lunes, 19 de octubre de 2020

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Octubre de 2020


 

EL FRÍO

 

            Bajé cansadamente del tren. Un viejo bolso, restos de almuerzo, papeles, el pequeño paquete de galletas. Las mismas largas cuadras de cada regreso remontando el camino a casa. Esta vez ya era de noche. También el silencio y el hielo trepaban por el mismo camino, y uno que otro vehículo perforaba la nebulosa nocturna. Las viejas lanzas del frío ganaban todas las batallas. Imprimían un color verdoso al semblante, a los hundidos ojos, a las yertas manos. Ponían una losa sobre todo entusiasmo y toda iniciativa. Empujaban a aferrarse a un rápido y urgente regreso al hogar, sin ningún atisbo de soslayar otro objetivo. Desesperadamente rutina, trabajo, cansancio.

            Esta es la vida conducida hacia el fin. ¿Cuál? Miré hacia el largo camino que parecía disolverse en la nada: la bruma y el frío deshacían toda realidad. Caminé inmerso en mis truncas imágenes mentales, algunas escapadas a una decrepitud carente de fe...las demás, insólitamente bellas. Si mis bolsillos estaban como siempre vacíos, mi universo en compensación buscaba salidas y esperanzas dislocándose de mi desgarbado cuerpo. No rechazaba ningún elemento, ninguna visión, ningún recuerdo por aterrante que fuera, para encontrar algún paliativo al desaliento.

            Estremecido de frío miré en lontananza y no fueron mis ojos, sino mi intuición la que me hizo escudriñar más atentamente la solitaria calle. Un puntito avanzaba hacia mí desde el final. Algo muy pequeño...un perrito quizás...

            El pequeño bulto atravesó toda la neblina a muchísima velocidad hasta quedar  casi bajo el farol más cercano y  sólo cuando la luz le dio de frente...¡Oh, Dios! ¡Era mi propio niño quien venía a encontrarme!...Mi hijo cubriendo todas las distancias con sus cortas y regordetas piernecitas de siete años, para inundarme de júbilo. Le abrí los brazos y se precipitó en ello: “¡,Papá, papá! Venían tan solo”...”Sí, mi niño. ¿Cómo se le ocurrió salir a esta hora?”...”La mamá me dejó hasta la esquina, es que en la neblina no se ve”.

            Todo se ha evaporado ahora: Cansancio, nostalgia, agonía, desencanto...Un calor humano, piel, carne, aliento, un pelotoncito tibio en mis brazos...Aferrándose a mí, infiltrándome un fuego por las venas, como el vino más exquisito...Ternura, emoción, todo concentrado dentro de este pequeño cántaro de ilusiones que refriega su helada naricita contra mi áspera mejilla. Hay también un interés...”Sí, claro, te traje galletas”. Esta pequeñez me avergüenza ante su espléndido don de vida, su fecundo idioma de ritmo y colorido que me hace cantar lleno de entusiasmo y avanzo con mi pequeño Lorenzo de la mano, rápido para que el chiquito no se hiele en las largas cuadras que aún debemos recorrer.

            Gracias a Dios que dejó atrás las mil y una enfermedades de la infancia y que mantienen a los padres en tensión, esperando al doctor como se espera a un ángel con su bálsamo maravilloso que bajará la fiebre. Aquí está, agresivamente impetuoso, ajeno a rechazos, nostalgias o paradojas. Todo él es una palpitación de alegría y ahora soy yo el infinitamente pequeño, minúsculo habitante de un mundo gris y decadente. No conozco más allá que la máquina de escribir, y las modestas relaciones de oficina. Frustración, mediocridad...Viendo morir causas y esperanzas. Sólo para Lorenzo soy grande, importante, único. Quisiera que no dejara de ser niño, que la vida se detuviera en este momento, como en un jardín fascinante desde donde poder mirar todo lo tenebroso y trágico, camuflado en el calendario.

            Mis propios pensamientos son ahora un enjambre de zumbidos y me adentro en ellos, olvidándome de Lorenzo. ¿Por qué este enjambre me hace sentir una alfombra de silencio que amortigua hasta mis pasos? ¿Acaso este viejo camino conocido ahora es diferente como un sendero que aprisiona y en el que las nostalgias, frío y lejanía me acosan?

            Analizándome despiadadamente, comprendo por qué deseo aprehender el instante presente. Mi inferioridad se refleja en mi vacilante imagen. Mi cuerpo grande y blando aloja un espíritu siempre inhibido. ¿Es la atmósfera en que siempre penetro, la causante de mi incapacidad para toda concepción positivista? Fugacidad, fugacidad...Repetición de situaciones. ¿A qué aferrarse desesperadamente a las causas perdidas? No es el tiempo el que pasa. Nosotros configuramos los círculos concéntricos. El tiempo se alza como algo soberbiamente abstracto, mientras el cúmulo de nuestras situaciones juguetes a sus pies. Nuestras pequeñas tragedias no tienen por qué importarle. Culpamos al tiempo y sin embargo...

            El niño me mira desde el fondo con sus claros ojos verdes uva, atravesando mis capas de tristeza. El mismo claro mirar de su madre: Los mismos ojos de ella, clavad ahora a su lecho de paralítica...

            He llegado al fin y saco la llave del bolsillo. La luz del dormitorio me guía. Ella dormita como siempre; pero allí está la carta sobre el velador, entre los frascos de remedios...amarillenta y ajada ya, causante de toda esta actualidad dolorosa. Sé de memoria cada una de sus frases y en especial aquella: ... “¿Para qué regresar, papá? Acá está mi futuro. Lo he encontrado en este lejano país. Acá se valoriza realmente a los jóvenes profesionales. El sueldo equivale a doscientas veces tu sueldo, papá... Además, me he casado con una hermosa muchacha de esta tierra. No se preocupen más por mí. Cariños a mamá. Te abraza LORENZO”.             

             

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