lunes, 16 de agosto de 2010

Foly Galán-España/Agosto de 2010

AMIGOS PARA SIEMPRE
A las dos mujeres que adoro: mi madre y mi mujercita.

Capítulo 1
Amor ardiente

   Una lámpara rota y una fuga de gas butano es lo único que precisó Raúl para acabar con los dos hombres de golpe. Fue la noche del último domingo de marzo del 2010 y puede que también, fuera la última de su vida, al menos tal y como la había vivido hasta entonces.
Su padre se dedicó durante cincuenta y dos años a la venta de vehículos de ocasión y cuando Raúl cumplió los doce años, le confesó el supuesto gran secreto comercial de la familia:
—Podrás vender cualquier coche que te propongas, siempre que su color sea del agrado del comprador y por supuesto, le añadas alfombrillas gratis y un bonito parasol de cartón. — Pero el chico nunca llegó a sentir admiración por la faceta profesional de su progenitor.
A ambos lados del camino que accede a la casa, tréboles, hortensias y geranios, acunan los troncos de media docena de ficus, que alfombran el suelo de forma perenne con sus hojas, amontonándose por doquier, haciendo audible los correteos de los roedores durante la noche.
Al carecer de depredadores, las ratas son muy sociables y confiadas, igual que el resto de los pequeños animales que moran en la finca: reptiles, aves u otros roedores; todos viven en perfecta armonía, desconociendo que no muy lejos de allí, a sus congéneres se les persigue, asesina y repudia.
Raúl se detuvo unos segundos y volvió la cabeza atrás, para observar por última vez la vivienda en llamas mientras sacaba una caja de tabaco del bolsillo interior izquierdo de su abrigo y encendía un cigarrillo, aspirándolo con ansiedad, como si fuera un submarinista que emerge a la superficie en busca de oxígeno para sus pulmones vacíos; luego reemprendió la marcha, adentrándose en el frondoso monte con dificultad y esfuerzo.
Exhaló el humo con lentitud y tosió, apagó el cigarro en una roca y continuó alejándose despacio y cabizbajo, con las manos dentro de los bolsillos exteriores de su abrigo. Con cada una de sus dolorosas zancadas pretendía apartarse ingenuo no solo del lugar, sino también de los recuerdos, los malos y los buenos; pero su mente le recordaba que jamás podría librarse de aquel incendio.
Una parte considerable de él se estaba calcinando en ese preciso instante; y aunque quedara enterrada para siempre entre escombros y cenizas, intuía que continuaría humeando durante el resto de su vida en forma de pequeños conatos, inoportunos e intermitentes, afincados en los recodos de su pensamiento.
Ahora podía afirmar sin exagerar que había perdido casi todo cuanto poseía. Pero al menos se libró de forma definitiva de sus dos persecutores, que arderían como antorchas durante más de cuarenta y cinco minutos, junto a los bienes de la familia de Raúl, en el interior de la casa de campo que les perteneció durante generaciones; eventualmente convertida en tanatorio hasta que los bomberos logren sofocar el fuego.
La vista se le enturbió y cayó al suelo desfallecido entre unos matorrales. Mientras tanto, favorecido por la vegetación seca, el fuego se extendía también por el jardín, amenazando al monte cercano y alertando a las autoridades próximas. Las llamas eran visibles varios kilómetros a la redonda.
                                                                                                             
Capítulo 2
Melodía amistosa

   Cuarenta y ocho horas antes, Raúl acordó encontrarse con Rodolfo y Pedro para tomar unas cervezas: son sus dos mejores amigos y compañeros de trabajo en la fábrica de vinilos. Los fines de semana se reúnen en “Jo-Ti”, un pequeño local próximo a la Universidad, donde las copas son económicas, las camareras simpáticas y el ambiente muy agradable.
La mayor parte de la clientela la forman jóvenes y atractivas universitarias, que por lo general solo les dedican desdeños; pero aunque les ignoren, a los tres les alegra la vista tener aquellas bellezas alrededor.
Por unanimidad, hace bastante que las catalogaron de bordes e inaccesibles, pero reconocen que es maravilloso respirar el suave y afrutado perfume que desprenden, cada vez que contonean sus cuerpecillos femeninos de un rincón a otro del angosto recinto. Esa tarde, en el local sonaba una conocida canción, cuyo estribillo repetía: “amigos para siempre”.
Era un día lluvioso, e inicialmente, Raúl planeó quedarse en casa, deseaba pasar la tarde jugando con la PlayStation; pero Rodolfo y Pedro, le telefonearon varias veces insistiendo, hasta que no le quedó otro remedio que ceder ante las súplicas.
Formaban un trío peculiar: Rodolfo es de mediana altura, con gafas y aire de intelectual; Raúl, alto y fornido, sonriente y bonachón; y Pedro, bastante bajito y casi famélico, hiperactivo y bromista. Esa noche en particular, el pequeñajo se bebía la cerveza como si fuera agua y pronto olvidó, que aquel local no era un Karaoke. Se levantó del asiento y comenzó a cantar en voz alta el pegadizo estribillo de la canción:
—¡Amigos para siempre, amigos para siempreeee!— Repetía Pedro una y otra vez escandalosamente, desafinando tanto que era evidente que lo hacía a posta, al tiempo que abrazaba con fuerza al sonriente Raúl y al avergonzado Rodolfo. A pesar de estar de pié, su cabeza no sobrepasaba las de sus compañeros sentados. El dueño del bar no tardó demasiado en acercarse para recordarles que debían comportarse; le llamaban Tino y a pesar de su aparente mal humor, era una persona cordial y sociable.
Permanecieron en “Jo-Ti” hasta la hora de cierre y como de costumbre, Rodolfo se despidió argumentando que estaba cansado y se  iba a dormir; pero Pedro, una vez más, convenció a Raúl para buscar algún bar abierto donde tomar la penúltima copa; era algo supersticioso y creía que decir la última, atraía la mala suerte; aunque también es posible que se tratara de un vulgar pretexto para seguir bebiendo.
Eran sobre las cinco y media de la mañana y la lluvia amainaba. Todos los locales nocturnos de la zona estaban cerrados o cerraban en ese momento; camareros y porteros trataban de dispersar con diplomacia a los clásicos clientes remolones, que no se resignaban a dar por terminada la noche.
Tras andar algunos metros calle abajo, se cruzaron con un grupo de jóvenes que cantaban abrazados los unos a los otros; estaban apoyados en la puerta cerrada de un bar, sosteniendo torpemente sus vasos de plástico en la mano, salpicando de ron y cerveza sus modernas camisas de marca.
Pedro se unió a la improvisada fiesta callejera unos minutos, justo lo necesario para que aflorara empatía con los desconocidos y poder probar el contenido de casi todos los vasos de plástico; solo uno se negó a compartir su tesoro.
Continuaron andando hasta llegar a la rotonda donde habían estacionado el vehículo: un viejo utilitario de color rojo que Pedro le compró al padre de Raúl unos meses antes que se jubilara; contaba con más horas de taller que de rodaje.
Por fortuna, el destartalado automóvil les aguardaba en el estacionamiento y respiraron aliviados; la semana anterior se lo había llevado la grúa municipal por bloquear un paso de peatones; que dicho sea de paso, dejaron encharcado de aceite.
Teniendo el precedente de Pedro, Raúl rechazó el consejo de su padre de comprar un vehículo de segunda mano. Adquirió uno nuevo y lo está abonando en cómodas mensualidades; aún le quedan dos años y medio para terminar de pagarlo y por precaución, jamás lo usa para salidas nocturnas. Duerme en un garaje comunitario, a salvo del vandalismo callejero.

