jueves, 22 de septiembre de 2016

Carmen Puelma-Chile/Septiembre de 2016



LA MODISTA


            -Niña, ve a ponerte el abrigo, tienes que acompañarme a la modista.
            -Voy mamá, ¡que entretenido! Me encanta la señora Rosita.
            -Se llama Eulalia ¿de dónde sacaste que se llama Rosita?
            -Tú dijiste algo del vestido de la Rosita.
            Rosita era la revista donde mi madre había visto un modelo y el suyo lo quería igual, para la fiesta de la primavera. La modista era capaz de mirar la fotografía y convertir un trozo de género en un traje casi igual al de la revista. Casi igual, porque la jovencita de la revista era más alta y  acinturada que mi madre. Además, el género tampoco era el mismo. Mi padre había puesto el grito en el cielo cuando le dijeron el precio de la organza bordada, y se hizo el cambio por una trevira estampada, que según el vendedor de la tienda, era la última novedad para esa temporada.
            La señora Eulalia había estudiado corte y confección en la Escuela Técnica, donde había aprendido el arte de fabricar todo tipo de ropa de mujer: vestidos, faldas, blusas, trajes de dos piezas, pantalones, hasta chaquetones y abrigos. Bueno, en caso de apuro (cuando mermaba la clientela de vestuario), podía también hacer cortinas, manteles, sábanas y cubrecamas.
            Lo que no hacía, por nada del mundo, eran arreglos de ropa deteriorada, cambios de cierres, ajustes de tallas. Ninguna reparación, decía ella; por dignidad y respeto a su profesión. Era una dama muy distinguida, siempre vestida con traje sastre de dos piezas, blusa blanca o beige, con un lazo en el cuello, peinado de peluquería con escarmenado y laca y zapatos reina, de taco alto. Un día la muchacha que tenía como ayudante le confidenció a mi madre que apenas se iba una clienta, se cambiaba esos horrorosos tacos por un par de pantuflas.
            En una de las habitaciones de su casa había armado su taller, con una mesa donde comenzaba por el molde en papel mantequilla, que se hacía según las medidas de cada persona. Una repisa donde tenía bobinas de hilo de todos los colores imaginables, unas almohadillas llenas de alfileres, cajitas con agujas de muchos tamaños, inclusive unas curvas cómo de cirujano, tijeras grandes y chiquitas, una con dientes que dejaba el género con orilla en zig- zag, y una tijera enorme y mutante con un lado completamente recto para cortar sobre la mesa. También tenía unas tizas planas muy raras y distintas a las del colegio.
            -¡Mijita no toque nada!- sentenció enérgica mi madre y frustró mis ganas de tomar una para mostrarla a mis compañeras de curso.
            En un estante con baldas había unos trapos raros y feos cómo de saco, para las entretelas y las hombreras decía ella, unas piezas de cartón con elásticos de diferentes grosores y varios rollos de papel transparente.
            Frente a la ventana la máquina Singer, incorporada en un mueble de madera, con un gran pedal de fierro negro en la base, que la señora Eulalia debía mover con ambos pies - uno adelante y el otro atrás- para hacer girar una rueda grande que por medio de una correa hacía girar a su vez una más pequeña, incorporada en la parte superior de la máquina y que era la que se encargaba de accionar la aguja. Debajo de la aguja se abría una cajita donde se ponía la bobina con el hilo que se encargaba de enlazar el que estaba en la aguja, para completar la puntada.
            - ¡No vayas a tocar nada! - volvió a decir mi madre.
            En un rincón de la habitación,  cual mudo fantasma, el maniquí. Era un cuerpo sin brazos, sin piernas,  sin cabeza, montado sobre una base de fierro, al que se podían cambiar sus partes para dar diferentes tallas. Creo que una vez soñé con él.
            La señora Eulalia comenzó a medir a mi madre dictándole a su ayudante para que tomara nota: Busto, cintura, caderas, ancho de espalda, alto, largo de brazos, sisa, puño, etc. Y luego de corroborar que la tela era suficiente para el vestido en cuestión, dijo a mi madre que debía concurrir dentro de una semana para la primera prueba.
            A la semana asistimos a la famosa prueba. El género estaba convertido en un asunto lleno de hilos blancos llamados hilvanes y la señora Eulalia empezó a poner alfileres por todos lados.
            -No se mueva inquiría a cada rato- ¡Hay que susto! pensaba yo, que ya veía a mi madre toda pinchada. Después comenzó a cortar en la parte de la axila con unas tijeras provocándome más susto aún, y comenzó a colocar una de las mangas ocupando, otros tantos alfileres. Después vino la basta, que esta vez marcó con un hilo blanco muy largo.
            -¡Ya!- dijo – la próxima semana toca la última prueba.
            Al fin la primavera llegó. Mi padre había pintado la fachada de la casa de un color verde agua, me había comprado unos zapatos blancos para combinar con un vestido floreado que heredé de una prima, él se había puesto un traje de lino color crema y un sombrero de pita en el  tono, cuando apareció mi madre radiante en su vestido nuevo.
            -¡Hummmmm! -exclamó mi padre - en un tono que indicaba algún desagrado.
            - No le gustó para nada la cuenta de la modista- me dijo despacito mi madre.
            -¡Cómo se te ocurre hacerte ese vestido tan ajustado! ¡Ya no eres una jovencita para vestirte así! Vas a tener que ir donde la modista para que le dé un poco-. Dijo con voz autoritaria mi padre.

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