miércoles, 20 de marzo de 2019

Marcos Aguilar-México/Marzo de 2019


Haydee


Te acompañaron los almendros, me dieron la noticia, y quizá no lo creas, pero hubo dolor en mí. Al saber de tu partida te recordé en los pasillos de las horas, charlando, buscando nuestras propias definiciones de tristeza, para concluir siempre, que había cierta melancolía en el paseo de los enamorados. Te recordé callando tus cortas oraciones, nunca diluidas en los rostros insensibles de los santos, en silencios largos, que escurrían, sin apresuramientos, como arena en los antiguos relojes, y deseabas el morir, pues la vida te dolía eternamente.

Era grato observarte cuando no callabas el adiós, buscando la salida de nuestra presencia -con sus ruidos-, para llegar a tu silencio y ahí, abandonarte. Pero también dolías al sentir como te nacía la tarde desde dentro, con las hojas caídas de los álamos en el crepúsculo y las manos llenas de soledades, con la boca mitigada de tu sed, por palabras no dichas y  ojos que sí comprendían la tristeza.

Tu cuerpo murió. Murió no teniendo la esperanza de la espera, ya no caminará por los jardines, entristeciendo las flores que te observaban, creando sus propias oraciones. Partiste, dentro de la tarde que había salido de ti, que habías creado y depositado en tu regazo sacando el agua dulzona de tu vientre. Hoy llueve, es de tarde, y ya no sale de ti; emana de las cosas que tocaste, de los cristales que rompían al recibir tu imagen, de tus gasas, algodones, ácidos; de los rostros que conociste y nunca te conocieron, con quienes charlabas, haciendo una momentánea tregua con tus batallas interiores. Partiste..., y vives, ahora, dentro de una noche grande llena de adioses, el eterno amor que sólo dan los muertos.

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