Capítulo 3
Amargo de Angostura

   Pedro se adelantó para ir abriendo las puertas del coche al tiempo que sacaba la llave del bolsillo anterior izquierdo de sus pantalones tejanos desgastados. Después de tres intentos fallidos, en los que no logró introducir la llave en la cerradura, reconoció no estar en condiciones de conducir y le lanzó las llaves a Raúl. Ponerse los cinturones de seguridad y arrancar el motor, les llevó como mínimo unos quince o veinte minutos.
— ¡Tienes que escuchar esta bomba, el mejor Trance de Europa!— Exclamó Pedro mientras sacaba un CD de la guantera y lo introducía en la bandeja del lector, subiendo el volumen al máximo.  Raúl no tuvo tiempo de pedirle que bajara el volumen, a los dos segundos el equipo dio un fogonazo y se apagó.
— ¡No te preocupes, será el fusible!— Intentó tranquilizarle Raúl rápidamente, antes que su amigo comenzara con una interminable sucesión de maldiciones.  No hacía ni una semana que había comprado e instalado aquel lector de discos compactos; y probablemente, pagó más por él de lo que nadie le daría por comprar su vehículo entero.
Al pasar por delante de una parada de autobús cercana, pudieron ver a Tino, el barman dueño de “Jo-Ti”; su automóvil estaba en el taller desde el día anterior y esa noche no encontró a nadie que le pudiera acercar hasta su domicilio.
— ¡Frena, frena!— Le gritó Pedro a su amigo; luego, asomando la cabeza por la ventanilla y hablando con dificultad, dado su estado de embriaguez, preguntó a Tino si deseaba que le llevaran a algún sitio.
El hombre les afirmó que no era necesario, pero el joven le insistió, asegurando que no era ninguna molestia y que lo harían encantados; él accedió, aunque con algo de desconfianza, no se sentía muy seguro poniendo su vida en manos de aquellos dos muchachos.
—¿Qué tal, Tino, dónde quieres que te llevemos?— Preguntó Raúl, vocalizando perfectamente y disipando al instante la lógica inseguridad del nuevo pasajero, a quien alivió comprobar que el conductor estaba en condiciones más o menos óptimas para manejar el vehículo. Poco después, se relajaba por completo y hablaba de forma amena, compartiendo toda una serie de anécdotas vividas a lo largo de los diez años que llevaba trabajando en locales nocturnos.
Tino sabía elaborar infinidad de cócteles y presumía de gran habilidad para hacer malabarismos con vasos, botellas y cocteleras; algo que según él, le había reportado muchas conquistas femeninas entre su clientela.
Mientras enumeraba algunas de sus mezclas preferidas e ingredientes utilizados, nombró el “Amargo de Angostura”, un condimento habitual a base de yerbas aromáticas, creado inicialmente por un médico alemán para el alivio sintomático de los mareos; pero que acabaría convirtiéndose en popular ingrediente para cócteles y sopas.
Era una historia simpática e irónica: un médico militar traumatólogo que participó en la campaña contra Napoleón Bonaparte que culminó con la batalla de Waterloo, posteriormente fue reclutado en Venezuela por Simón Bolívar; pero no acabaría inmortalizándose por las vidas salvadas o por sus logros científicos, sino porque alguien tuvo la ocurrencia de usar su supuesto elixir medicinal para sorprender el paladar de reconocidos alcohólicos y excéntricos sibaritas culinarios.
En un torpe intento de adulación a Tino, Pedro aseguró que le gustaba mucho el nombre del bar; sorprendiendo a Raúl, que lo consideró una novedad. El barman le explicó que no era ocurrencia suya, sino de una buena amiga; pero no entró en más detalles y pasó a otro tema de conversación.
La entrañable charla acortó el trayecto hasta el apartado barrio donde residía Tino, quien les quedó sinceramente agradecido por trasladarle hasta su domicilio. Se despidieron amistosos y acordaron encontrarse de nuevo esa misma noche en el bar, para probar algunos cócteles con “Amargo de Angostura” a los que por supuesto, Tino les invitaría. Eran exactamente las seis y treinta y siete minutos de la mañana, muy pronto amanecería.

Capítulo 4
Desconcierto radiofónico

   Durante el trayecto al barrio de Tino, fue él quien les indicaba la ruta a seguir; y con la charla y el alcohol ingerido, ninguno prestó atención al itinerario, se limitaron a tomar al pié de la letra las indicaciones del improvisado pasajero.
De pronto, descubrieron que estaban desorientados, no sabían dónde se hallaban con exactitud y tampoco, que dirección tomar para salir de allí. Para sus mentes aturdidas por el sueño y el alcohol, fue como despertar en un mundo lúgubre y surrealista, en el que la angustia avanzaba con tal decisión que no tardó en causarles escalofríos.
— ¡Deberíamos preguntar a alguien!— Propuso Raúl. Pero Pedro no abrió la boca; desde que era niño, siempre se quedaba mudo cada vez que algo le asustaba. Asintió en silencio, con evidente nerviosismo, moviendo la cabeza reiteradas veces, igual que esos muñequitos de plástico que algunos automovilistas usan para decorar el salpicadero o la bandeja trasera de sus automóviles. Pero no lograron divisar a nadie paseando por allí; ni siquiera vieron otros vehículos transitando, el suyo era el único.
Continuaron recorriendo calles interminables que parecían clonadas, buscando algo familiar que les orientara entre tanto bloque de viviendas descoloridas. Al fin divisaron un cartel, anunciando una entrada a la autopista. Ambos sintieron un alivio instantáneo y Pedro recuperó el habla; unos segundos después, bromeaba exponiendo hipótesis infantiles sobre cómo serían los moradores de aquella barriada: posiblemente zombis o vampiros, que se ocultaban entre las sombras al sentirse acosados por el amanecer.
De forma repentina y misteriosa, el equipo de música del coche, que creían averiado, se encendió seleccionando la radio y comenzó a escanear en el dial de la amplitud modulada durante unas milésimas de segundo; luego se detuvo y emitió un pitido agudo, permitiéndoles escuchar a un locutor, que modulando con voz sobria pero entusiasta, parecía leer un discurso político:
—“Mientras los pueblos olvidan sus raíces y apadrinan doctrinas ajenas para renegar de su historia; una historia que desconocen porque ha sido tergiversada, ocultada u olvidada; unos pocos hombres resisten fieles a su sangre, dispersados y perseguidos por sus creencias en un mundo que alardea de tolerancia y libertad. ¿Quiénes son los malos ahora?
Y mientras el planeta agoniza por vuestros errores, encima debemos soportar la cruz del desprecio, impuesto por los mismos que luego apelarán a la piedad, cuando resucitemos de los escombros resultantes y gobernemos en el cielo del infierno que habéis creado”. — Al acabar dicho párrafo, el aparato comenzó de nuevo a escanear frecuencias al azar y al segundo siguiente, se apagó.
Los dos ocupantes del vehículo quedaron boquiabiertos y desconcertados, mirándose el uno al otro en silencio, hasta que el gesto sobresaltado de sus caras se disipó, dando paso a una espontánea y escandalosa carcajada.
— ¿Qué demonios fue eso?— Preguntó Pedro, intentando sin éxito volver a encender el equipo de música.
— ¡No tengo ni idea!— Reconoció Raúl. Entre tanto, su amigo continuaba obstinado, manipulando los mandos del aparato con la mano izquierda y golpeando el salpicadero con su puño derecho; su indignación aumentaba con cada uno de sus fracasados e interminables intentos. Y al darse por vencido, terminó exclamando lo de siempre:
— ¡Vaya porquería de coche me vendió tu padre!— Lo cierto es que Raúl intentó disuadirle en su día, pero Pedro se dejó seducir por las promesas del afanado vendedor, olvidando que hasta su propio hijo le catalogaba de estafador.
Ya era de día, pero aún no se resignaban a dar por terminada la noche, entonces Pedro sugirió ir a tomar la penúltima copita al bar de la dársena pesquera; el olor era insoportable, pero la camarera derrochaba simpatía y por supuesto, la cerveza estaba bien fría y la cobraban muy barata.

