jueves, 21 de junio de 2018

Irene Cordiano-Argentina/Junio de 2018


LA VIEJA DEL ATADO


Vivía sola, fuera del pueblo, en  el pinar. Allá donde al arroyo le brotan susurros y melodías. En una casita de troncos adornada con enredaderas y campanillas.
De tanto en tanto nos visitaba. Y todos los chicos la recibíamos alborozados.
-¡Hola, vieja del atado!
-¡Por fin viniste!
-¡Tardaste mucho esta vez!
-¡Te extrañamos!
-¡Te queremos mucho!
-¡No te vayas pronto!
-¡Contános cuentos!
No era vieja. Estaba marchita. Siempre usó vestidos negros, largos, muy limpios. Y nunca la vimos sin el atado que llevaba sobre la cabeza.
Envolvía con alegres paños quién sabe qué.
Cuando ella aparecía, en el pueblo se aquietaban gritos, risas, pelotazos, carreras.
Tendidos en la hierba, a su alrededor, disfrutábamos de horas maravillosas.
-¿Qué guardás ahí? –y le señalábamos el  trapo anudado por sus cuatro puntas.
Jamás varió su respuesta:
-Cosas.
No nos conformábamos. Insistentes y obstinados, hundíamos los dedos en los vistosos parches.
-¿Qué cosas?
-Cosas.
-¿Ropa?
-Cosas.
-¿Comida?
-Cosas.
-¿Recuerdos?
Una pausa y de nuevo:
-Cosas.
Finalmente abandonábamos el juego y nos introducíamos en el mundo de la fantasía, guiados por su voz cadenciosa y por sus manos que dibujaban en el aire mágicas historias.
Eran lindas aquellas largas siestas.
Mientras la tarde dormía, junto a la vieja del atado aprendíamos a soñar. Y gracias a ella nuestra infancia tuvo el sabor de la aventura y del encantamiento.
Después… crecimos.
La vieja del atado continuó viniendo al pueblo de vez en cuando. Sin embargo para mí y los demás se convirtió en una sombra. Y durante años pasó, casi imperceptiblemente, al lado de nuestra adolescencia y juventud.
A veces un fugaz saludo:
-¡Adiós, vieja del atado!
Otras ni siquiera una mirada.
Creo que sufrió. Yo era su preferida. Pero no le di importancia. No tenía tiempo para detenerme, Estaban los estudios, el amor, el futuro… y mucho más.
Un día mi hijo mayor entró en casa arrastrando un atado remendado con retazos de colores.
Sentí que una ráfaga de niñez me golpeaba… y supe que ella había muerto.
-Te lo manda la vieja.
-¿El atado? ¿Para qué?
No sé. Ella lo abrió para sacar algo cuando se sintió mal.
-¿Qué había adentro?
Mi hijo se encogió de hombros y terminó de armar un avioncito de papel.
-Cosas.
Echó a volar hacia fuera el avión y fue tras él.
Apreté contra mi pecho el atado. Olía a hierba, como antes.
Poco a poco fueron acercándose aquellas voces infantiles y alegres que iban al encuentro de la vieja del atado.
-¿Qué guardás ahí? –pregunté bajito, mientras desataba el nudo.
Sobre la mesa cayeron papeles arrugados y amarillentos.
De pronto me pareció oír la voz de ella, llena de cadencias, que respondía:
-Cuentos, nada más que cuentos…


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