lunes, 20 de diciembre de 2010

Raúl Barrozo-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2010

Mala Praxis



     -Tiene la delicadeza de un príncipe- dijo el gordo, mientras se acomodaba la faja que le ceñía el abultado vientre.

     -A mí me operó y a las seis horas estaba en casa. Es un genio- dijo la rubia de campera roja.       

      Uno de los canosos se revolvió inquieto en su asiento hasta que dijo: A mí siempre me pasa lo mismo. Es como que ya me acostumbré tanto al Doctor que no puedo ir a ver a otro. Es tan fino en sus modales.

     -Y tan dulce. A mí me trata tan bien- dijo dulcemente la abuela.

     -Habría que hacerle un homenaje- dijo el morocho vestido de negro, cara de fiestero, tanguero compulsivo, que nunca se cansaba de contar que sin el Doctor el no hubiera podido volver a la milonga.

       Fueron apenas unos segundos de comunicación intensa, de complicidad necesaria y también de toma de decisiones. Homenajearlo, irlo a buscar, llevarlo en andas, no sé, algo. Sería como una  alegre expresión del cariño que todos sentían por el Dr. Cañi Parodi. Porque cuando uno entra


en una sala de espera siempre pasa lo mismo. Al principio somos reacios. Después uno comienza a distenderse y a entrar en confianza.

       -¿Por qué no?- dijo el otro gordo saliendo de sus cavilaciones y tomó la delantera seguido por la rubia.

       En el consultorio, el doctor Cañi Parodi, uno de los más destacados cirujanos del Clínicas, reconocido profesor en la UBA, estaba sumido en un profundo desasosiego. Y no era precisamente por Pugliese, haciendo “La última curda” desde el parlante de la  música funcional.

       El querido profesional sostenía en sus manos la carta documento donde le anunciaban la iniciación de acciones judiciales por mala praxis. Firmaba un apellido que no le significaba nada en especial. Él trataba a todos por igual. Pero eran así nomás, pensó. Todos con sus iguales anatomías, pero distintos en su alma. ¿Cómo darse cuenta de los malvados de corazón?. Una tarea imposible. No se aprende en la facultad. Por eso  se siente extraño con ese odio que comienza a sentir desde lo más profundo de sí mismo. No puede con él. Es como una tremenda bronca que lo va ganando.  A pesar de que lo intenta, no puede sobreponerse. 

        Fue entonces que entraron en tropel al consultorio. Mientras la rubia lo agarraba de las solapas del guardapolvos, uno de los negros lo alzó de las axilas y encarando para la puerta intentaron llevarlo a la sala de espera. El homenaje recién comenzaba.

      Cañi Parodi alcanzó a manotear la caja con el instrumental quirúrgico y con la velocidad para enfrentar las situaciones límites, cortó. Lo hizo con la misma precisión que le enseñaran en Cirugía 2, allá lejos, en la facultad. Bastó solo un segundo para que el negro lo soltara a plomo y se llevara las manos a la garganta, mientras una estela de sangre se recortaba en la pared.

       Fue allí que la rubia, llena de espanto le soltó las solapas, intentando llegar a la puerta. No alcanzó. Cayó de cola, la rubia. Los ojos en blanco. La espalda atravesada por otro bisturí.

      Cuando Cañi Parodi se sentó tomando un poco de aire, fue que entraron los otros. Precipitadamente. La abuela primero. Más por inercia de estar adelante, que por convicción. No alcanzó a darse cuenta de nada porque patinó en el charco de sangre y con el impulso fue a dar de lleno con su frente en el borde del escritorio. Quedó desparramada allí, con su trajecito gris, tan ceñido a su diminuta figura. Y Cañi Parodi mirándola con una mueca de ternura y un "yo no fui" que espantaba.

      Allí fue que entró el morocho vestido de negro sosteniéndose la faja que le cuidaba la operación en la cintura. Los 4 kilos de la pinza de cortar yeso le dieron de lleno un poco más arriba, en el pecho. Allí fue que se soltó la panza, para caer de bruces.

       Los canosos, tres a la sazón que venían detrás de él, detuvieron con estupor su ingreso. Consternados por la escena o vaya a saber por qué solidaridad incomprensible, los tres se sentaron modositos en la camilla, dándose  tiempo para comprender como la euforia inicial se había transformado en tragedia.

       Cañi Parodi no lo dudó. Seguramente estaban disimulando para pasar luego a la ofensiva. Agarró el frasco de ácido muriático del estante y los roció a los tres, de conjunto, holísticamente, como le habían enseñado en el Congreso de Homeopatía del '53. Luego, con sigilo, se asomó a la sala de espera. Ya nadie quedaba allí.

      -Deberé limpiar urgente todo ésto. No parece un consultorio, se dijo, un poco más sereno, mientras subía el volumen de Ultimo tango en París.
      Con la delicadeza de un príncipe, cerró con doble llave la puerta principal, mientras corría la alfombrita de yute con el pie. No sea que entrara tierra.

4 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Raúl, con el aplauso de siempre he finalizado la lectura de este cuento que pone, a la luz, el actuar de la conciencia. Sentirse acorralado por una posible
acción judicial, en su contra, lo hace "defenderse" por anticipado y de qué manera. Excelente,

Anónimo dijo...

Brillantes siempre tus cuentos Raúl, felicitaciones por tu capacidad para crear historias, y sobretodo estas historias cómicas, con finales desconcertantes.

Un abrazo y muchas felicidades.
Un venturoso 2011

Josefina

Anónimo dijo...

Que creatividad estimado Raúl, reciba mi admiración por esta veta de comicidad que despliega en sus cuentos.

lo felicita Ernesto

Anónimo dijo...

¡Excelente Raúl!

Deb