Capítulo 5
A puerta cerrada

   Al llegar a la dársena pesquera sonó la horrorosa melodía del teléfono móvil de Pedro: posiblemente era la canción más hortera que ha representado a España en el Festival de Eurovisión, pero a él le encantaba. Era Rodolfo, quería saber cómo estaban y dónde; había telefoneado primero a Raúl, pero al parecer tenía su móvil apagado.
Pedro le contó una serie improvisada de mentiras descabelladas: le aseguró que habían visto aterrizar un ovni y practicado sexo con media docena de extraterrestres. Rodolfo mentó a sus padres y colgó el teléfono en el mismo instante que Raúl y Pedro entraban en el bullicioso bar de la dársena.
El fuerte olor a pescado y marisco predominaba en el ambiente, haciéndose más intenso cada vez que algún cliente uniformado de plástico y goma entraba o salía del concurrido local. Era un recinto pequeño, con un mostrador sin taburetes y varias repisas de madera en las paredes, donde la clientela depositaba las bebidas o los bocadillos.
Mientras Pedro entablaba conversaciones triviales en la barra del bar con todo el que se cruzaba, Raúl permanecía apoyado fuera, en la fachada exterior, junto a la puerta, con la botella de cerveza en la mano; limitándose a observar el mar, las gaviotas y las embarcaciones deterioradas que llegaban de faenar. Era increíble que algunas se mantuvieran a flote.
— ¡Perdona, chaval, no te había visto!— Se disculpó con Raúl un robusto pescador. Iba despistado hablando con un compañero y al salir del bar, tropezó con él, haciendo que perdiera el equilibrio y derramara un poco de cerveza.
— ¡No se preocupe!— Contestó en aptitud distraída, perdiendo la mirada en el suelo, donde el líquido vertido accidentalmente ponía en evidencia las escasas aptitudes natatorias de un desafortunado grupo de hormigas. Y así, pasaron la mañana.
Al mediodía decidieron volver a sus respectivos hogares, para ducharse, almorzar y descansar unas horas; deseaban estar en forma para su cita con Tino; esa noche beberían gratis.
Al atardecer, Rodolfo fue el primero en aparecer por el lugar de encuentro, pero al comprobar que ninguno de sus amigos había llegado, aprovechó para alquilar una película en el videoclub y planeó retornar a casa temprano para visionarla. Guardó el material rentado en la guantera de su coche y regresó al bar a tiempo para ver entrar a Pedro y Raúl, con sus ojeras sonrientes.
— ¡Vaya cara traéis!— Gritó Tino desde el final de la barra, alzando la mano derecha para saludarles. Minutos después, comenzaría la prometida degustación gratuita de cócteles y combinados; algo que podría ser comparable al paraíso para alguien como Pedro.
Pero en esta ocasión, no le sentó bien tanta mezcla de bebidas y antes de la medianoche, Rodolfo tuvo que llevarle a su casa; pretexto que le vino perfecto para retirarse temprano y poder ver la película de alquiler.
Raúl se quedó con las llaves del coche de Pedro, así podría llevar a Tino a su casa al cerrar el bar, hasta el lunes o el martes no tendrían reparado su vehículo. La noche transcurrió dinámica y fluida y al cerrar su bar, Tino propuso a su chófer voluntario tomarse la última copa en el único garito que aún continuaba abierto, aunque a puerta cerrada.
Si Pedro hubiera estado allí, se habría apresurado a recordarles que nunca se debe decir la última, porque da muy mala suerte; pero al parecer, ninguno de ellos creía en esas supersticiones paganas. 
— ¡Este antro siempre está abierto para los “amigos”!— Le susurró Tino al aproximarse a la puerta y llamar al timbre oculto junto a ella, mientras ponía énfasis en la palabra amigo y escenificaba el entrecomillado de la misma con los dedos de ambas manos. Era un simple burdel, pero servían copas.
Tino dedicó una sonrisa a la cámara de vigilancia ubicada sobre el marco de la puerta y al instante se escuchó el sonido eléctrico de la cerradura. Nada más entrar, varias mujeres saludaron familiarmente a Tino; estaba claro, iba por allí a menudo cuando salía de trabajar.
— ¡Hola, papito!, ¿me invitas a una copa?— Le preguntó una joven de precario vestuario a Raúl. Tenía acento colombiano y unos grandes ojos marrones, esquivos y tristes. Él negó con la cabeza y ella se alejó, esbozando una sonrisa que sugería insultos a su virilidad. Al momento, otra mujer se acercó a Tino.
— ¡Hola Tino! Hoy ha llegado una piba nueva, ¿quieres probarla?— Mientras hablaba saludó a Raúl con un gesto seco y continuó escudriñándole durante todo el tiempo que estuvo junto a ellos.
— ¡Lo siento, Johana, hoy no voy a consumir nada que no salga de aquel recipiente!— Respondió Tino, picándole un ojo y señalando la botella de whisky escocés de doce años que sujetaba el camarero; en ese preciso momento le estaban sirviendo su copa.
— ¡Hoy vengo con un amigo, otro día será!— Añadió Tino. Ella sonrió a regañadientes y se alejó sin dejar de mirar fijamente a Raúl. Luego se sentó junto a varias mujeres más y se la veía hablando con ellas sin dejar de observarle, señalándole descaradamente.
— ¡Son lo que son, no las hagas caso!— Recordó Tino a su joven acompañante, que se mostraba algo preocupado por el inusitado interés que causaba entre aquellas mujeres de ceño fruncido.
Una hora más tarde, de camino a la casa de Tino, Raúl intentó ir memorizando el trayecto, no deseaba volver a perderse como la madrugada del día anterior. Pero no le sirvió de mucho, media hora más tarde, tras despedir a su pasajero, se halló desorientado de nuevo y esta vez, además estaba solo.

