jueves, 22 de julio de 2010

Roxana Ini-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2010


         PRESBICIA                                                                      

Lo aplastó entre sus dedos, nada. Lo chupó, tampoco. Levantó la aguja hasta la lámpara y volvió a apuntar con el extremo del hilo húmedo, no entró. Sabía que el ojo de la aguja estaba allí. Pero funcionaba como un campo magnético repeliendo la igual carga del hilo: éste se deslizaba por uno u otro costado negándose a traspasarlo. Minutos más tarde se dio por vencida. Buscó  en  el cajón la cinta adhesiva y con cuatro trozos, fácilmente logró levantar el ruedo de su pollera descosida.
Llovía tanto que si no fuera porque el reloj de la cocina marcaba las ocho, Matilde hubiera creído que aún no amanecía. Abrió la puerta y recogió el diario. Se sentó como todas las mañanas en la mesa con el mate. Recorrió una a una las hojas y con sorpresa advirtió que lo había leído en pocos minutos. Claro, sólo los títulos, con tan poca luz, las letras pequeñas bailoteaban y aparecían borrosas. Qué suerte, podría empezar sus tareas más temprano.
Al cabo de unas semanas notó que no enterarse de los detalles de la declinante economía, los interminables robos y crímenes, y los manejos corruptos de la policía, le permitían enfrentar su día con una liviandad de ánimo más optimista.
Nada podía hacer ella para cambiar la realidad, qué sentido tenía conocer sus crueles vericuetos. Tampoco conseguía leer los apellidos en las páginas necrológicas. Se convenció que a partir de ese momento, nadie más moriría: amigas, compañeras de colegio, parientes, funcionarios o actrices. La muerte dejó de ser un motivo de aflicción. No compró más el diario.
Se despertó de la siesta desorientada. En la penumbra de su cuarto consultó al pequeño reloj pulsera recuerdo de su madre. Cinco y cuarto o tres y veinticinco. Qué diferencia, si eran las cinco y cuarto, debía tomar el té. En lugar de encender la luz, exploró en su cuerpo la sed y el hambre, era más sano. Por qué atarse al dictatorial mandato de un sistema de engranajes, y no a los de su propia biología. A partir de ese momento, decidió prestar atención a los llamados de su organismo. Hambre, sed, sueño. No más horarios rígidos. Matilde percibió que su día ganaba en placidez. Ya no corría para cocinarse y almorzar frente a la novela. Había días en los que comía seis veces, otros tres, no tenía dudas sobre el menú. Su cuerpo requería líquido, dulce, salado, ácido, y descifrar sus necesidades. Seguramente constituía una dieta balanceada, con todas las vitaminas, pues le sucedía con frecuencia antojarse con espinacas, zanahorias o nueces. Desde que estaba sola había continuado con la rutina de las cuatro comidas, sin percatarse de  que sus comensales habituales habían partido. A veces se sentaba frente a su café y mordisqueaba con placer una barra de chocolate para taza envuelta en pan lactal, aliviada por haber descubierto un alimento tan cómodo como nutritivo.
Sus ojos lagrimearon. Ya habían transcurrido varios meses desde que Carlos Alfredo abandonara a María Azul, sin saber que ella estaba embarazada, fruto de sus encuentros prohibidos. Él se casa con Esmeralda. María Azul se recluye en un convento, da a luz allí a su niño, y enferma gravemente. Carlos Alfredo se entera y quiere recuperarlos, pero la malvada de Esmeralda les hace la vida imposible. Matilde no sabía si lloraba por la sucesión de desencuentros e infortunios, o por el esfuerzo  que debía realizar con su vista para enfocar el televisor. Además notó que las escenas de sexo, desamor y abandonos removían cruelmente sus recuerdos y  la hacían sufrir.  Desenchufó el televisor.
Ordenando el placard se topó con la caja azul. Se sentó en el piso y vació sobre la alfombra su contenido. A primera vista pudo dividir su vida en dos: blanco y negro y color. Las primeras guardaban en sus imágenes ya sepias a sus padres, abuelos y las fotos de su propio casamiento. También había unos bebés desnudos boca abajo sobre un  cambiador ¿ Sería Esteban o Silvita? Sus caras fuera de foco le impedían reconocerlos. Se habían esfumado la sonrisa de mamá, las flores del tocado, los ojos de los chicos, las manos de Hugo; le parecía que todas las fotos estaban detrás de un vidrio empañado. A los manotazos metió  en  la caja azul, encerrando los muertos, los alejados, los enojados y la juventud.
Cuán lejos estaría la juventud. Recurrió al espejo. Habían desaparecido las arrugas. Su cara parecía lisa, llana, por qué no, si al acariciarla palpaba su suavidad. Tampoco logró dar con sus canas, suponía que debían estar pero si no se veían era como si no existieran.
Matilde consiguió seguir simplificando. Todas las cuentas  se debilitaban de la pensión depositada puntualmente en el banco. El mercado le enviaba su pedido habitual. La casa quería cada vez menos atención, una persona sola ensucia y desordena poco. Todo resuelto.
Había dejado de lado las noticias inútiles y calcadas: la realidad exterior no pudo  horadarla con su morbosa crudeza. Ignorándolo, logró gobernar al tiempo, y lo mutó en una dimensión vana  e insustancial. Aprendió a esquivar el ontológico pavor a la muerte, excluyéndola de su diario suceder. Extinguió la llama del amor, el sexo y los afectos, y pisoteó en sus cenizas el dolor y la humillación. Impidió que la vejez hincara su lenta ponzoña y borró de la memoria sus raíces y recuerdos.
Como un hambriento frente a un banquete, se ató la servilleta al cuello y se dispuso a disfrutar de su bien ganada paz interior: Cual una asceta, convencida de que en su despojo y su renuncia descansaba el secreto de su trascendencia, en un estado de liviandad y pureza supremas, se sumergió en la introspección, se buscó.
Y  no  se pudo  encontrar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La no aceptación, la soledad, el vacío.

muy bueno tu cuento Roxana

Besosss Josefina