Oasis en Liverpool
Antes de la recesión no te imaginabas trabajando en un local de comidas rápidas en el Este de Londres, la zona de la ciudad más relegada desde siempre por la realeza a la que tanto detestás. Sos un republicano, pero lo ocultás porque va contra las políticas de la franquicia. Centenares de banderines de la Union Jack cuelgan de los balcones de la cuadra del negocio, resacas del Jubileo de Diamantes tan celebrado por aquellos serviles a la corona que jamás se verán beneficiados en nada, a causa de una anciana cuyas joyas le doblegan el peso en una balanza.
Estás acostumbrado a callarte y sufrir los agravios de clientes enojados con la vida, fastidiados con sus rutinas. Así te lo ordenaron el primer día. Sos alguien más adulto de lo deseado en un trabajo reservado para adolescentes con acné, aunque eso ha tenido su ventaja en esos momentos en los que estás bajo el ataque colérico de alguien frustrado con su existencia. Muchos jovencitos temperamentales fueron despedidos el mismo día en el que se atrevieron a hacer frente a esas vejaciones. Los pocos o no tan pocos años que les llevás te sirvieron para desarrollar un carácter paciente y reservado.
Sin embargo, cuando regresás a casa por la noche escuchando Stand By Me de Oasis, esa canción que tanto amás, te das cuenta de esa soledad perturbadora que existe dentro de tu ser. Esa falta de un alguien, tan abstracta y confusa, capaz de no hacerse ver ante tus seres queridos. Estás hastiado de vivir una vida con corazón de anciano. Tu mente presenta batalla, declara la guerra a todos tus obstáculos. Esos mismos a los que te sobreponés cada día, permitiéndote seguir adelante bajo condiciones ultrajantes. Una parte muy profunda de tu ser dice que tu existencia es miserable mientras la realidad es muy diferente a los ojos de las tristezas que abaten al mundo.
Charlás mucho con tu compañera de trabajo, una chica de dieciocho años, tan pelirroja y tan irlandesa de aspecto que decidiste llamarla Paddy, a pesar de su puntualidad británica y su postura pro-realeza. Tampoco te importa su nombre real, Janet. Te parece muy antiguo para una chica tan joven. Los temas de conversación varían según el día de cada uno, la comprendés y ella te comprende. Paddy te quiere mucho, lo sabés, pero no indagás más allá de esa superficialidad que caracteriza una relación de trabajo. No querés herirla ni tampoco darle de hablar a Simon Whistler, ese muchachito insoportable tan cercano a la gerenta, una cuarentona sin sonrisa.
En casa las cosas son complicadas. Vivís sólo en un departamento tan desordenado como la habitación donde Roger hospedó a los 101 dálmatas. Sos hijo único y la relación con tus padres es caótica. Está en su punto más bajo desde que tu papá encontró esa colección de fotos que no pudiste explicar. Tu mamá es sumisa, y se abstiene en el tribunal moral encargado de juzgar tu vida privada. Estás seguro de que en secreto sólo quiere tu felicidad y daría lo que fuera por quebrar las cadenas pesadas impuestas por tu padre. Y aún con toda esta carga de angustia familiar, sabés que sos alguien afortunado. Te lo dice Rosa Whitaker, la anciana a quien adoptaste como tu abuela, una mujer soltera a quien ocultás tus sentimientos contra la realeza, pues le romperías el corazón.
Llegás por los trenes de Aldgate cada noche, con un pesado cansancio. La señora Whitaker te espera como ese hijo o nieto que nunca tuvo, un tema de conversación que ella jamás habilitó. En verano te aguarda una ensalada y en invierno una sopa. Te preguntás lo de siempre cuando entablás una relación con una persona, te preguntás si Rosa Whitaker te seguiría apreciando si supiera quién sos. Querés reasegurarte una y otra vez que a nadie les interesaría ese secreto a voces, ese tabú personal ya superado por la sociedad. Pero algo te traba y no podés.
Escuchás a esa voz interior presente en todos y querés saber qué busca.
—Alguien que me acompañe acá dentro —te dice.
Esa soledad interna te tortura de día y te cansa de noche. A veces ni escuchás los relatos de la Primera Guerra Mundial sobre el padre de la señora Whitaker. Tampoco escuchás a Paddy y mucho menos a Simon Whistler cuando te hablan mientras atravesás esos momentos peores que el maltrato de los clientes. Tratás de cambiar la temática mental y ayudás con una copita de un licor que te regaló Andy Chester cuando cumpliste treinta y dos. Considerás llamarlo, pero pensás en la miserabilidad de esos que se desquitan con vos en el trabajo y procrastinás la llamada.
«¿Acaso no tengo yo la misma frustración y con nadie me desquito?», pensás, porque decirlo en voz alta alimentaría a tu bronca interna.
