EL AGUILA REAL
Sentado en el cordón de la vereda del penal Luis pasa revista a las escasas pertenencias que le han entregado en una bolsa de plástico. En un sobre de papel madera, junto con otras menudencias encontró una moneda conocida. Juguetea con ella y se queda contemplándola. Se la dieron hacía mucho tiempo, en un vuelto, junto con otras de un peso. En el apuro le parecieron todas iguales pero esta no tenía el escudo argentino, era un águila sobre un nopal. Recién cayó en la cuenta cuando no pudo convencer a la expendedora de boletos del 130, una noche de lluvia y tuvo que andar diecinueve cuadras bajo un diluvio que le valieron una gripe y una pelea con el kiosquero, el que le había ‘encajado’ el peso mexicano. Cuidó de guardarla aparte para no confundirse y allí quedó en un bolsillo interno de la campera, hasta aquella noche.
Dale ¿tenés una moneda? si no sabés qué hacer, dale ¿cara o ceca? Así la moneda, la mexicana, decidió que esa noche acompañaría a su primo Cacho y al ‘peruca’ que andaba en problemas. El primo siempre había tenido amistades dudosas, por eso el padre de Luis le tenía prohibido frecuentar su compañía. Para Navidad, para algún casamiento o algo así, estaba bien, pero nada más. Lo mismo ellos solían encontrarse en el club, o cruzarse en el barrio, como esa vez cuando Cacho se le acercó y le dijo por lo bajo: nos falta uno Luis, haceme la gauchada. Sabía que su primo salía de ‘choreo’ de vez en cuando, pero nunca, antes; habían hablado de esas cosas. En esa oportunidad se trataba de una urgencia, dijo Cacho. No era un trabajo difícil, había que darle la mano al peruano que tenía que reponer el dinero de la caja del mercadito en el que trabajaba.
En un momento, la moneda decretó que oficiara de campana, que la mala suerte disparara en la garganta del vigilador, que el ‘peruca’, más rápido, desapareciera, que él y su primo fueran presos por asalto a mano armado con herido de bala.
Su primer día en el penal lo puso frente a un mundo que él conocía solamente por la televisión, Ahí entendió lo de *tumberos*.
Compartía la celda con tres más. Uno era el flaco Herrera, que con esa peligrosa estupidez que los demás usaban para divertirse, lo desafió a un *a mano limpia* que le dejó la nariz sangrando y oír las burlas del guardia que dijo algo de *gallito*. El que llamaban Bragueta, lo miraba de costado y hasta le pareció que en un momento lo sujetaba de los brazos mientras Herrera lo golpeaba. El tercero era Dominiani, el Taco Dominiani que estaba preso por estropear a golpes a su mujer. No parecía mal tipo, por lo menos era más tranquilo y el haberle caído bien, evitó que lo molestaran demasiado. Preparate porque el viejo de alguna manera se va a cobrar que te haya adoptado, le decían los otros que se lo pasaban haciendo campeonatos de pedos y camorreando a los gritos a los de la celda de enfrente. Después las broncas se dirimían en las duchas hasta que alguno terminaba en la enfermería.
A las pocas semanas al flaco Herrera lo cambiaron de establecimiento luego de un ataque de furia. Entonces llegó un tal Caamaño que había bajado a un policía y a un cliente en un asalto a un banco de Villa Urquiza. Resultó ser un personaje conocido y popular, tanto, que lo recibieron con aplausos de todo el pabellón. Dominiani le dejó claro de entrada que era el último en llegar.
El Bragueta se lo pasaba cantando tangos de Gardel, lo que provocaba burlas y silbidos.
Un día, de aburrido nomás, Luis se puso a canturrear con él y terminaron jugando con las letras para diversión y aplauso general. Dominiani le guiñó un ojo aprobatorio.
Allí adentro Luis y Cacho sólo se veían en el patio o si les tocaba juntos alguna tarea de limpieza. El primo salió pronto, el padre le puso un buen abogado, pagó una fianza. Para Luis las cosas fueron distintas. Apenas supieron en su casa que había caído preso, don Antonio Pugliani ordenó que fuera declarado muerto. Renegaba de ese hijo que había manchado la cuidada honra de la familia. Su hermana mayor apareció un par de veces en el horario de visitas. Mirá, con los chicos chiquitos no puedo venir seguido… aparte si el viejo se entera…¿y mamá ? mamá le tiene miedo, cualquier cosa por no disgustarlo, hasta olvidarse de que tiene un hijo...¡preso! La última vez que su hermana lo visitó, le pasó con gesto de culpa un sobre de Micaela. Aún no se habían prometido eso de en las malas y en las buenas y él soñaba que no hacía falta, ¡conociendo a Miky! Cómo la esperó cada horario de visita, pero ella resultó ser una ausencia más.
Por favor no lo abras ahora. Porque ella sabía, claro que sabía. Eran dos líneas: Gladys te va a explicar lo que pasa afuera. Me voy a España, Salió lo del laburo. Cuidate. Micaela. Ni una palabra sobre el asunto del atraso.
Los hijos de Dominiani se turnaban para visitarlo, también venían a verlo los compañeros del taller mecánico y hasta un día apareció una mujer a la que se refirió como …una amiga. Los otros dos también tenían visitas. Las novias, las madres, el último padrastro de Caamaño, amigos, caras distintas.
De vez en cuando a Luis le llegaba un paquete con cigarrillos, chocolates, algunas revistas que le mandaba la madre, pero ella nunca apareció. Ni siquiera una carta. Estaba cansado de llamarla por teléfono. ¡puto contestador! Apretó los dientes y se le saltaron las lágrimas. ¿Qué le pasa al maricón? Se burló Caamaño, ¡Marica! ¡marica! se oía desde las otras celdas. El Taco Dominiani le dio un puñetazo en los testículos y el correntino terminó aullando en un rincón.
Un día el Taco se despertó delirando, con las mantas empapadas, con temblores. De la enfermería lo vinieron a buscar en una camilla chirriosa. No alcanzaron a llegar al final del pasillo cuando entró otro con sus mantas y almohada a ocupar la cama. ¿ustedes qué miran? Dijo como saludo después de terminar de putear a los guardias que lo trajeron. Caamaño y el Bragueta levantando las cejas, lo miraron a Luis que se limitó a esbozar una casi sonrisa.
El guardia de la garita del frente del penal con un par de agudos pitazos le indica que circule. No puede seguir allí, ni lo desea. Nadie lo ha venido a esperar. Tantea en el bolsillo derecho de la campera el manojo de cartas que sus compañeros le han entregado para repartir. Repara que en su mano todavía tiene la moneda, la del águila real con la culebra en el pico, la de aquella vez, la que decidió por él. La soba largamente entre sus dedos y con un certero disparo la incrusta en el centro de un volquete cargado de escombros.
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