MI MEDIA NARANJA
«¡Si supieras cuánto te amo!». Era la última frase antes de dormir por las noches y la primera al despertarme. Llegué a la conclusión de que lo más feo del amor es extrañar... Pude resistir pensar en él cada minuto de mis días, pude conocer la magia de John Lennon al escucharlo cantar Imagine en el tocadiscos, reconocer maripositas inquietas en mi estómago cada vez que se me acercaba y que me temblase el mentón cuando intentaba hablarle... Solo alguien enamorado hasta el tuétano puede saber qué se siente cuando el ser amado nos toma de la mano o nos abraza por sorpresa. No encuentro la diferencia entre esperar o desear. Me ponía inquieta mirando el teléfono y suplicando que hiciera vibrar su campanilla. O ir hasta la puerta y chequear que el timbre de la casa funcionara.
Solía esmerarme en siempre estar arreglada, nunca se sabe si el destino hacía que circunstancialmente lo viera. Tuve un llamado de mi fémina interna que me invitó a experimentar con maquillajes. No era mi costumbre hacerlo, me resultaba algo incómodo mantenerlo impecable en mi cara. Si no era que se me derretía al sol, mis tics de arreglarme el flequillo o refregarme los ojos hacía que en un minuto me transformara en un indio comanche pintado para el ataque.
Él era más alto que yo, a decir verdad, mucho más alto que yo. Así que rápidamente descarté mis viejas chatitas para pasar a los tacos. Cuán difícil fue caminar elegante sin que se me notara en la cara lo que costaba sostenerme ahí arriba… Mi estrategia siempre era echarles la culpa a las veredas fuera de nivel cada vez que me torcía un pie al caminar. ¡No era fácil para una chica de vida simple y monótona tener que lucir como una modelo todo el tiempo! No me importaban mis posturas al sentarme o caminar, pero me pareció importante mejorarlas. Le saqué algunos libros de la biblioteca a mi hermana y comencé a caminar con tomos sobre la cabeza, el desafío era que ninguno se cayera. Lo intenté a escondidas cientos de veces, ¡sin resultado, claro! De tantas veces que se me cayeron lo único que logré fue desarmar varias enciclopedias que muy prolijamente volví acomodar en el estante respectivo.
Una tarde caminando junto a él me tomó de la cintura, como gesto cariñoso de protección al cruzar una avenida. ¡Qué momento tan trágico!, tenía su mano justo arriba de mi rollo flotador que se alojaba en mi costado. Él, atento al camión que se aproximaba, y yo con la vista perdida deseando que sacara la mano de allí…
De cómodos pantalones comencé a usar polleras o vestiditos, ausentes en mi vestuario. Nunca odié tanto al atrevido viento, que, al levantar la falda de mi pollera, arruinaba cualquier buen momento. Y cuanta vergüenza me daba…
Nunca pensé en depilarme las piernas, no lo consideraba necesario, pero al usar minifaldas todo pequeño vello pasó a ser un cardo latente. Comencé a tomarlo en cuenta.
Siempre fui media pata dura en las pistas de baile. El rock era lo más bailado en aquellos años, me costaba un montón aprender el paso y sostenerlo; recuerdo practicar todo el tiempo y a escondidas con el picaporte de la puerta de mi cuarto, escuchando a Elvis, y claro, mi papá nunca entendió por qué se rompían tan seguido. Todo fuera para gustarle, no quería ser alguien más del montón. Quería que se sintiera orgulloso de mí.
Él era lindo así, al natural. Rulos muy grandes, ojitos almendra, una voz muy potente, simpático, y lo que más me atraía era que hacía sentir la persona más importante del planeta entero al que estuviera a su lado. Sin embargo, a mí me daba un trabajo bárbaro ser yo para gustarle. Que el maquillaje que se me corría, que los tacos, que la elegancia, que la panza, que la dieta, que la depilación, que el baile, y como si fuera poco, no entendía ni una letra de las canciones de moda, así que… ¡a aprender inglés también! ¡Dios! ¡Cuánto trabajo me llevaba sostener esa relación! Todo valía la pena por solo estar con él.
Con los años aprendí que el amor no es eso, lo único que no cambia es el dolor al extrañar.
Dedico mis letras a quien fuera mi primer amor. Yo, con once dulces años, queriendo despertar a una inminente adolescencia.
¿Él? ¡Él nunca se enteró!
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