Capítulo 6
Persecución y caza

   Raúl buscaba la salida del barrio de Tino cuando se cruzó con ellos; creyó que le habían confundido con algún malhechor o tal vez, solo fuera por el precario estado del vehículo de Pedro; el caso es que hubo una breve persecución, tras la cual le obligaron a detenerse. Después le sacaron del coche a la fuerza, golpeándole con salvajismo. Recibió un fuerte golpe en la cabeza y quedó totalmente aturdido. Escuchaba que le preguntaban algo con insistencia, pero no pudo entenderles.
Por sus uniformes parecían policías municipales, pero por el lenguaje brusco que usaban y su comportamiento violento, recordaban más a psicópatas o vulgares delincuentes.
Raúl intentaba protegerse acurrucado en el suelo, pero ellos eran seis, golpeándole con porras rígidas y propinando patadas con lustrosas botas militares. Unos minutos después, perdió la conciencia por completo.
Con las manos esposadas a la espalda y semiinconsciente, sintió cómo le arrastraban hasta un vehículo y le introducían a empujones; su visión se enturbió y perdió otra vez el conocimiento. Despertó en el suelo de un garaje, con uno de aquellos sádicos abofeteándole y gritándole que se levantara.
Después de saciarse de agredirle una vez más, supongo les preocupó su mal estado y para desentenderse del asunto, le transportaron hasta las dependencias de otro cuerpo de policía, la nacional, donde por suerte le dieron un trato más humano.
Pasó las siguientes horas en un pequeño calabozo, descalzo y tiritando de frío. Cerca del mediodía, le devolvieron los zapatos y le trasladaron al juzgado. Se le acusaba de conducción temeraria, circular bajo los efectos del alcohol y resistencia a la autoridad.
Tras otra angustiosa e interminable espera, una jueza compasiva le permitió irse, entregándole un papel que justificaba su libertad condicional. Un policía nacional le acompañó a recoger sus pertenencias personales y a continuación, le indicó la salida.
Tortuosamente dolorido, con varias costillas fracturadas, tuvo que andar algunos kilómetros hasta el depósito municipal, donde pudo retirar el coche de Pedro tras pagar una multa; por fortuna, como las copas fueron gratis, llevaba suficiente dinero.
Era evidente que habían registrado el vehículo a conciencia, intentando encontrar algo que le incriminara de alguna forma; pero él no consumía drogas ni portaba nada ilegal y Pedro, aunque aceptaba las generosas invitaciones de sus amigos mariguaneros o cocainómanos, jamás compraba estupefacientes. Decía que su economía no le permitía esos caprichos tan caros.
Puede que el coche no conociera las aspiradoras y pidiera a gritos un buen lavado, pero a efectos legales, estaba bien limpio. Raúl giró la llave del contacto y el motor arrancó. Circuló con calma por el recinto murado hasta llegar a la salida y una vez allí, no pudo evitar un espontáneo manantial de lágrimas, que caían y se acumulaban entre sus piernas, formando un pequeño charco sobre la plastificada funda imitación piel que encubría la corroída tapicería.
Pensó llamar a Pedro para contarle lo ocurrido, pero comprobó que tenía el teléfono móvil con la batería descargada por completo y en realidad, estaba tan desfallecido y mareado, que solo deseaba llegar a casa y acostarse en su mullida cama.
Raúl vive con su padre en un pequeño piso de la capital desde hace tres años. Se instalaron allí circunstancialmente, para estar más cerca del hospital, pero la estancia se vio prolongada por los funestos acontecimientos:
La madre de Raúl contrajo cáncer de páncreas, pero por desgracia se lo detectaron tarde, a comienzos del año 2007. Al principio remitió con la quimioterapia, pero a los pocos meses recayó y se le extendió; no pudieron hacer nada por ella, falleció el verano de ese mismo año.
Al aproximarse a su domicilio, Raúl vio con claridad a dos de sus agresores, ahora vestidos de paisano, sentados en la parte anterior de un vehículo negro, que sospechosamente se hallaba aparcado frente a su vivienda. Ellos no se percataron, parecían distraídos discutiendo con una tercera persona sentada en el centro del asiento trasero, aparentemente una mujer.
Al acercarse más, el joven pudo ver las tres caras a la perfección y reconocer también a la mujer: era Johana, la que habló con Tino en el burdel. Raúl continuó circulando lentamente para no llamar la atención mientras intentaba encontrar alguna explicación válida.
Al doblar la esquina, aparcó en el primer estacionamiento que vio. El miedo le hizo olvidar el dolor. En lugar de entrar por la parte delantera del edificio, trepó una valla lateral metálica y se coló por los jardines, dando un corto rodeo para impedir que le vieran.
Subió con sigilo las tres plantas de escalera en lugar de usar el ascensor y avanzó por el pasillo, con lentitud y precaución. Respiró hondo varias veces antes de introducir la llave en la cerradura y luego, abrió la puerta de golpe.
La vivienda estaba revuelta en su totalidad y su padre permanecía tendido boca abajo en el suelo del salón. No mostraba signos de haber sido golpeado o maltratado. Por la temperatura y rigidez de su cuerpo, se podía deducir que llevaba muy poco tiempo muerto. Al ver los hombres irrumpir en su domicilio por la fuerza, el anciano se aterrorizó y sufrió un infarto fulminante.
Raúl apretó los puños reprimiendo sus ganas de gritar, abrazó con fuerza a su padre y le besó en la sien. No le dio tiempo a más, escuchó abrirse la puerta del ascensor y unos segundos después, a los dos hombres susurrar tras la puerta. No lo pensó, saltó por la ventana de la cocina que conectaba con un patio interior del edificio y forzando otra ventana, accedió al rellano de la escalera.
Antes que su madre enfermara, vivían felices en una acogedora casa de campo que había pertenecido a la familia de su padre durante generaciones; pero la inesperada viudedad afectó tanto al anciano vendedor de coches, que ya no quería regresar. Temía deprimirse más al encontrarse acorralado entre aquellas paredes con todos sus recuerdos; hasta consideraba vender la propiedad.
Raúl decidió dirigirse allí. Le dolían todos los huesos y le costaba mucho respirar, necesitaba descansar urgentemente antes de poder asimilar lo ocurrido, quería cerrar los ojos y desconectar aunque solo fuera unas horas.

