jueves, 22 de septiembre de 2016

Jorge Etcheverry-Chileno, vive en Canadá/Septiembre de 2016



Devaneos del Jorge

La última idea que se le ocurrió esa mañana no hubiera sido considerada como una idea por ningún filósofo que siquiera remotamente creyera que de alguna manera los hombres son autónomos, sujetos de su historia o sus acciones, en un mundo armónico y orientado hacia adelante, hacia un futuro prometedor, en que por fin nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos, liberados hasta de la última gota de ignorancia (alguna vez, en una época pasada, a lo mejor la Edad Media, un renombrado filósofo y teólogo, siguiendo a Aristóteles había proclamado esa doctrina, en medio de la pestilencia de las hogueras en que se consumían los difuntos por la peste, o se retorcían las brujas dando alaridos). Porque la idea que le vino a la cabeza a J mientras se tomaba su café era a la vez una maravilla de lógica implacable y un disparate, nacido de esa misma lógica, tan perfecta como fría.  Podemos suponer que un jurado tan benevolente como comprensivo podría haber absuelto a este sujeto, en realidad un ex sujeto, o quizás, y como él mismo se resignaba a creer, más y más, uno que nunca había sido sujeto, que llevado por el espectáculo atroz y descorazonador, pero también bastante cómico, de la marcha del mundo hacia los márgenes del segundo milenio desde la cuantificación oficial de la historia según el mito cristiano, se debatía buscando soluciones para el estado de cosas, soluciones que de antemano él sabía de manera implícita que nunca iban a serlo, ya que no saldrían de las paredes viscosas de su cabeza, o se extenderían más allá de las personas sentadas conversando en un café, a orillas de un lago, en el verano, echados para atrás en sus sillas de reposo, o en un salón cualquiera. Pero existe un tipo de persona que para poder efectuar lo anterior, es decir existir, tiene al menos que saber a qué atenerse.  Ese tipo de personas le tiene un miedo terrible al caos, al desorden. 

Por su constitución quizás delicada, o que parece delicada, J no tiene la proclividad a pasarse el día ordenando papeles, lavando loza sucia, barriendo o pasando la aspiradora, planchando o lavando ropa, etc, contestando sus mensajes telefónicos, su anticuado correo --todavía existe mucha gente que escribe o manda revistas, libros, notas, y que espera que le contesten de la misma manera, mediante el anticuado papel o pluma, y lápiz, metafóricamente, ya que en realidad todo el mundo utiliza computadores para escribir. Ese miedo al caos que mencionábamos anteriormente no es en absoluto escaso en este medio, y aqueja a muchísima gente, y, cosa bastante natural, se encuentra ligado en la mayor parte de las casos a una lógica bastante rigurosa de parte de los afectados.  Después de todo, la lógica, la razón, constituyen formas de ordenar el caos que dichos individuos sienten que los amanezca por todas parte.

No creo que exista nadie que por otro lado se atreva a negar que una tal percepción de la realidad no tiene nada de extraño, y que quizás denota una inteligencia básica de parte de los afectados--no estamos tratando de decir que disculpamos la neurosis o la paranoia, sino que, dadas las circunstancias de la finitud de la vida humana individual, que es un hecho siempre presente pero en el que no se piensa a menudo, la tendencia a la entropía de cualquier orden que sea, no hay mucho derecho, ni siquiera de parte del más humanista, para negar la existencia de un cierto malestar que aqueja al hombre ( o la mujer) que, sabiéndose mortales, pueden llegar fácilmente a hacerse un orden tal en su vida que de alguna manera compense el caos que los rodea y que a la postre, y como a todos, va a terminar por aniquilarlos.

