jueves, 29 de agosto de 2019

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Agosto de 2019


EL HOMBRE QUE ANDABA EN LAS NUBES


            Cuando aquella persona que pasó a mi lado me preguntó si yo veía un eclipse, sólo atiné a reír. Reí estruendosamente hasta conseguir que se marchara apresurada. Por supuesto que no había eclipse, pero yo seguía mirando a lo alto. Descubría nuevas formas en las nubes, en las bandadas de gaviotas, en las antenas de televisión. Observé entonces las copas de las palmeras, estaban apiñados los dátiles en sus racimos. En los cables telefónicos se había posado un gorrión o quizás un chincol. No tenía mayor importancia, pero una persona conocida se acercó a saludarme y me hizo la siempre idiota pregunta: - ¿Se le ha perdido algo? – Nada naturalmente. Así como existen seres que andan permanentemente cabizbajos. ¿Por qué no puede haber el extremo contrario?
            Proseguí mi trayecto. Los balcones destartalados, plomizos, de ventanas oscuras y misteriosamente cerradas, siempre me intrigan. Huelen a miseria física y de la otra. ¿Quién puede ser tan mezquino consigo mismo que evite el gratuito banquete  del aire, del sol, la luz? Mirar el transcurrir de la gente bajo los pies, sentir el cotorreo y la risa chillona de las mujeres que vuelven del mercado o el suave acento del chismorreo. Es una fiesta. Hoy las palomas no están en el alero de siempre en la universidad. Ellas prefieren las ventanas de la Facultad de Filosofía y Letras. Tienen obstruidas de excrementos los canales de lluvia y las cornisas, pero no sé si es el color del edificio el que las mimetiza y veo plomizas alas en vez de las blancas y azulinas pecheras que se enseñorean en la plaza. Hoy está sombrío. El suelo jamás se mueve, excepto durante los terremotos. Pero el paisaje mirando hacia lo alto es diferente. Siempre tiene un aire de secreto movimiento que se permite sutilmente. Cruzo calles, alcanzo metas previamente por mí establecidas. Hasta donde está el alto edificio amarillo, por ejemplo. Allí permanentemente parpadea un luminoso letrero, no sé de que...
            Los barrios de cara veinteañera en días luminosos, lucen ahora una oscura y sorda paz. Sombría, rencorosa y fosca. Me intranquiliza no divisar el gato romano en el balcón del sexto piso. Al enfilar al centro me coge un decorado farandulesco que hace y deshace guirnaldas, coloca luces, banderas, lienzos lado a lado, Probablemente una visita importante, el Jefe del País, quizás. Yo transito mirando hacia arriba ausente de todo festejo. Policías se distribuyen, se sectorizan, abarcan manzanas de edificios, los acordonan. Agentes suben a los departamentos, inspeccionan, averiguan, recelan. Servicios de Seguridad, de Inteligencia, Escuadrón Secreto. Yo río jocosamente, siento todo gracioso y un detective, supongo que eso es, me mira ceñudo. Pero yo señalo a lo alto donde una anciana regando desapercibidamente sus maceteros, ha rociado desde el cuarto piso la cabeza de un policía.
            Desconfío de esta fanfarria y quiero sólo llegar al hogar. Intento hacerlo, pero debo seguir por la calle acordonada. Sobrios carros blindados custodian las arterias laterales. Sueño con mi crepúsculo enlunado sin vallados. Debo ver la alta copa de agua del nuevo edificio de veinte pisos  que está al final. Río, río, esta vez con otra causa. Donde he creído ver ratas gigantes, son hombres de movimientos sigilosos vigilando las azoteas. Mi risa molesta ¿por qué? Va una nube deshaciendo un acordonado blanquecino y es disuelta por el viento. Mi tranquilidad me hace falta. Llegan vítores aplausos. Aparece el carro majestuoso. El tumulto me oprime y he perdido el dibujo que estaba siguiendo en la nube. Un silbido produce algo impresionante. Se hace un silencio, un alarido que rebota y abre una flor roja como una partida sandía... Y río escandalosamente, río todo el camino a mi casa, porque yo, y solamente yo, inofensivamente, yo he sido quien ha visto cerca de las nubes  entreabrirse una pequeñísima ventana y asomar la punta del arma del franco tirador...   

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