Capítulo 7
Trampa casera

   Le costó mantener los ojos abiertos y estuvo a punto de salirse de la carretera en dos ocasiones. Tres cuartos de hora más tarde, Raúl llegó a la casa de campo familiar. Ahora se sentía a salvo, al menos por el momento.
Encontró algunos analgésicos en el polvoriento botiquín del cuarto de baño; estaban caducados, pero supuso que le ayudarían e ingirió un par de cápsulas. Eran las seis y veintiún minutos de la tarde del domingo cuando se recostó en su antiguo dormitorio y quedó dormido casi al instante.
Aparte de las múltiples contusiones, apenas había descansado en todo el fin de semana, su cerebro no pudo soportar más horas de vigilia. En sus sueños pudo reencontrar a sus padres. Todos estaban sanos y felices en aquella onírica dimensión anacrónica; se les veía lucir pieles tersas y luminosas, como recién maquillados por un artista profesional de la publicidad.
En su sueño, su padre le decía que no se debe hablar de los muertos en pasado, sino en presente o futuro; en presente porque así demostramos la autenticidad de nuestra fe en la vida después de la muerte; y en futuro, porque en base a nuestra fe, sabemos que tarde o temprano acabaremos reuniéndonos con ellos. La fe no es creencia, es convicción.
La noche arrastraba su manto oscuro e inexorable, cegando lentamente la amarillenta estela solar que aún prevalecía resplandeciendo en el horizonte. Y mientras el astro luminoso huía trasladando su calor a otros lugares del planeta, un vehículo negro se aproximaba a la casa de campo de Raúl, precisamente el mismo que esa tarde le esperaba frente a su piso de la capital.
Raúl despertó súbitamente, con la misma sensación que le invadía cuando fallaba el despertador y le condenaba a llegar tarde al trabajo. Por su reloj faltaban dos minutos para las ocho de la noche. A primera instancia no sabía dónde estaba, hasta que intentó incorporarse y sus costillas le recordaron todo lo ocurrido.
Ahora el dolor era más insoportable, su cuerpo se había enfriado y la inflamación deformaba el setenta u ochenta por ciento de su anatomía. Con esfuerzo logró ponerse en pié y llegar al aseo. Comprobó que su orina no mostraba restos de sangre; era buena señal, al menos no sufría hemorragias internas.
Se disponía a ingerir algunos calmantes más, cuando escuchó en el exterior el ruido de un vehículo acercándose. La línea telefónica fue dada de baja cuando cambiaron de residencia y su teléfono móvil continuaba sin batería. Además, aunque pudiera llamar a alguien, ¿de qué serviría? Aquellos individuos eran policías.
No pudo controlar una silenciosa risa nerviosa, al ver la similitud de aquellos acontecimientos con las típicas películas de acción que alquilaba para ver con sus amigos. Quizás ese fuera el enfoque apropiado para resolver su problema. ¿Qué haría el clásico héroe de Hollywood en su situación?
Al contrario que en los hogares norteamericanos, en su casa no almacenaban armas de fuego, ni motosierras o espadas de samurái; y si Raúl había aprendido algo del cine, es que un arma en manos inexpertas puede facilitar más las cosas al asesino que a la víctima. Pero los segundos pasaban veloces y su movilidad era limitada.
Después de sobrevivir al primer encuentro y experimentar en persona lo que eran capaces de hacer en medio de la calle, uniformados y estando de servicio, donde les podría ver cualquiera; solo Dios sabe lo que le esperaba ahora, en aquel lugar alejado y sin posibles testigos.
Estaba entre la espada y la pared. Era incuestionable que debía descartar el cuerpo a cuerpo y emprender la huida, exponiéndose a la persecución, tampoco era una alternativa viable. Solo le quedaba una opción.
Recordó que de niño su padre le enseñó a fabricar globos explosivos, usando una pequeña bombilla, un simple globo inflable, o una bolsa de plástico, y gas para encendedores: se introducía dentro de la bolsa o globo una bombilla de bajo voltaje con el cristal roto, a la que previamente se conectaban dos cables, positivo y negativo; luego se insuflaba un poco de gas y se cerraba cuidadosamente con cinta aislante.
Al conectar los dos cables a una batería de 4,5 voltios o similar, la bombilla rota actuaba como detonador, emitiendo un fogonazo e inflamando el gas. A mayor cantidad de gas, más metros de cable se debían usar, para mantenerse dentro de la distancia de seguridad. Hoy en día se podría hacer remotamente vía satélite y desde cualquier extremo del planeta o la galaxia: bastaría con dos teléfonos móviles, siempre que hubiera cobertura entre ambas líneas.
Concluyó que sería sencillo, ni cables ni cinta aislante, no tenía tiempo para florituras. Desplazándose con torpeza y sufrimiento, aseguró puertas y ventanas, e iba apagando y rompiendo el cristal de todas las bombillas que podía, con precaución para no dañar los frágiles filamentos que crearían la chispa detonante.
Abrió las llaves del gas de las dos estufas pequeñas que había en el salón y el comedor; y en la cocina, cortó con un cuchillo la manguera que alimentaba los cuatro fogones y el horno. Con algo de suerte, el acentuado olor a humedad, junto al característico aroma de los recintos que pasan años sin ventilación, camuflaría la presencia del gas el tiempo suficiente para que su plan diera resultado.
En cuanto alguien encendiera cualquiera de aquellas lámparas rotas, la vivienda explosionaría igual que los globos de su infancia. Oyó crujir las hojas de ficus que alfombraban el camino y corrió hacia la puerta trasera. Salió en el mismo instante en que el vehículo negro estacionaba junto a la entrada principal.
El jardín, pasatiempo y devoción de su madre, quedó abandonado desde que se mudaron y centenares de zarzas y malas hierbas se apoderaron del terreno; haciéndole más dificultosa la huida, añadiendo cortes y arañazos a su amplio muestrario de magulladuras. Se apresuró hacia el estrecho barranco que delimitaba la propiedad dando acceso al monte, para ocultarse en la espesura, lo más alejado posible de la casa.
Algunas ratas que merodeaban por el porche techado de la entrada, lo abandonaron raudas, para ocultarse en los troncos de las palmeras cercanas. Los dos hombres salieron del vehículo y caminaron espalda contra espalda hasta la puerta principal, ojeando el entorno. Forzaron la cerradura con increíble soltura y entraron en la vivienda desenfundando sus armas.
La oscuridad les obligó a sacar sus linternas de bolsillo, para poder desplazarse e ir comprobando todas las habitaciones. Una de las veces que Raúl volvió la cabeza para asegurarse que no le seguían, pudo ver los resplandores de las linternas reflejados en las cristaleras, delatando una búsqueda infructuosa.
—El coche que conducía está aparcado fuera, pero aquí dentro no hay nadie; quizás nos escuchó llegar y escapó por detrás. ¡Enciende esa luz, veamos que hay por aquí!— Sugirió uno de los policías municipales de paisano, al tiempo que enfundaba su arma y apagaba la linterna.
Su compañero obedeció y accionó el interruptor de la lámpara central del salón, una araña de bronce con los brazos llenos de telarañas. Mientras tanto, Raúl proseguía alejándose entre la vegetación. El pecho le oprimía los pulmones y respiraba con gran dificultad, no conseguiría avanzar muchos metros más en su estado. El cielo se nubló alertando de su propósito y unos minutos después, comenzó a llover.
En la casa de campo, habitación por habitación, los dos hombres iban revolviendo todos los armarios, estantes y cajones; buscaban exhaustivamente algo concreto, pero estoy seguro, no tenían ni idea de lo que iban a encontrar.
— ¡Aquí no hay nada, habrá que llamar a Martínez a ver que hacemos ahora! ¡Oye!... ¿no hueles algo raro?— Comentó el más joven, dando una patada al viejo televisor que presidía el aparador del salón, que cayó al suelo agrietando su carcaza, aunque por sorpresa la pantalla sobrevivió.
Pero su compañero estaba algo constipado; olfateó el dormitorio en el que se hallaba rotando la cabeza, pero no llegó a reconocer el inequívoco perfume que ya predominaba en toda la vivienda. Luego, se dirigió al cuarto de baño, notificando a su compañero:
— ¡Espera un momento, voy a echar una meada!— Fue lo último ilegible que salió de su boca mal hablada.
Al tiempo que orinaba, su cómplice se apoyó en la pared del pasillo para esperarle y por accidente, con su trasero, accionó el interruptor que encendía un aplique del recibidor, frente a las puertas del comedor, el salón y la cocina. Imagino que para ellos fue como presenciar el amanecer a veinte centímetros del sol.