Una de esas noches ahogaste tanto tus penas en ese licor que la señora Whitaker llamó a la policía cuando no respondiste a sus insistentes llamados a tu puerta. La situación fue patética, fuiste humillado frente a la anciana por esos oficiales estresados con sus trabajos. Casi te caíste en el pasillo mientras intentabas ponerte el jean y pedirle disculpas a tu abuela adoptiva, quien aún sigue muy dolida por lo que su nieto del corazón eligió para lidiar con sus problemas.
—Te creí un joven responsable, no un cobarde refugiado en el alcohol —te dijo antes de cerrarte la puerta en la cara.
Hoy es un nuevo día y batés un café fuerte contra la resaca. Salís al pasillo y te detenés en la puerta de la señora Whitaker. Levantás tu puño para tocarle la puerta, decirle cuánto la amás, pedirle que te perdone, que te indulte al menos. Pero no la molestás. Conocés el concepto de dejar al otro asumir algo doloroso. Bajás por las escaleras, no usás el ascensor. Querés asegurarte de que el café cumplió su función. Y sí, estás lleno de energías. Ni siquiera tomás el subte, vas caminando al trabajo y pensás en salir de toda esa vida. ¿Qué necesitás?, aún no lo sabés, pero estás dispuesto al cambio.
En el trabajo hablás con Paddy y le confesás tu verdad. Te dice que ya lo sabe. Ni siquiera lo suponía. Dice que Simon Whistler se lo reafirmó una y otra vez hasta convencerla.
—Me dijo que sos «uno de esos» —te dice con sus delicadas manos que enfatizan las comillas abstractas.
Te enfurecés y terminás tomando al metido de Whistler por el cuello de su remera. Lo llevás contra la pared. Él no ofrece resistencia, levanta sus manos pidiéndote que no lo lastimes. Hiperventilás y querés romperle la cabeza contra el piso. Ves en ese muchachito socarrón el rechazo de tu padre, la sumisión de tu madre, la decepción de Rosa Whitaker por tu amistad con el alcohol. Ves hasta el rostro de Andy Chester, ese gran amigo que, con certeza, también se decepcionaría si supiera cómo malgastaste su regalo en una noche de tristeza. Y por último ves en el rostro rojizo de ese imberbe cuánto tiempo llevás perdido vendiendo hamburguesas, en conversaciones internas absurdas y reflexiones sobre lo vacío de tu vida. Estás encolerizado, pero no hacés nada. Lo soltás y vas por tus cosas.
—No vuelvo más —decís, para nunca más ver a Paddy ni a Simon Whistler. Nunca estuvieron interesados en vos. Paddy te quiso para un propósito frustrado. Whistler sólo buscaba hacerte saltar de tus cabales y lastimarte.
Volvés al departamento en mangas cortas pese a lo intenso de la fría garuga londinense. Muchos te observan de pies a cabezas al pasar, pero te contenés para no tener que lidiar con tantos malintencionados. Estás focalizado en no dejar que la oscuridad se haga un festín con vos. Parás un taxi y te vas al aeropuerto. Quizá Heathrow tenga alguna opción en sus ventanillas.
Te tranquilizás en una de las terminales y te acercás a British Airways como un caballero inglés. Pedís saber sobre la oferta vacacional. Nada te cautiva, ni Hawái ni Bora Bora. Tu celular suena. El identificador de llamadas te muestra a Andy Chester. Lo atendés con irritabilidad, pero su voz te calma pese a no ser lenta y pausada como la de la señora Whitaker.
—Te espero en Liverpool, vamos a ver a Oasis, tengo ganas de verte —te dice al terminar la larga charla que irrita al empleado de British Airways que espera venderte algún viaje.
Te disculpás y te vas de Heathrow. Volvés a casa en otro taxi. No hablás con el taxista, la ansiedad te carcome. Esa voz solitaria está en silencio, acabás de accionar para suprimirla por siempre.
Armás dos mochilitas en media hora y salís de madrugada. La señora Whitaker te dejó un alelí en tu puerta, señal de que quiere verte al otro día. Te llena de alegría y te mortifica al mismo tiempo.
«Ya habrá tiempo para hablar de la Primera Guerra Mundial», pensás, mientras sonreís frente a la puerta del departamento de tu abuela del corazón.
Partís con esperanzas de regresar convertido en un mejor hombre, dispuesto a vivir las pequeñas cosas de la vida. Esas pequeñas cosas que la vocecita interna no te deja disfrutar. Ya no te sentís una pésima persona.
«Puede que no encuentre a mi Príncipe Azul en Liverpool, pero no me arrepentiré de no intentarlo» pensás en el taxi; te causa una sonrisa recordar que sos republicano.
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