sábado, 20 de marzo de 2021

Liliana Fassi-Argentina/Marzo de 2021


 

SECRETOS DE FAMILIA

 

—Yo no pretendo darles una cátedra sobre los crímenes de la Mazorca –dijo el abogado Bonfini-. Cualquier buscador de Internet puede ofrecerles miles de páginas con esa información.

El doctor Bonfini siempre disfrutaba con la atención del público.

—El tema que nos convocó hoy fue ampliamente analizado por los profesionales que comparten esta prestigiosa mesa conmigo, pero yo les quiero presentar el que fue, debo confesarles, uno de los poquísimos fracasos que tuve en mis años de ejercer la profesión. Imagino lo que deben estar pensando: ¿qué tiene que ver la Mazorca con un Congreso sobre Derecho, Violencia y Salud Mental? Y yo, para responder a ese interrogante, me voy a permitir hacerles una breve narración.

 

 —Ayer, Dupuy lo vio a Cuitiño rondando por su casa –dijo Lynch-. Hay que apurar las cosas para irnos cuanto antes.

—Sí, era de esperar –dijo Duclós-. Rosas se pone cada vez más furioso y lo manda a ese ladero a buscar presas.

—Nos tendríamos que ir mañana mismo, de ser posible.

—Ese tal Merlo, ¿será de confianza?

—Los vecinos lo tienen por un buen hombre. Él dice que se quiere ir para agregarse a la gente que prepara Lavalle en Montevideo –dijo Lynch.

—Tendremos que confiar si le queremos escapar al lazo de Rosas. Preparémonos para mañana. Yo le aviso a Dupuy –dijo Duclós.

—Y yo, a Oliden.

La noche siguiente, los cuatro hombres se reunieron en una destartalada barraca cercana al puerto. Juan Santos Merlo ya estaba ahí.

—¿Llegaron todos? –preguntó-. Vamos por allá. Nos están esperando.

Corrieron sigilosos hacia la orilla del río, amparados por las sombras de los galpones.

—¿Dónde está el barco? –preguntó Lynch.

—Ha de ser un poco más allá. Tienen las luces apagadas para no alertar –respondió Merlo.

Los fugitivos lo siguieron, mientras forzaban la mirada sobre esas aguas entintadas.

—¿Adónde?

Merlo lanzó un silbido agudo. De inmediato, salieron de la nada varios jinetes vociferantes.

—¡A degüello! –gritó Cuitiño, el jefe mazorquero-. Terminemos con estos sucios unitarios. ¡Viva la Santa Federación!

 

Bonfini miró a su público en silencio. Casi oía los aplausos. Siempre había pensado que si no hubiera elegido la carrera de Abogacía habría sido actor. Un excelente actor.

—Ustedes también se preguntarán qué relación tiene un caso mío, atendido en el año 2018, con cosas que pasaron en el siglo XIX, y yo les diré, aunque sé que estoy invadiendo el campo del especialista sentado a mi derecha –se volvió hacia el psiquiatra-, que hay que rastrear en el pasado las causas de algunos hechos actuales.  

Bonfini hizo una nueva pausa.

—Ahora voy a hablarles de un hombre y una mujer. Él, Marcos Benavídez, era mi cliente. Ella se llamaba Andrea. Por ahora, voy a reservarme sus apellidos. El pasado de Marcos y de Andrea fue la causa de lo que ocurrió, pero no el pasado de ellos dos, sino el de sus familias. Permítanme continuar la narración que dejé inconclusa.

 

—Ese es el horrible secreto que se guardó siempre en mi familia –abrazada a Marcos, Andrea no vio el gesto que hizo él-. Sos el primero al que le cuento esto. Fue siempre nuestra vergüenza.

—¿Por qué? ¿Qué hizo tu familia?

—Juan Santos Merlo era el abuelo de mi abuelo. En mi familia siempre se guardó el secreto. Yo me enteré de chica, una vez que estaba escuchando atrás de la puerta. Y mirá qué ironía: lo que pasó lo podés leer en Internet con los nombres y todo, pero nadie sabe que nosotros descendemos de ese hombre.

—¿Y por qué me lo contás a mí?

—Porque sos mi pareja y porque te amo y… ¡porque estoy harta de los secretos!

 

Bonfini sabía cómo usar la voz y los gestos para atrapar a sus oyentes. Notaba cómo seguían su relato conteniendo la respiración.

—Cuando conocí a Benavidez, yo ya sabía algo de lo que había hecho, pero tuve que tenerlo frente a mí para entender que no resultaría fácil armar una defensa. Tendría que haber intervenido usted, doctor Menzio –por segunda vez se dirigió al psiquiatra-. De entrada, Marcos se negó a hablar conmigo. Tenía una expresión despectiva y en ningún momento me miró a la cara. Tiró sobre la mesa unas hojas manuscritas y me dijo: “Acá tiene todo lo que voy a decir, doctor. Tómelo como una confesión o como lo que le dé la gana. No me interesa que me defienda”.

Bonfini suspiró mientras rebuscaba dentro de una carpeta. Se colocó los anteojos y miró al público.

—Yo me permití traerles ese testimonio. Después, puedo responder preguntas.

“Me llamo Marcos Benavidez y maté a Andrea Merlo. Escribo esto para que todos sepan que hice lo que debía hacer.

Andrea Merlo me contó algo que su familia había mantenido en secreto, pero le faltaba conocer la otra parte de esa historia. Los crímenes de la Mazorca no tienen perdón. No se conformaban con matar a los que consideraban enemigos de la Federación, sino que se ensañaban también con las familias. A las mujeres les pegaban con brea crespones de color punzó en la cabeza, las arrastraban por la calle, las violaban. Eso les pasó a mi bisabuela y a sus hermanas. En la familia de Andrea se guardaban secretos; en la mía, no. De abuelo a padre; de padre a hijo; a todos nos legaron la obligación de la venganza.

No conocí a Andrea por casualidad. Me pasé años buscando a descendientes de Juan Santos Merlo para ser leal a mi familia. Tenía que vengar lo que ese traidor le hizo a Mariano Lynch, mi tatarabuelo. La encontré, me gané su confianza, y antes de matarla le conté la verdad. Ella tenía que saber por qué moría. Ahora, mis antepasados pueden descansar en paz. ¡Cuatro generaciones después, un Lynch hizo justicia!”.

 

El abogado Bonfini se quitó los anteojos, se sirvió un vaso de agua y bebió unos sorbos. Después dijo:

—La defensa de este caso hubiera requerido de todos los profesionales que estamos en esta mesa, pero Marcos Benavidez se suicidó unos días después.

 

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