Capítulo 8
Desayuno sin arepas

   Sus amigos llevaban todo el domingo intentando localizarle, pero el teléfono móvil de Raúl aparentaba estar apagado; y en su casa, tampoco les contestaban al teléfono. Al llegar la noche, Rodolfo telefoneó a Pedro y acordó ir a recogerle para emprender la improvisada búsqueda del amigo desaparecido; serían aproximadamente las diez o diez y media de la noche.
Durante la breve conversación, planearon ir primero por el bar de Tino para preguntarle y luego, continuar el periplo por los lugares de costumbre; pero sus planes se vieron truncados de sopetón.
Cuando Pedro abandonaba su domicilio para encontrarse con Rodolfo, que aguardaba en la calle, llegó una patrulla de la policía nacional y le llevó retenido; según le informaron educadamente, su vehículo podría estar involucrado en un asesinato múltiple: fue hallado próximo al escenario del crimen.
Desde el interior de su automóvil, Rodolfo pudo observar impotente como los dos agentes escoltaban a Pedro hasta el coche patrulla y le ayudaban a entrar en la parte trasera, protegiendo su cabeza con una mano para que no se golpeara con el marco de la portezuela; igual que en las películas. Aunque le tranquilizó ver que no le esposaron.
Luego persiguió al vehículo policial hasta la comisaría, para no dejar a Pedro desamparado; le conocía a la perfección y sabía, que con los nervios se bloquearía y sería incapaz de mediar palabra; o peor aún, diría alguna estupidez.
La noche no transcurrió placentera para ninguno. Raúl yacía inconsciente en el monte y sus amigos, soportando tediosos e interminables interrogatorios. La trama desencadenada en las últimas veinticuatro horas comenzaba a vislumbrase ante los inspectores más ávidos:
Tenían un anciano muerto en misteriosas circunstancias, hallado en el salón de su piso cuando le iban a interrogar en relación al paradero de su hijo. Por otro lado, en su casa de campo, encontraban a dos supuestos policías municipales calcinados, reconocidos por las placas parcialmente fundidas que los médicos forenses despegaron de los cuerpos carbonizados. Y la guinda del pastel, un joven repentinamente huérfano sobre el que había expedida una dudosa orden judicial de busca y captura; precisamente solicitada unas horas antes de las muertes por los dos calcinados y cuatro compañeros más.
Como de costumbre, al cerrar su local, Tino volvió a visitar a sus amigas sudamericanas del burdel, para tomar la última copa y a saber qué más.
— ¡Desayuno sin arepas es como amor sin voluntad!— Susurró Johana al oído de Tino, arrastrando la mano suavemente por la espalda de su amante hasta culminar zigzagueando en la cadera, a modo de sensual caricia. Se trataba de un dicho popular de su país natal, cuya analogía se podría pensar que depende del contexto coloquial en el que se usa. En el caso concreto de Tino, implicaba amanecer en el ático de la madame colombiana y desayunar arepas en la cama.
Cuatro hombres salieron de uno de los reservados del local y se aproximaron hasta la barra, donde Tino conversaba con Johana. Vestían de paisano, pero eran policías municipales; si Raúl hubiera estado allí les habría reconocido al instante. Ella, al verlos acercarse, se alejó precipitadamente, dejando a su interlocutor con una frase a medias, apresurándose a sentarse lo más lejos posible.
— ¡Ho-hola Martínez!— Tartamudeó Tino, tras descubrir la causa de aquella reacción tan inquietante por parte de la mujer. Los cuatro hombres se detuvieron frente a la barra y el más maduro, ocupó el taburete aún caliente por Johana, comentando en tono sarcástico:
— ¡Hombre, Tino!, ¿qué tal?, ¡ese socio tuyo nos está complicando mucho las cosas, ya hablaremos!— Vaticinó amenazante el tal Martínez, dándole a Tino unas palmaditas humillantes en la nuca. Luego se levantó y los cuatro abandonaron el recinto.
Johana regresó a sentarse junto a Tino, forzando una corta carrerilla, haciendo cliquear contra el suelo sus tacones altos de aguja.
—Había olvidado decírtelo, ayer también estuvieron por aquí haciéndonos preguntas. — Le informó Johana, volviendo la cabeza para mirar hacia la puerta y asegurarse de que los cuatro hombres se habían marchado en realidad.
— ¿Qué clase de preguntas?— Se interesó Tino, imitando el gesto de la mujer, mirando la puerta con desconfianza.
—Querían saber si venías mucho por aquí y con quién. También nos preguntaron si conocíamos a tu socio. — Le confesó ella, removiendo el contenido de su vaso con el dedo índice de la mano derecha, ocasionando que los cubitos de hielo golpearan los laterales del cristal.
— ¿Qué les dijiste?— La interrogó él, acercándose y apoyando su mano izquierda sobre el muslo derecho de la mujer. Ella bajó la mirada, negó con la cabeza y tras unos segundos de reflexión, sin apartar la vista de su copa, le aseguró:
— ¡Nada, no les dije nada en absoluto!— Pero él no la creyó, Johana fue incapaz de mirarle a los ojos al responder. No obstante, no le reprochó nada y al amanecer, tras cerrar el burdel, acabó marchándose con ella.
Tino no es mala persona, pero tiene un serio problema con la cocaína y su adicción, le ha llevado a endeudarse con peligrosos narcotraficantes y prestamistas. Para costearse el vicio comenzó a traficar en su bar, aceptando la mercancía fiada, pero eso le acarreó un desmesurado aumento de su consumo y en lugar de ganancias, pronto logró triplicar sus deudas.
En un desesperado intento por ganar tiempo y librarse del acoso de sus acreedores, les contó que tenía un socio que le había robado toda la droga y el dinero reservado para su pago. Fue lo que Johana le recomendó que hiciera. Pero en realidad no tenía ningún socio, solo unas fosas nasales insaciables y una amante colombiana también adicta, que para el polvo era como una aspiradora.
A las nueve de la mañana del lunes, en la comisaría, los dos amigos de Raúl eran puestos finalmente en libertad, después de explicar por duodécima vez que Pedro no había usado el coche aquella noche, porque se indispuso desde temprano y Rodolfo le llevó a su domicilio; dejando las llaves del vehículo a Raúl para que pudiera trasladar a Tino hasta su casa.
Desconocían por qué se hallaba el coche involucrado en dicho asunto y por supuesto, negaron en rotundo que Raúl fuera un criminal o pudiera tener algo que ver con la muerte de los policías. Aseguraron que debía haber alguna explicación lógica, eran jóvenes honrados y carecían de antecedentes penales.
Francisco Gonzáles, uno de los inspectores, les entregó una tarjeta y les pidió por favor, que le avisaran tan pronto tuvieran noticias de Raúl. Rodolfo guardó la tarjeta y se comprometió a llamarle, dejando constar su interés por aclarar todo lo antes posible y añadió, que también agradecería mucho le informaran si encontraban a su amigo.
A su lado, Pedro asentía en silencio, simulando prestar atención a la conversación, pero desde que oyó que podían marcharse, en su mente solo reinaba un pensamiento único y desesperado: encontrar un bar abierto cuanto antes, para pedir lo más fuerte que tuvieran y beber hasta quedar en coma.

