LÍBERO. ÓLEO SOBRE LIENZO DE 61X50 CM.
LÍBERO
Me gustaba esa playa de la Calzada y adoraba ver la desembocadura del Guadalquivir en el mar y el Parque de Doñana al fondo, explosión salvaje de la naturaleza que todo lo enreda y desenreda. En ese paraje idílico y poco explotado, salvo por las famosas carreras de caballos, me recreaba sentándome sola con mi pensamiento y esa inmensidad kilométrica, dónde únicamente la sucesión de las olas marcaba el paso del tiempo.
Le vi a lo lejos, con su galopar poderoso y enérgico, las crines doradas, abundantes y sedosas, agitadas por el viento como banderas ondulantes en una cabeza proporcionada, con unas orejas muy móviles que llamaban mi atención porque parecían captar lo que no estaba al alcance de mis oídos. Los ojos vivos, triangulares, de mirada expresiva, denotaban nobleza y resistencia, inteligencia y armonía. Me miró y leí su alma. El lomo ancho, corto y musculado terminaba redondeado en una grupa de cerdas blancas, largas y abundantes, que invitaban a la caricia, a la que yo no me di permiso a pesar de los movimientos ágiles, armónicos y cadenciosos de mi nuevo amigo que me animaban a acortar nuestro espacio, segura de su fácil respuesta por la gran capacidad de aprendizaje que transmitía.
Líbero, decidí llamarle así, retozaba por la orilla, jugaba con las olas y mojaba sus lomos inmaculados con el agua salina que iba dejando pequeñas ronchas blanquecinas en él. Parecían besos del mar. Trotaba, relinchaba agitando la cabeza como queriendo disipar un mal pensamiento y se alejaba mirándome desde su privilegiada posición, pero tan intensamente que me estremecía y me volvía a casa como una ladrona, cabizbaja y culpable porque me llevaba parte de su energía, de la que me alimentaba a escondidas, y de la que era difícil escapar. Líbero se había convertido en una adicción.
Deje de ir a esa playa durante muchos años. Me casé. Había tenido un hijo. Y aunque recordara a Líbero añorante, no formaba ya parte de mi vida. Él seguiría con su trote irregular pero vital y en libertad y yo con mi búsqueda personal de aceptación, me llenaba cada vez de más miedos y cerraba mi mundo al espacio limitado del confort. Nuestras decisiones, acertadas o no y la vida misma que decide por nosotros cuando menos lo esperamos y nos lleva a recorrer y reconocer otros paisajes, muy diferentes a esa añorada playa de Sanlúcar de Barrameda, hasta que finalmente pude regresar el año pasado.
Me volví a sentar en la misma arena, sola, paciente y en paz de nuevo. Y entonces vi a Líbero, mi pura raza, con un trote más lento, evidencia inefable del paso de los años y con su pelaje menos luminoso, con máculas propias de su vida errante, pero brillando desde lejos, con esa luz que solo podía transmitir un ejemplar como él.
Se aproximó a la orilla, chapoteó brioso y volvió hacia mí, como a cámara lenta, su cabeza poderosa y bella. Me miró directamente a los ojos y despacio se acercó.
En esta ocasión mi querido amigo decidió por mí. Me rozó el hombro con el belfo, como una caricia, sin relinchar, dejándome la sensación de recibir un beso fugaz y regalado.
Dobló sus patas y se dejó caer a mi lado descansando en la arena blanca de esa costa gaditana. Le acaricié la cabeza y él se dejó hacer. Fue modificando lentamente su respiración agitada sin dejar de mirarme. Yo notaba como, con su intensa mirada, me iba transmitiendo toda la energía que acababa de mostrarme hacía pocos minutos y que yo tan bien tenía gravada en el recuerdo de juventud. Miré el horizonte acompasando mi respiración con la de él hasta que me di cuenta que había cerrado los ojos. No respiraba ya. Me había elegido con absoluta libertad. Ya no le era suficiente galopar por esos parajes que había recorrido miles de veces en toda su extensión. Necesitaba más espacio. Necesitaba tanto su libertad que ya no le valía ese magnífico cuerpo que le había acompañado durante años. Mi pura raza había abandonado su cuerpo porque como Icaro necesitaba alas que le llevaran más lejos. Yo ya no le podría acompañar más, pero siempre me quedaría con ese recuerdo libre, potente, valiente, altruista feliz, referente en su manada, pero siempre solo. Era muy difícil acompasar el paso con el de él, poderoso y ligero.
Me eligió, porque sabía que nunca invadiría el espacio que necesitaba para correr libre. Con su último aliento me indicó el camino para mi libertad. Me quité los zapatos y noté la tibia arena en mis pies, pisé sus huellas hundiéndome en ellas. Líbero había llegado solo a esa playa, solo se iría y sola me dejaría de nuevo para que siguiera disfrutando el “ahora” consciente de mi poder y de mi libertad. Éramos uno y por eso me estaba cediendo el testigo, recordándome que ningún pura raza puede perder su esencia.
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