madre a quien evoco luciendo un rostro juvenil y un caminar ágil y seguro.
Había sido un día de mucho ajetreo, una aventura estar por unas horas en la casa del parrón y conocer a su dueña por primera vez. Mi mamá me la presentó como la abuelita Cristobalina, aunque realmente no lo era, seguramente ese parentesco lo daban los muchos años que se advertían en un rostro sembrado de arruguitas, y por ello merecía tal tratamiento. Y aunque no guardé un recuerdo completo de ella, ese día para mí, fue doblemente un gran recreo porque pude gozar de la compañía y mimos de la tía Noemí, su hija, a quien siempre distinguí entre los parientes que de vez en cuando nos llegaban a visitar a nuestra casa, en Valparaíso.
La vivienda era una antigua construcción de adobe, ubicada en la calle Urrutia; una calle cortita del antiguo barrio Recoleta. Cuando nos bajamos del carro, me pareció ser observada permanentemente por algo enorme, yo nunca había estado cerca de una cosa igual, pensé que era una montaña. Ésta empezaba justamente cruzando la avenida y desde la misma vereda. Mamá me explicó que era sólo un cerro y su nombre era Blanco. Entre tanta cosa nueva que pude conocer, ese día se me pasó volando, el tiempo corrió casi sin darme cuenta y ya debíamos regresar a casa.
            El sol recién se estaba ocultando cuando llegamos a la estación. Mapocho me pareció un lugar inmenso que albergaba trenes y más trenes y en ese momento un mar humano iba y venía por aquellos largos andenes. Pensé que éstos no llegaban a ninguna parte, porque desde donde estábamos no pude saber donde terminaban, solamente me parecieron muy extensos. Al que arribamos en esta ocasión correspondía a los pasajeros que esperaban el último tren a Puerto. En el suelo, también en la espera, había muchos y variados bultos que iban desde; maletas de madera, de mimbre o las más elegantes de lustroso cuero y también paquetes de todos tamaños, envueltos en papel café o de diario. No faltando los canastitos del “tente en pie” y una que otra gallina amarrada de las patas.
            Por fin apareció el tren y lentamente fue a colocarse junto al sitio de espera. Los vagones todos de color oscuro y las numerosas ventanillas a ambos lados, simulaban una larga y enorme serpiente que se desplazaba montada en dos líneas metálicas, que ¡seguro! llegaban a mi ciudad. Mientras la locomotora resoplaba un espeso humo por todas partes, con un olor extraño y desagradable que envolvía todo el ambiente. La chimenea estaba cubierta con un gorro muy parecido al de la malvada bruja y esto me causó un poco de miedo. Mamá me tranquilizó explicándome que la locomotora funcionaba con carbón y a ello se debía ese olor tan  penetrante que salía por debajo de ese gorro negro.
            El primer pitazo del inspector indicó que el tren estaba a punto de iniciar el viaje. Esos pitazos se repetirían muchas veces a lo largo de todo el trayecto y en todas las estaciones, para señalar al maquinista que los pasajeros habían bajado o subido al tren. Nosotras ya estábamos instaladas en un asiento con ventanas contrarias al último resplandor del sol. Luego se inició un acompasado sonido, asociado al lento movimiento de los carros para salir de su inmovilidad y emprender su viaje rumbo a Valparaíso.
            -¡Señora, su boleto!- dijo el inspector vestido de traje azul y gorro con visera del mismo color. Su boca la ocultaba un gran bigote negro y en la mano izquierda llevaba un aparato metálico que hacía sonar constantemente, lo cual despertó mi curiosidad.
            -Aquí está, señor- dijo mamá, mostrando un pequeño cartoncito plomo con letras rojas. El hombre, con un certero apretar de su herramienta, sacó un trocito que indicaba la revisión. Así, de persona en persona y en un caminar haciendo gala de increíble equilibrio, iba y venía por el vagón de segunda clase, sin que ningún pasajero se le escapara. Un momento después, otro señor, ahora de chaqueta blanca, hizo aparición balanceando en alto y por sobre su cabeza, una enorme bandeja que llevaba brillantes jarras y tazas. En la otra mano, sujetaba un pequeño canasto con ordenados paquetitos blancos que despedían un  sabroso olor a pan fresco.
