UN REGALO PARA TERESITA
Pájaros de cristal son
las ilusiones de la niñez
N B
¡Mamá! ¡Mamá!, reclama abriendo la puerta de calle, la chapa pintada de verde entona los ruidos acostumbrados, alertando a Pachi, que a la carrera, a los ladridos, viene desde el fondo a cumplir los rituales del recibimiento. Teresita, con su delantal blanco y la mochila que hasta ahí había padecido el vértigo de los revoleos de su dueña, corresponde a las demostraciones cediéndole al cachorro la mitad de su caramelo de leche, luego de despegarlo trabajosamente del paladar. El silencio la sorprende. Completa a paso de rayuela el trayecto de baldosas que divide en dos el jardín del frente. ¡Mamá! ¡Mamá! repite, esta vez, con cierta cautela. Sobre la hornalla de la cocina, a llama muy baja, pita suavecito, la olla grande, la de enlosado rojo. Eso es señal de que su mamá no anda lejos. Nunca le había pasado esto de regresar de la escuela y no encontrar a su mamá en la puerta de calle, tampoco en la casa. ¡Ni siquiera la mesa estaba preparada para el almuerzo! Recorre las dos habitaciones, verifica en el cuarto de baño y sale de la casa para ver en la parte de atrás. Seguramente podría estar lavando algo en el galponcito o buscando una lechuga de última hora en la huerta del fondo,¡tampoco!
Desde la puerta de calle la llaman ¡Tere! ¡Tere! Es la vecina de al lado.
Tu mamá se fue a lo de doña Dominga, me encargó que te diga que viene enseguida. No te muevas de acá, no va a demorar.
Bueno, está bien, gracias, responde Teresita mientras se desprende el guardapolvoo.
¿En lo de doña Dominga? ¿A esta hora? ¡Qué raro!
Su mamá era una buena vecina, muy dada a ayudar a quienquiera que necesitara una mano para cualquier cosa.
A lo de doña Dominga iba seguido, siempre tenía alguna ropa que arreglarle. Le hacía unos enormes batones de telas oscuras con flores pequeñas. Nadie quería coserle a doña Dominga porque era muy gorda. De piel morena, cabello entrecano que la hacía parecer más oscura. Redonda por donde se la mirara, siempre jadeante, al caminar parecía que las carnes le flotaban.
Cuando su madre visitaba a doña Dominga, Teresita tenía un lugar predilecto donde apostarse mientras las dos conversaban. Se sentaba en el taburete frente al piano vertical que carcomía la indiferencia en un rincón del comedor bajo la luz de la ventana.
La dueña de casa que ya conocía su costumbre, jadeando, se acercaba, le adaptaba la altura del taburete y levantaba la tapa del piano. Sobre el teclado, algo amarillo, había una franja de paño lenci verde, con unasrosas bordadas a mano que retiraba y doblaba en cuatro, para luego colocarla sobre la caja.
¿Te gusta no? Invariable pregunta a la que Teresita, con los ojos bajos, respondía afirmativamente con un leve cabeceo, pero la voluminosa señora ya se había dado vuelta y se ubicaba junto a doña Margarita, a seguir con sus eternas quejas por su hija ¡para colmo adoptada! Que se le había ido con un vago y jugador. ¡desagradecida! Ni siquiera piensa que con el finado Antonio le compramos ese piano, para que estudiara, se recibiera de profesora, ¡ni eso terminó! Ahora el piano para qué, decía pasándose un pañuelo blanco, grande, de hombre, por el cuello y el escote.
Entretanto Teresita, como siempre se limitaba a acariciar devotamente las teclas y recién luego de un rato se animaba a oprimir alguna, después, combinar algunos sonidos, siempre con suavidad. Tam módico comportamiento era premiado con las sonrisas aprobatorias de las dos mujeres y algún caramelo de leche, lo cual le aseguraba una próxima ocasión.
¡Lo voy a regalar! ¡No lo quiero acá! Las airadas expresiones de doña Dominga le cortaron la respiración. ¿Se referiría al piano? ¡Pensar que hay chicas que se reciben y no se pueden comprar uno! Si, hablba del piano.
