EL SUERO DE LA ABUNDANCIA
A veces cuando Cándido Esperanza sueña, y sueña muchas veces, no es tan ambicioso. Mejor dicho, no es tan ambicioso en cuanto a la abundancia de lo que desea, pero sí lo es en cuanto a lo único que desea, tanto que racionalmente sabe que es casi imposible lograrlo. Y no sabe si es porque lo impresionó en su niñez la increíble serie de El Hombre Invisible y los problemas que resolvía con su invisibilidad o que lo relacionó con aquellas situaciones que veía a su alrededor y no estaba a su alcance solucionar.
Así fue que averiguó dónde atendía la bruja Cachavacha y le planteó las posibilidades de que ella le pudiera conceder ese privilegio durante una noche y a qué costo.
Cachavacha, más rápida que mentirosa, le dijo que no había ningún problema, pero que debía cumplir previamente un tratamiento y que sin que él se diera cuenta se volvería en 72 horas invisible, aunque por una cuestión de protocolo a él le iba a parecer que se veía los brazos, las piernas y todo su cuerpo, pero que en realidad los otros no verían nada de él.
El ingenuo de Cándido pagó los 1.000 dólares del tratamiento y se llevó cinco paquetes de yuyos que debía consumir en ayunas, en pijama, sentado en el bidet, con la banderola abierta, durante tres días.
A la noche del tercer día se desnudó, se miró al espejo, y se vio tal cual era, pero recordó lo que había dicho Cachavacha, el protocolo hacía que se viera pero los demás no lo verían. Recordó que los protocolos de la OMS eran así de extraños y cambiantes, así que lo creyó a pie juntillas.
Ya quería entrar en acción, con la velocidad de su personaje favorito. Apuntó enseguida a lo que lo tenía desesperado, la voluptuosa vecinita rubia de enfrente, la que pondría paz a sus hormonas.
Cruzó rápido la calle. Una abuela que estaba asomada al balcón lo miró extrañada y en verdad hasta interesada, pero pensó que se le había cortado el agua y buscaba el baño de un amigo. Hacía mucho calor.
Subió hasta el segundo piso para no encontrarse con nadie en el ascensor, tanteó la puerta del 2ºB, estaba sin llave. Seguro ella había llegado del trabajo apurada por tomar una ducha, así que decidido se dirigió al baño.
Se paró a mirarla a través de la cortina transparente, sintió que la sangre le hervía e imaginó la escena apenas ella terminara de enjuagarse, apoyara sus delicados pies en el piso y la viera completamente desnuda.
Cándido nunca había soñado lo que pasó a continuación.
El jabón Palmolive, para piel seca, le entró mojado y con espuma por el ojo derecho. El cepillo para lavarse la espalda le golpeó justo en los testículos y su fiel compañero se bajó de golpe.
El grito desaforado de la rubia atrajo al agente de la esquina que subió de a tres escalones por vez. La abuela, que no quería perderse detalle, eligió el ascensor porque sabía que la escena que podría encontrar le subiría la presión.
Todo terminó en la clínica de la vuelta con Cándido esposado en la camilla y el médico de guardia pidiendo al enfermero que le colocara suero en abundancia, por si acaso, mientras llegara el psicólogo.
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