Capítulo 9
Amanecer dolorido

   El mundo es un lugar ambiguo y complejo. Una parte considerable de la humanidad, morirá sin saber lo que hay más allá de sus pies; se supone que intuyen o conocen el camino, pero en realidad, pasean por la vida igual que el caballo del picador por la plaza de toros: si les quitaran los parches de los ojos, la mayoría no participaría en la fiesta taurina.
Raúl despertó en el monte con los primeros rayos de sol y el canto de los mirlos, entumecido y con las extremidades dormidas. La espesa vegetación le mantuvo resguardado de la intermitente lluvia durante la noche y el frío, favoreció que bajara la inflamación de sus contusiones. No obstante, su estado era lamentable. Cuando logró incorporarse, imaginó que le estarían buscando y lo más probable, la guardia civil peinaría toda la zona.
Pensó que lo más recomendable era ocultarse en el monte, lo conocía a la perfección por haberse criado allí y recordaba la ubicación de todas las cuevas o galerías de agua abandonadas, descubiertas en sus incontables expediciones del pasado. Transcurridos unos días, regresaría a revisar entre los restos del incendio, por si se hubiera salvado algo de utilidad que facilitara su supervivencia.
La maquinaria burocrática se mueve lenta cuando se trata de nuestros intereses personales o comunitarios, pero si le ataña de manera directa, se torna diligente. El bar de Tino no abría los lunes, era el día de descanso del personal. Al no poder localizarle, porque estaba en la cama de Johana, la policía obtuvo las órdenes de registro reglamentarias para entrar en “Jo-Ti” y en el domicilio particular del barman.
Eran las cuatro y cincuenta y seis minutos de la tarde, cuando Tino salió del taller con su vehículo recién reparado y se dirigió a su domicilio. Al llegar, encontró a media docena de agentes de la policía nacional cacheando cada rincón de su vivienda. Al verle aparecer, uno de los policías que revolvían su salón, le preguntó:
— ¿Es usted Agustín López?— Tino asintió y se lo llevaron retenido a las dependencias policiales para responder a sus preguntas. Horas más tarde, tras confirmar la versión de los hechos narrada por los dos amigos de Raúl, le liberaron sin cargos.
Hasta ese momento solo le relacionaban con el joven desaparecido; al igual que el propio Tino, desconocían su implicación indirecta en el desarrollo de los acontecimientos. Nada más salir de las instalaciones policiales, Tino sacó el teléfono móvil del bolsillo interior de su cazadora de cuero negro y telefoneó a Johana:
— ¿Estás loca, qué has hecho?— En la comisaría le revelaron la identidad de los dos policías municipales muertos y le preguntaron si en alguna ocasión les había visto en compañía de Raúl; de inmediato, el barman recordó el comentario de Martínez y dedujo lo ocurrido. Johana le juró que le amaba y que obró de aquella forma con el único fin de protegerle; pero había involucrado injustamente al inocente Raúl y Tino, jamás se lo perdonaría.
Cuando siguiendo el consejo de la madame mintió sobre la existencia de un socio para librarse temporalmente de la presión que sufría, en ningún momento le identificó; hasta argumentó que se trataba de un extranjero y sugirió, que seguramente ya habría abandonado el país.
Pero Johana encajaba peor la coacción de los agentes corruptos, que no paraban de visitarla en el trabajo y amenazarla para que confesara. En un momento determinado flaqueó y para quitárselos de encima, les prometió lo primero que se le ocurrió:
—A veces Tino viene por aquí con su socio, la próxima vez que lo haga, les avisaré. — Horas más tarde, al ver al barman aparecer en el burdel acompañado de Raúl, premeditó su plan sobre la marcha. Primero se aseguró de informar a todas sus compañeras, diciéndoles que aquel joven era el socio de Tino; luego, desde su teléfono móvil, envió un escueto mensaje de texto a Martínez, que decía: ¡el socio está aquí!
Cuando Raúl salió del burdel, su destino ya estaba truncado por la ocurrencia desalmada de la prostituta. Tino maldijo a la mujer, colgó el teléfono y recapacitó unos segundos, antes de volver a entrar en la comisaría con la intención de explicarlo todo. Dada su delicada situación, debió reconocer que era lo más recomendable.
Cuando subía los quince peldaños de granito, sonrió al pensar en la ventaja de vivir en un país donde existe multitud de cuerpos de seguridad del estado: el compañerismo de la policía nacional, rara vez se extiende a los policías municipales. A pesar de su comprometida situación, en aquella comisaría se sentiría más seguro delatando a Martínez y sus secuaces.
Tino relató a los inspectores todo lo que sabía: Martínez y sus compañeros, incautaban droga a conocidos traficantes de poca monta y luego, la distribuían entre sus contactos para que la vendieran. Empezaron con pequeñas cantidades y de forma esporádica, pero progresivamente fueron aficionándose y como las ganancias eran sustanciosas, acabaron moviendo varios kilos de material por semana.
Abarcaban todos los mercados: desde la heroína o la cocaína, hasta la mariguana y el hachís, sin olvidar las anfetaminas, los éxtasis y demás drogas de diseño. Los delincuentes a los que sustraían la mercancía, por regla general guardaban silencio a cambio de no ser denunciados; y cuando no era así, aparecían muertos de sobredosis en cualquier callejón.
Lógicamente, al poco tiempo habían quemado todos sus filones iniciales y la demanda exigía mayores cantidades y mejor calidad; ya estaban demasiado acostumbrados a su lujoso tren de vida para renunciar y volver a la mediocridad, así que no tardaron mucho en fusionarse al engranaje internacional del narcotráfico y la prostitución.
En los últimos meses, hasta comercializaban narcóticos de moda como la Ketamina, analgésico de uso veterinario; o productos farmacéuticos de los que no se expenden sin receta médica, como la Viagra, que se suministra a diario de forma ilegal en el burdel de Johana. Precisamente, los propietarios de ese local son los actuales socios proveedores de Martínez; además de mujeres, comercian otras muchas cosas de Colombia.
A través de su amante colombiana, sabía que introducían jovencitas atractivas en multitud de países con todos los gastos pagados, prometiéndoles que en cuanto abonaran dichos gastos trabajando en el lugar de destino, serían totalmente libres; pero luego las obligaban a prostituirse y las chantajeaban, amenazando con hacer daño a sus familiares que permanecían en Colombia. Así las mantenían durante años, produciendo para ellos, hasta que dejaban de considerarlas útiles.
En raras ocasiones, alguna lograba ganarse la confianza de sus captores e independizarse, como en el caso de Johana; pero la mayoría permanecen prisioneras, vigiladas en todo momento. Solo conocen de España lo poco que se ve desde las ventanillas del microbús privado, que las trae y lleva todos los días desde el burdel al piso franco. Cada una tiene su historia personal: maridos, hijos, seres queridos a los que añoran y que son usados como potenciales rehenes en su país, para que no se revelen y se mantengan sumisas.
El inspector Francisco Gonzáles, prometió dar protección a Tino tras compartir los nombres de los presuntos implicados y las direcciones de varios pisos francos o posibles laboratorios clandestinos. Le aseguraron que no iría a la cárcel y de inmediato, entraría en el programa de protección de testigos. Antes de despedirse del inspector, Tino le entregó un sobre cerrado y le rogó encarecido, lo entregara a Raúl tan pronto fuera localizado.