Pero quien habla por teléfono esa mañana no es uno de sus amigos, así llamados, que pudieran compartir esa conclusión, sobrellevar su escándalo sin escandalizarse a su vez, ni sentirse obscuramente ofendidos, e incluso podrían ser capaces de entender y gozar el humor, patente para todo fulano o fulana que no fuera un o una acomplejada, aunque en esta otra tierra, mentada como de oportunidades y donde han hecho otras vidas, pero que siguen aún marcados por los estigmas originales.  No era el flaco del círculo español que quería organizar un taller de prosa o poesía, en un vano intento de enmarcar en los planes de alfabetización de los coños un poquito de cultura, y proponía algo así como la enseñanza a un público que seguramente estaría compuesto por señoras o caballeros retirados, de los elementos básicos de intención y forma que constituyen los diferentes géneros; prosa, poesía, ensayo, teatro, e incluso quizás la escritura de guiones para el cine o la televisión--único campo verdaderamente rentable para la escritura en estos tiempos que corren--, la instrucción, sí, de estos parámetros, mezcladas con las normas elementales de la gramática del idioma peninsular.
Y mientras contesta el teléfono, J. No puede dejar de apartar los visillos por la ventana para ver si la vecina se está vistiendo--a esa hora de la mañana a veces, cuando no va al trabajo, ya que debe trabajar part-time, como se dice por aquí, a media jornada, y él supone que estudia además en la universidad, aunque no está muy seguro de su edad, aunque representa entre los veintitantos y los treintitantos, un poco entradita en carnes, pero muy bien hecha, torneadita--cuando no le toca ir al trabajo o a la universidad--si suponemos que está estudiando-- se la suele ver que camina, haciendo una cosa o la otra, pasando por la ventana de su cuarto, o de otros cuartos de la casa que comparte con otra gente joven, no estaba seguro si se trataba de amigos, gente que comparten nada más el mismo lugar, roomates, como se dice por aquí, sin nada en común, a lo mejor no se puede fumar, porque J. A visto cómo ella a veces cierra la puerta de su cuarto, enciende una varilla de incienso y se pone a fumar un cigarrillo, en la noche, de tarde en tarde, tras sus cortinas casi absolutamente transparentes tras las que ella se desplaza, quizás ignorando que a unos cuantos metros se encuentra justamente la ventana del estudio de J., que a esa hora precisamente le bajan las ganas de examinar algunos de los papeles que dejó sobre el escritorio, y se levanta de la cama de su dormitorio y se dirige al estudio, pero no se sabe si ella es consciente de ese hecho, de si es en otras palabras una exhibicionista que tiene la suerte de vivir en la casa del lado y con la ventana casi a apareada de un voyerista, o de si inocentemente se deja vivir en forma confortable, convirtiendo el acto furtivo de la observación sistemática u ocasional, intencional o casual, en un delito en esta sociedad un poco dura en estas cosas, por así decirlo menores, pero que permite a los traficantes de drogas y cabrones ocupar sus esquinas del centro por años, haciendo su negociado a vista y paciencia de todo el mundo, y más aún de la policía.  Pero no hay tampoco que olvidar algunos elementos atenuantes: una gran parte de esos protagonistas, y la mayor parte de las mujeres jóvenes que ellos explotan en prostitución, son menores de edad, y si se los aprehende ocasionalmente, no tardan mucho en volver a circular.  Y la misma policía declara a través de sus personeros, ante las conminaciones y recriminaciones de padres angustiados, que si se deciden a apretarle las clavijas a los ratones que trabajan en las esquinas, se les van a escapar los peces gordos que los dirigen y a los que en realidad se trata de controlar.  No.  No es culpa de J..  Cuando él se cambió la situación ya esta armada de esa manera, y daba lo mismo que fuera él o un armadillo quien viniera a arrendar el departamento.  Además existe el consenso casi fanático de la privacidad personal: Quizás esa cortinita que no tapa nada, sobre todo en la noche cuando las luces están apagadas, es una convención, un símbolo, que hace que los naturales del país no observen oficialmente y que ese espectáculo posible no exista para ellos, ni en su, expresándolo de una manera más pedante con el estilo (prestado) de algunos de sus amigos académicos (dizque): horizonte de expectativas.

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