            -¡Té, café, calentito! ¡Sánguches de queso y jamón!- voceaba desplazándose con maestría, sin la menor dificultad en su quehacer de vender servicio a los pasajeros. Varios de ellos solicitaron su atención. Entonces, ahí mismo y sin gran protocolo, les pasó taza platillo y cuchara y les sirvió la oscura infusión según el pedido, junto con apetitoso paquetito.
            Más tarde pasó el mismo vendedor, promocionando una nueva mercadería: -Aloja  de culén, malta, bilz y pílsener- . Ahora eran refrescos con unas curiosas pajitas amarillas –mamá me dijo que eran de trigo- mientras tanto, el tren pasaba estación tras estación, todas pintadas de blanco. La única diferencia era el entorno y un letrero que indicaba el punto donde se detenía.
Desde la ventana, me entretuve en observar los floridos “dedales de oro” de un anaranjado fuerte, matizado con otras flores de color celeste, así como lucía el cielo que nos había acompañado en este caluroso día de verano. Sus tonos y formas convertían el empedrado, próximo a la línea férrea, en un verdadero jardín natural que daba gran armonía a la ruta. 
            Mamá me compró una botella ambarina, cuyo abundante contenido sabía a gloria, con sabor a naranja, acompañado por unos sabrosos alfajores de La Ligua, comprados a las vendedoras de Llay-Llay. Realmente curioso resultaba verlas a todas vestidas de blanco desde la cabeza a los pies, voceando sus productos desde el andén y atendiendo a sus clientes por las ventanillas. En esta estación, casi todos los pasajeros compraron de aquellos pastelillos porque el convoy estuvo detenido por mucho tiempo. Al parecer había una combinación con destino a Los Andes, aunque no pude entender, ni cómo ni dónde ocurría esto. Lo cierto es que en esta larga espera, mamá me dejó deambular por el vagón para estirar las piernas y distraerme observando a los vecinos de asiento.
Ya muchos de ellos habían dado cuenta del canastito de mano. Se apreciaba en el ambiente un suave olor a huevo duro, pan de campo y trutro cocido de gallina. Sólo algunas migas esparcidas en el suelo quedaban como recuerdo de la merienda, mientras el albo mantel de saco volvía a su sitio dentro del canasto. El agrado anterior predisponía a iniciar una conversación a media voz, comentando los sucesos de ese día. Al parecer, la mayoría de aquellas personas habían estado de visita en casa de parientes, y al igual que nosotras, estaban de regreso a sus hogares.
            Empezó a oscurecer, el paisaje se había apagado casi sin darnos cuenta. Mamá me acurrucó en su pecho blando y perfumado, donde siempre me adormilaba. Sin duda era mi refugio preferido, olía a juventud, a jabón “Rococó”, con aquel suave olor a lavanda que a mi tanto me agradaba. Después de varias horas de viaje, no podía ser de otra forma, las duras maderas del asiento me causaban una severa molestia en piernas y nalgas; sin embargo, no quería perderme nada de lo que sucedía a mi alrededor, sólo que mis ojos se negaban a seguir abiertos…tenía demasiado sueño.
            Medio transpuesta, escuché el suave y persistente “ta tam-ta tam”, “tam-tatam”, “tatam-tatam”,“tatam-tatam”…                                                                                            

            …De pronto, el silbido del tren perforó la noche de mi sueño y bruscamente se transformó en el desagradable zumbido de mi celular, despertándome cruelmente para iniciar mi jornada diaria; mucho más de medio siglo después.
R. ASCENSION REYES-ELGUETA. /Abril-2004.

PRIMER TRABAJO PRESENTADO AL “CÍRCULO DE ESCRITORES” PARA SER INCORPORADA A LA INSTITUCIÓN.
ENVIADO AL CONCURSO “JUAN GUZMÁN CRUCHAGA”2004.
Publicado en mi primer libro: “ENTRE CUENTO I RELATO @ OBSERVANDO LA VIDA” 2006 y reeditado el año 2012.


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