lunes, 19 de marzo de 2012

Nina Pedrini-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


JAULAS

En un claro del bosque construyó su casa, derribó árboles, acarreó materiales, muebles, artefactos desde la ciudad cercana, completó la tarea  y se dedicó a gozar del paisaje arbolado, a escuchar sus sonidos, conocer los matices de cada uno. Vivir del bosque, desmontar para su conveniencia, observar la conducta de los animales y elaborar un plan para sacar provecho económico de todo ello.
De alguna manera tomó contacto con personas aficionadas a la caza mayor de ejemplares exóticos. Las visitas al boliche del turco Jali, estratégicamente ubicado en el límite del bosque, lo hizo posible.
El turco no era trigo limpio, así que ambos se cuidaron mutuamente y el silencio sobre sus actividades jamás se rompió.
En una ocasión, llegaron tres hombres desde tierras lejanas y desconocidas para él, no para Jalil. Eran emisarios de jeque árabes, interesados en comprar pieles de yaguareté.
Por esas cosas de la globalización o quién sabe y cómo, la existencia de un felino en tierras americanas llegó al conocimiento de los príncipes reinantes en Arabia Saudita o en Omán o en algún principado de aquellos lugares.
Varias veces compartieron expediciones con el Hombre solitario del bosque chaqueño. En todas, la caza fue exitosa y la paga abundante; lo que produjo que, desde entonces, la vida del animal corriera serio riesgo de extinción.
Organizaciones ecologistas emitieron señales de alarma; pero nadie pudo o quiso informar sobre el paradero de los depredadores.
Así que el Hombre continuó su minucioso trabajo de ubicar con certeza el hábitat del felino. Es éste un morador solitario, individuos de ambos sexos se juntan en períodos más o menos prolongados durante la época de celo. Su nombre en guaraní YAGUARETÉ significa  Verdadera Fiera.

La hembra había caminado una larga distancia, sin alejarse de la orilla del Bermejo. Tenía prisa, su preñez estaba llegando a término y era imprescindible encontrar un sitio para parir.
Su olfato le informó sobre la cercana presencia de su mayor enemigo, más que el Puma o las manadas de Chanchos del Bosque: el Hombre.
Encontró un claro, el olor a humano no se percibía, con serenidad dio a luz cuatro crías: dos machos y dos hembras.
Luego de atender a sus pequeños se echó a dormir abrazándolos tiernamente.
Todos los días, después de amamantar a la cría, la tigresa recorría las cercanía para abastecerse de comida.
Una de esas mañanas, el Hombre, divisó a los  cachorros, comprobó la ausencia de la madre y con su experimentada destreza, capturó a los recién nacidos.
Los árabes llegarían al día siguiente, los esperaría con una fantástica y productiva sorpresa.
Así fue que los cuatro Yaguaretés Miní, partieron hacia tierras arenosas y desérticas, fueron albergados en fastuosos palacios, en enormes jaulas para  el orgullo ostentoso de los príncipes saudíes y admiración de sus visitantes.


La madre Yaguareté buscó a sus hijos, primero con cierta serenidad, luego con angustia. Guiada por su olfato, siguió el rastro hasta avistar el boliche de Jalil. Se alejó con el corazón estremecido, comprendió que el Hombre le había arrebatado no sólo la cría, también su razón de ser. Pero no le arrebató la memoria, el Don que Dios proporcionó a los Yaguaretés para no perder la estirpe.

El Hombre disfrutó de las opíparas ganancias que obtuvo negociando con los árabes. Visitaba el boliche del turco casi a diario. Las chicas que Jalil tenía cautivas para alegrar a sus clientes, cambiaron una buena parte de las costumbres del cazador. De modo que tanto despilfarro hizo disminuir la salud de quien creía ser el rey del bosque.

La hembra le fue siguiendo el rastro, varias veces, entre el sopor de las fiebres, el Hombre creyó verla entre la maraña.
Ella esperó, comía poco, se sentía cada día más débil, pero también olisqueaba la debilidad de él.
Hasta que una tarde, entre la niebla que se deslizaba desde el follaje, él, la vio. Ella se estaba acercando, sus ojos cayeron sobre el pecho del Hombre como dos cuchillos. Sintió un dolor inconmensurable, pidió agua, quiso gritar, la Yaguareté se acercaba, cuando estuvo a su lado emitió un rugido débil y lastimoso.
Hombre y bestia se encontraron. Él, desfalleciendo, ella dispuesta a saber qué había sido de sus hijos. No obtuvo respuesta, se dejó caer al lado del captor.
Otra vez su olfato le revelaba que unos hombres se acercaban, pero no olían a cazadores.
Se incorporó, tomó con sus temibles dientes el cuerpo del Hombre, aun vivo, lo arrastró hasta dejarlo a los pies de los ecologistas que habían encontrado el sitio desde donde se había iniciado el exterminio del Yaguarete´.
El Hombre fue internado , se recuperó, la Justicia lo condenó a cumplir la sentencia de arresto en una celda estrecha, oscura, a la que nadie visitó hasta el fin de sus días.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nina: lindo relato. La indiferencia suele ser el peor castigo. Un abrazo, Laura Beatriz Chiesa.