miércoles, 23 de mayo de 2012

Rafael Blanco Vázquez/Mayo de 2012


EL TRADUCTOR QUE QUERÍA TRADUCIR

Había una vez un traductor que quería traducir. Se juntaba con un actor deseoso de actuar, un cantante ávido por cantar y un profesor ansioso por profesar. Formaban un grupo de deprimidos de la vida bastante deprimente de ver. Yo no quería verlos ni en pintura.
Un día llegó un pintor que anhelaba pintar y los pintó a los cuatro. El éxito del cuadro fue inmediato e internacional. El pintor contaba en las entrevistas que había intentado pintar una reunión de seres que sólo pretenden ser lo que ya son. Algún avezado periodista con ínfulas de sabueso le preguntó si no serían más bien unos seres que son antes de ser, a lo que el pintor se encendió su pipa, guardó silencio y no volvió a pintar nunca más.
Yo, por aquel entonces, sólo tenía una ambición: vivir. Pero no fue posible. Me moría por vivir y morí sin haber vivido. Ahora soy un muerto viviente solitario. Nunca tengo hambre y sólo me apetece salir para hablar con mi enterrador, un tipo viejísimo que, según me cuenta, de pronto fue enterrador sin haber sabido nunca que quería serlo. Él sólo sabía que quería ser padre, así que se casó, qué remedio. Su mujer le dio 7 hijos. A día de hoy los ha enterrado a los 8, así que, me asegura, puede considerarse un hombre realizado.

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