Capítulo 10
Nuestro bar

   El martes por la mañana, Rodolfo telefoneó desde la fábrica al inspector Gonzáles para interesarse por los avances del caso; el policía le informó que aún no tenían noticias sobre el paradero de su amigo, pero al fin estaba todo aclarado. Ya no se le consideraba culpable, aunque se mantendría en curso la orden de busca y captura contra él hasta que se presentara a declarar.
La información era en parte alentadora, aunque de forma ambigua, porque también se barajaba la remota posibilidad de que hubiera fallecido asesinado; su cadáver podría estar descomponiéndose oculto en cualquier lugar.
Al llegar la tarde, tras salir del trabajo, los dos amigos comenzaron a rastrear la única pista de que disponían. Por la policía sabían que Raúl había abandonado el coche de Pedro en el monte, junto a su casa de campo, y lo más probable era que aún se mantuviera oculto por la zona. Recordaban escucharle presumir de sus increíbles dotes para la supervivencia en la naturaleza y las incontables noches de acampada pasadas en aquellas montañas.
Durante horas recorrieron los alrededores de la casa incendiada, llamándole a gritos, hasta que él les escuchó y reconoció sus voces. El encuentro fue tan esperado como emotivo y tras los abrazos en grupo y algunas bromas ocurrentes de Pedro, intercambiaron la información de que disponían y se encaminaron a la capital, para que Raúl se presentara en la comisaría a declarar.
Una vez allí y tras horas de reiteradas aclaraciones, los inspectores le permitieron marcharse, aunque recomendándole que pasara por el hospital, para que le examinaran sus contusiones. Raúl negó en todo momento ser responsable de la explosión de su casa de campo y aseguró, que al llegar la encontró ardiendo y se ocultó en el monte.
Los inspectores redactaron en su informe que se trató de una trampa fallida que los agentes corruptos preparaban para eliminar a Raúl; pero por accidente o descuido, acabaron cayendo ellos mismos. Rodolfo y Pedro aguardaban sentados en un banco de madera a la entrada del edificio.
— ¡Ah, lo olvidaba, dejaron esto para ti!— Recordó González en el último momento, dando una forzada carrerilla para aproximarse a Raúl y entregarle un sobre cerrado. Pedro dio un brinco del asiento, arrebatando el sobre de las manos de su amigo casi en el acto y lo abrió con descaro.
Dentro encontró un trozo de papel y lo que parecía ser la llave de un candado de seguridad. El papel contenía una nota breve escrita a mano, que Pedro se apresuró a leer en voz alta con extremada curiosidad.
—“Lo siento, Raúl. Te juro que jamás quise involucrarte ni causarte problemas. Sé que nada puede compensarte por lo sucedido, pero te ruego aceptes mi bar como regalo. Te adjunto la llave, encontrarás toda la documentación dentro de una pequeña caja de hierro detrás de la barra. Buena suerte. Tu amigo, Tino.”— Al acabar de leer, volvió la cabeza con rapidez hacia Raúl, a la vez que su expresión mutaba del desconcierto a la alegría.
Los ojos de Pedro se desorbitaron; era evidente, reprimía las ganas de saltar por la emoción. Parecía un niño afortunado la mañana del día de Reyes o la víspera de Papá Noel. Comenzó a vibrar como si un terremoto tuviera su epicentro dentro de su estómago y alzó los puños al cielo de forma progresiva, zarandeando la llave del bar con excitación y exclamando con un grito apasionado:
— ¡Genial, hay que celebrarlo, vamos a nuestro bar!— El inspector les observó alejarse sonrientes, con Pedro a la cabeza planificando su bienvenido futuro de camarero. Poco antes de doblar la esquina, se le escuchaba todavía:
— ¡Tienes que cambiar el nombre del bar, es horroroso!— Confesó el pequeñajo con indignación, adelantándose para coquetear con una mujer que casi le doblaba en altura y paseaba un perro que erguido en dos patas, mediría tanto como él.
— ¡Ya tengo mascota, graciasss!— Le informó ella, antes incluso que el joven abriera la boca, dejándole abatido y ruborizado. Seguro que hasta el animal se rió de él. Así es Pedro, nunca escarmienta.
Fin

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