El rock “globalizado”
Como expresión musical de posguerra, el rock irrumpe en la sociedad de mediados del siglo XX con la bravura de una ferocidad juvenil que gritaba al mundo sus canciones pacifistas de no más de cinco minutos, simples himnos compuestos de pocos acordes, combinados con unos cuantos versos malsonantes, de factura bien callejera, directos y a la vez profundos. El repudio a las políticas beligerantes de la segunda guerra, de Vietnam y de Corea, redoblaba sus tambores contestatarios a través de esta incipiente música. Lo que parecía como una versión más económica derivada del jazz, y como una expresión más divertida que el blues - sus dos fuentes principales - se transformó en una cultura que trascendía lo musical y los salones de baile. Derivó en un movimiento en el que emergían borbotones de una sangre nueva que no quería heredar el olor a pólvora caliente que aún se percibía en las calles, ni el resentimiento de los combatientes, ni los traumas, ni toda secuela que deja una guerra. Aunque con vehemencia, se le cantaba al amor y a la paz - en cualquiera de sus concepciones - y se emprendía un camino de búsqueda de expansión de la mente y de los sentidos donde todos subían a un romántico tren colmado de alcohol y estupefacientes. En función de lo coyuntural y contexto social en el cual aparece, el rock tenía algo que decir, había que patear el tablero, había que alzar una voz visceral desde lo más hondo, con simpleza y sin rodeos.
No es en la génesis de este movimiento en donde voy a concentrarme, sino en como resuenan sus ecos en la actualidad. Han transcurrido más de 50 años desde su aparición, y hoy la realidad de esta música como de sus cultores es muy distinta. Es sabido que el fenómeno de globalización económica y de las comunicaciones caracteriza, entre otras cosas, al mundo posmoderno donde caudales de productos e información circulan a una velocidad que permiten acrecentar ganancias en menor tiempo. El mercado de la música en el cual el rock es gran protagonista, tiene su gravitación en este fenómeno. Toda obra artística que se lanza al consumo masivo basándose en términos de producción en serie para favorecer a la industria más que a la expresión, se vuelve una mercancía, y se desvirtúan allí las condiciones esenciales del arte.
Con el tiempo algunas facciones dentro del rock mutaron en una subcultura, actitud estereotipada, o en estilos fusionados con otros géneros. Precisamente, tales mutaciones obedecieron a modas, pautas de mercado o simples experimentaciones, y cambiaron algo de aquella esencia que había dado origen al rock, pese a que muchos estilos lograron calidad desde lo musical, desde lo conceptual o desde lo estético. Me parece loable el resultado obtenido en algunas de esas transformaciones, que habla de una evolución y exploración músico-sonora casi inevitable debido a que los gustos e ideologías se renuevan continuamente.
El problema que amenaza al rock, como a otros géneros, no es el cambio ni la exploración, ni siquiera el factor comercial - que puede mejorar las condiciones de la expresión genuina - sino cuando el viraje hacia lo económico se torna razón exclusiva para su subsistencia. Aquí es donde se resisten aquellos que, tentados por la viperina señora del consumo masivo, se desvían de su odioso camino, tan seductor e itinerante, y mantienen sus principios roqueros como pueden. Son los menos, y se podría decir que constituyen una especie casi extinta. Estos sobrevivientes de la tentación quedan relegados al mundo “under”, y en ellos se puede advertir esa legitimidad artística que tienen los que se comprometen con lo que expresan. “Ellos son eso mismo que cantan o dicen”, y no siguen ningún capricho mercadotécnico o de oficinas de producción. Esto se ve también en otras disciplinas, como el teatro, la plástica o las letras.
Durante los años 70, la experimentación en el rock alcanzó hasta ese momento su punto álgido. Composiciones más sinfónicas y extensas, temáticas vinculadas a leyendas y mitos, o vivencias contadas con una poesía más esmerada y psicodélica, pintaban el panorama roquero de la década; las túnicas coloridas y el vestuario en general se ligaban íntimamente a estas temáticas.
Para finales de los 70 aparece una corriente que se alza contra los sistemas políticos y sociales establecidos: el punk, una subcultura que le cantaba a la anarquía y a la no explotación del hombre por el hombre. Más tarde, otra corriente aparece para estremecer las bateas y los oídos: el heavy metal, estilo donde se reviven a personajes épicos, y donde el mundo antiguo y medieval se hacen presentes; el cuero negro es su uniforme, y la actitud hostil se acentúa con ejecuciones y timbres vocales más agresivos.
Casi paralelamente, en los 80 irrumpe el “glamour” con todo su andamiaje erótico y sensual; se podría decir, que ya entrábamos a la era del video, la era de la imagen, y se intentaba producir íconos andróginos que pudiesen agradar tanto a hombres como a mujeres; el pelo largo ya no era sólo una evocación medieval o gótica, como en los 70, sino un recurso sensual.
En los Estados Unidos predominaba el rock glamoroso, con textos vinculados al alcohol, la noche y las mujeres, mientras que el europeo mantenía las evocaciones míticas e históricas y alguna que otra filosofía callejera.
¿Dónde entraba lo comercial aquí? La respuesta es simple: en todos los estilos del rock, el comercio entra por los medios, las compañías encargadas de producir y editar bandas, las monumentales giras donde se emplean a cientos de operadores y técnicos, y las campañas de publicidad. Desde que ingresamos a la era del video, había que vender una imagen sea glamorosa, con reminiscencias históricas o contestataria, y el sonido debía cumplimentar las exigencias tecnológicas de la época. Para todo ello, la industria de la música se las ingeniaba para lanzar “productos roqueros” dirigidos en especial al público joven, que es el consumidor de música por excelencia.
Sería labor tediosa mencionar referentes de bandas o músicos que se desenvolvieron en este marco, porque la evolución en el rock, además, desliza variables en relación a ciertos exponentes que tuvieron algún toque de originalidad. Por ello me limito a comentar algunas características principales que desplegó esta música desde su aparición, y que hoy no escapa a la gran maraña “globalizada” en la que vivimos. Se le puede reconocer al rock su capacidad adaptativa a este fenómeno, pero debió pagar su precio: debió dejar atrás los reales gritos contestatarios, y cambiar ciertos ideales por el éxito comercial, la protesta sin concesiones por una rebeldía de entrecasa, los sueños de cambiar al mundo por el “establishment”, los circuitos pequeños y no rentables por los megaconciertos y festivales millonarios.
El rock que hoy escuchamos goza de jerarquía comercial porque se convirtió en un bien de mercado sostenido por la tecnología y el profesionalismo. Pero no se puede culpar a ningún género o estilo musical por responder a los paradigmas de una cultura capitalista que hoy rige en todos los órdenes de la vida social. Sólo aquellos productos que operan en el mercado con efímera vida para satisfacer una moda o manipulación comercial, sería un digno blanco de críticas. El resto no es más que una adaptación a los tiempos que corren.
1 comentario:
Muchas gracias Walter por tu ofrecimiento. Lo tendre en cuenta. Un abrazo.
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