Teresita cuelga el delantal en su percha de madera y de pronto, resuelve ir al encuentro de su madre. Si es que enseguida volvería…
Cruza la calle y da vuelta a la esquina. La casa de doña Dominga queda a la media cuadra. Hay gente en la puerta y un furgón de la cochería descargando enseres para un velatorio.
Deseó volverse pero encuentra unos chicos que entran y salen correteando por el pasillo lateral que llega hasta el fondo del terreno.
Busco a mi mamá, le dijo a un pelirrojo sudoroso. Está adentro con otra señora, fue la respuesta.
Alentados por las señas de un morenito de piernitas flacas y pelo como cepillo, junto con una rubia regordeta de bucles, se aventuran hasta el fondo, hasta un cuarto para trastos, donde sobre una silla de paja hay una camisa de hombre de color pardo con un tajo a la altura del cuarto botón. El corte tiene un reborde rojo amarronado.
¡Vamos, vamos, salgan de ahí! Alguien ahuyenta a los curiosos.
En la retirada Teresita encuentra a su madre. Sin decir palabra, las dos se marchan a su casa. Por este día ya no saldrá a la calle.
El siguiente transcurre en el acostumbrado orden, la escuela, el regreso, el almuerzo, la siesta. A la tarde, Teresita y su mamá enfilan para lo de doñá Dominga.
Al tiempo de entrar, se retiran algunas personas de la familia. Adentro, doña Dominga, pañuelo en mano, llora y jadea flanqueada por dos mujeres. Cuando ellas también se retiran, quedan las tres solas. Se hace un gran silencio. Algún suspiro de vez en cuando. No hay mate, ni bizcochitos, ni taburete, ni piano.
Las dos mujeres están sentadas una enfrente de la otra en sendos sillones de mimbre. Teresita permanece parada al lado de su madre, recostada en ella.
Muchas gracias doña Margarita, no sé cómo le puedo agradecer. Si no fuera por su marido, cómo me hubiera arreglado. Por usté también, claro, en estos momentos se conoce la gente buena, los buenos vecinos,¡Qué regalo les voy a hacer!
Había ocurrido que a un hermano de doña Dominga, que trabajaba en el campo, lo habían matado de una cuchillada en una riña y la pobre mujer, sola, no sabía manejarse con los trámites y los problemas del caso para la entrega del cuerpo a los familiares. El padre de Teresita tenía buenas relaciones con un político del pueblo, nunca se supo porqué razón, per lo recibía y lo atendía en su despacho de la Intendencia Municipal, sin tener que hacer antesala. El hombre un abusaba de esta prerrogativa pero en esta ocasión usó la facilidad para ayudar a su vecina.
La doliente mujer insiste en agradecimientos y promesas. En un arranque afectuoso atrae a la niña hacia sí y le hace comprobar bruscamente lo mullido de sus ciento y pico de kilos además de cuan profunda es la resonancia de aquel jadeo en lo recóndito de su pacho.
¡Qué regalo te voy a hacer! Ante lo personalizado de la promesa, la incomodidad de la demostración se torna un poco más soportable. Los ojos van involuntariamente hacia el piano y le brinda con la mirada todas las caricias que no puede darle con las manos.
Los días pasan iguales. Siempre al regreso de la escuela escruta con inquietud el rostro de la madre. Si alguien llama a la puerta ¡ abran paso! Teresita es la primera en llegar. A fuerza de acumular días, la ansiedad se va aquietando pero no desaparece en ese corazón expectante.
Finalmente es un lunes cuando al regresar de la escuela, después del beso su mamá le dice: Andá a la pieza, hay algo para vos.
Un nudo en la garganta, otro en el estómago, se le aflojan las piernas. ¿Una sorpresa? ¿para mí?
Vuela hacia la habitación, lleva los ojos equipados con una ancha expectativa que en el recorrido infructuoso tiene que ir menguando. No ve nada nuevo en el cuarto ¡nada!
Finalmente, sobre la colcha floreada de su cama, divisa un paquete, un paquetito envuelto en papel de regalo.
Usando sus índices y pulgares a modo de pinzas, entreabre el envoltorio.
Queda al descubierto una bolsita de celofán, repleta de enormes, cuadrados, tentadores, ¡caramelos de leche!
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