De milagros y profetas en el puerto
Los taciturnos pescadores comentaban parcamente los sucesos, o los inventaban, en medio de su faena, cuando el viento encrespaba las aguas y fumaban en la noche, vigilando las redes. Los lobos marinos habían dejado de destrozarlas. Para algunos, otro milagro. Las gaviotas revoloteaban en torno a la cumbre del cerro La Cruz. La loca había suspendido sus interminables diálogos con el mar y se la veía pasear, tranquila, por la costanera, el pelo gris suelto al viento. Esas cosas pasaban. Las autoridades tomarían cartas en el asunto. Pero había llegado al pueblo un naturalista que no se había dejado engañar por la inocencia de los lugareños, cuando declaraban o enumeraban los supuestos milagros, aunque les prestaba cierta consideración. Él era una persona estudiosa. Además de viejo. Un viejo tiene siempre la cabeza un poco anquilosada aunque se trate de un naturalista, de un científico cuyas neuronas están siempre en funcionamiento. Ganado por lo que consideraba una manifestación quizás un poco excéntrica de la naturaleza, pretendía estudiar este fenómeno aunque fuera lo último que hiciera, y redactaba nibuciosas notas. Lo ayudaban en la investigación un facultativo de gafas y un hombre gordo que había en un comienzo llegado de Santiago para unas cortas vacaciones. Sin embargo, como todos saben, el tiempo desvirtuó el carácter científico de esas notas, que más adelante habrían de ser conocidas como “El evangelio del Naturalista”. Otro turista en el pueblo, un hombre siempre de blanco, lo miraba todo, se paseaba silencioso. El hombre de blanco cavilaba: no parecía una buena época para profetas. Uno antes que él había fracasado en su misión hacía algunos años. Había desaparecido con algunos de sus discípulos en las montañas fronterizas con la provincia de Cuyo. Él, más preparado, había hecho que el grupo prosperara. Se había hablado de asimilar las lecciones del estruendoso fracaso anterior. Había sido instruido convenientemente. Eso no volvería a pasar. Pero si pasaba, pasaba, estaba en las manos de Dios, o del destino. Aunque paradójicamente no era el escepticismo sino el éxito público masivo lo que constituía una amenaza para toda agrupación iniciática seria. El desdén y casi odio de algunas agrupaciones religiosas extremistas por los medios de comunicación y el internet le parecía ser una especie de aviso y la comprobación de una amenaza real, barruntada por esos grupos. Ahora trataría de salvar a unos pocos y llevarlos con él a un lugar retirado. Volvía a repetirse lo que había sucedido cientos de veces en los últimos siglos
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