sábado, 21 de mayo de 2016

Jorge Piñones Segovia-Chile/Mayo de 2016



El chico de las comidas
                                                                                                                     

       
    El Chico de las Comidas, apodaban a Enrique Astorga, un trabajador de la Hacienda  la Cartuja,  porque era de baja estatura y muy flaco. La hacienda tenía  un criadero de vacunos con lechería, además de sementales de pura raza, sin contar con la gran producción de frutos, grandes viñedos, así como la plantación de tabaco y otros productos.   
Siempre estaba hablando de los toros a su cargo, diciendo que debía abandonar el lugar en donde a veces se encontraba, porque tenía que darles de comer y también se ocupaba de otros mandados.
Todos los hombres se reunían, después de terminada las faenas, para  conversar de todo lo que les parecía novedoso e interesante en su trabajo, y de paso  a  comer asados y beber buen vino, que se  producía en los viñedos de la Hacienda. La hacienda, además tenía lechería, crianza de sementales de pura raza, sin contar con la gran cantidad de frutales, abundantes viñedos, producción de tabaco y otros productos.   

Un día cuando estaban disfrutando del buen mosto y deleitándose con unos perniles de chancho, como siempre lo hacían, Enrique, se levantaba a cada rato de la mesa para ir a darles la comida a los  animales a su cargo, de ahí el origen de su apodo. Estos eran, ni más ni menos, unos tremendos toros que con solo mirarlos daba miedo. Él hacía el aseo del lugar, donde se encontraban los animales, les cambiaba el agua y les dejaba suficiente forraje.
  La hacienda estaba habitada, aparte del administrador y su familia, por todos sus inquilinos, de tal suerte, que todo el lugar parecía una pequeña ciudad, en la cual los patrones dictaban sus propias leyes, y las hacían cumplir  a través de sus capataces.
   Para que contar, las fiestas que realizaba toda esta guasería, cuando se celebraban las diversas festividades, sobre todo las de fin de año, comiendo  a todo carrillo y paladeando el mejor vino; según todos decían, allí se pasaba muy bien.

  El tiempo transcurría y nunca este grupo que integraba el Chico de las Comidas junto a esa especie de cofradía, conformada por capataces, quienes llevaban la voz cantante en toda estas francachelas, en que bebían gratis gracias a la astucia del encargado de la bodega, así como otros que se las ingeniaban para conseguirse algún animal para cocinarlo y así poder degustar mejor el buen vino.
    Sus esposas preocupadas cuando sus hombres llegaban hechos unos estropajos de embriagados. Cuando  les preguntaban -¿cómo vai amanecer mañana con la curadera que te pegaste?  - Estos respondían - mei …como va hacer, cada uno en su cuerpo poh.
   Juan Venegas,  uno de los principales capataces del fundo, encargado de la bodega, era uno de los más entusiasta participantes de este grupo de bebedores, de paso, el predilecto del  jefe de bodega, un enólogo de gran prestigio, confiando mucho en este hombre, adorador de Baco, dios de los bebedores.
    Juan, era  casado con una hermosa mujer, exuberante total, nunca pasaba desapercibida. Aparte de tener un bello rostro, unos ojos verdes que parecían estar siempre sonriendo y para colmo sin hijos, por ello tenía una atrayente figura.
   Venegas, era uno de los que más se burlaba del Chico de las Comidas, por el trabajo que éste desempeñaba.
-Oye, espero que no te pongai como los toros. Ellos son tremendos de grandotes y tu parecis niño por atrás. ¿Que mujer te va hacer caso, si con esa facha estai bueno para los puros mandaos?   
Y así, lanzando a cada rato una risotada, seguía con su cháchara provocándole. El Chico, lo miraba con respeto y sonreía.
El tiempo transcurría y, un buen día el Chico de las Comidas, enfermó de gravedad sin poder saber los médicos acerca de su mal. Cuando lo detectaron era muy tarde. Finalmente falleció de un paro cardíaco.
Como este hombre era muy querido por la comunidad, todo el pueblo se movilizó para acompañarle a su última morada. Ya en el cementerio, no le faltaron los discursos destacando su buen carácter y su gran espíritu para servir a los demás. Así como también, mucha gente le lloró demostrando el cariño que sentían por él. Finalmente, vinieron los responsos del señor cura, para sepultarlo.
El sacerdote, un hombre mayor y medio despistado, hizo buenos recuerdos del difunto, sobre todo, el afán de servir a los demás y entre las anécdotas que de él sabía, recordó cuando en un atardecer pasaba por un potrero y divisó a Enrique con la mujer de Juan, buscando entre la paja, una ponedora que se había escapado del gallinero.
En ese momento la mujer de Juan Venegas, se puso a llorar desconsoladamente. Tanto fue el alboroto, que Juan tuvo que llevar a su mujer a casa, porque su vientre acusaba un embarazo de varios meses. El curita, tuvo que suspender la ceremonia, sin percatarse que había cometido una feroz indiscreción.  

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