martes, 24 de noviembre de 2009

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2009



EN EL ALTILLO


Siempre me atrajeron los altillos. Esos cuartitos oscuros, con olor a brujas y fantasmas, con sus secretos, reales o inventados, era un poderoso imán en mi niñez.

Estoy con mi madre, en la antigua casona de su infancia, la abuela ya no está y ella quiere rescatar lo que se pueda, y por qué no confesarlo, volver a los recuerdos.

Recorro los patios, rodeados de eucaliptos y paraísos, yuyales que amenazan invadir la entrada, el suelo cubierto de brevas podridas y la vieja higuera mirando el ocaso de sus hijos. Recorro las habitaciones, perfumadas de encierro. Una angosta escalera me lleva al altillo. Ansiosa, abro la puertita de madera machimbre, con un suave quejido, parece darme la bienvenida. Enciendo la linterna, sillas apiladas, muebles rotos y otros trastos se ofrecen a primera vista. Recorro los viejos cachivaches y lo veo.

Simplemente estaba ahí, cubierto de polvo, entre objetos descartados por inútiles o desvalorizados por ignorancia. Alumbro el rincón. Corro el viejo y destartalado sillón de mimbre. Envuelto en ennegrecido lienzo, un antiguo baúl, a la luz de mi linterna, muestra, entremezclados con el polvo y las telarañas , vestigios de dorados herrajes.

La curiosidad me acucia. Me cuesta levantar la pesada tapa, siento como si de adentro alguien la tironeara. Un olor a encierro, a cosas viejas me envuelve. Hurgo, indago. Me atrae el brillo de un collar roto, una pequeña caja de zapatos, una muñeca sin brazos, un frasco con conchillas de mar, caracoles, tapitas de lata, hilos de bordar y un paquete de naipes manoseados. El desencanto le está ganando a mi curiosidad. Es entonces que descubro una cartulina cosida a un tapiz envejecido de encierro. Con sumo cuidado lo doblo.

Bajo la escalera, lo despliego en el piso y, cepillo en mano quito polvo y telarañas. Veo figuras bordadas con coloridos hilos de seda. Incrustaciones de piedras resuelven las imágenes que sostienen los marcos. Un enorme, gigantesco pico de ave aciela la escena con figuras en inverosímiles posturas. Pienso en algún aquelarre de brujas malignas. Despego la cartulina enredada entre hilos plateados. Trato de descifrar su escritura gastada. La cartulina tiembla con mis manos. Hay una inscripción “Algún día… y seré lágrima”. Intrigada releo lo escrito.

Es el momento en que aparece mi madre. Hace tantos años que no veo ese tapiz que ya lo tenía olvidado. Míra como está comido por las polillas; déjalo, lo he guardado porque siempre me intrigó la historia de la tía Honoria que lo bordó. Cuéntame madre, cuál es esa historia.

Según tu abuela, la tía Honoria, su hermana, era una niña muy traviesa, al límite de la maldad. Un día le quitó a mi madre su mascota, un pequeño búho que movía los ojos, azules como el zafiro y brillantes como la luna en el agua. Lo escondió y nunca quiso decir dónde. En castigo, la abuela la confinó a bordar ese tapiz. Treinta días estuvo la tía Honoria, aguja e hilo, hilo y aguja. No dejó que nadie la ayudara. Sus ojos chispeaban cada vez que alguien se acercaba al tapiz. Revivo el episodio como si me hubiera pasado a mí. Habí Había como una culpa en la voz de tu abuela, no olvides que el pequeño búho era suyo. Mi madre calla y vuelve a sus ocupaciones.

Ahora mis ojos se detienen en un rincón del tapiz. Manchas rojizas, cubiertas de pelusa se entreveran con el amarillento transcurrir del tiempo. Una niña hurga en un pequeño cofre y se detiene en el borde acordonado del marco. El ala del ave cubre de sombra su rostro. En la mano sostiene una ovalada, brillante piedra color azul.

Los ojos penetrantes del pico la observan. Irisados reflejos iluminan la escena. Quién es esa niña. Por qué esconde su rostro. Estos interrogantes son interrumpidos por mi madre que me advierte que es hora de dormir. Le pido que me ayude a colgar el tapiz en la ventana para verlo mientras espero la llegada del sueño. Quedo sola, estoy inquieta, miro el tapiz, busco a la niña, sus manos parecen hablarme. Entrecierro los ojos.

Esas imágenes deshilvanan leyendas dormidas en lo más profundo de mis recuerdos. La historia cobra vida. Las manos de la niña acarician los bordes húmedos de la piedra.

Una lágrima cae.

Amanece, a los pies de la cama, un pequeño búho me observa desde el brillo de luna de su pupila azul. Inmóvil el tapiz, cubre la ventana. Los primeros rayos del sol, se cuelan por un ángulo del tramado, roto.

Se lo comieron las polillas, dirá mi madre.


1º Mención- 8º Concurso Internacional de Narrativa "Leopoldo Lugones"- Categoría Adultos-Biblioteca Popular y Centro Cultural El Talar

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Delfina: un relato lleno de interesantes recuerdos, de memoriosas escenas, de dolores de niñez y, un bordado que entrelaza -en cada puntada- quién sabe qué pensamientos. Me gustó mucho, un abrazo, Larua Beatriz Chiesa.

Anónimo dijo...

Lilia, a vos también mis disculpas. Donde dice Delfina, debe decir Lilia. Tal vez puedan solucionarlo. Disculpame, Laura Beatriz Chiesa.

Anónimo dijo...

Ay Lilia que buena descripción, buenísimo tu cuento, siempre tenés tan lindas historias. Me encantó.

Besote Jóse