martes, 19 de diciembre de 2023

Katy Herendi-Argentina/Diciembre 2023


 

Tres deseos

 

a Silvana Fuego

 

Ya estaban por cantar el feliz cumpleaños pero nadie dejaba de mirar la pantalla   sin volumen pero encendida por si  mostraban algo.  Pedí tres deseos, pedí tres deseos, insistía Martincito que no paraba de dar saltos agarrado a la mesa con el bonete tirado para atrás. Parecía que le salía un pico metalizado de la nuca. Ya estamos todos, dijo  mamá, ¿prendemos las velitas?  Pero todos era solo una forma de decir. A Vero y a Teté no las habían dejado venir, por lo mismo que  mis primas no iban a venir:  por lo del alunizaje.  Las tías le dijeron a mamá que pasarían  otro día a saludar. Que no todos los días un ser humano llega a la luna. Pasar a saludar otro día quería decir que el regalo me lo iban a traer otro día o quizás nunca. Era un cumpleaños armado en pedacitos, como un rompecabezas.  Eran muchas primas, todas nenas que iban a pasar con sus mamás después de los colegios. Una el martes, dos el jueves, la otra capaz que el viernes. ¿Y qué, mi mamá iba a hacer otra torta para cada vez? ¿Y yo tenía que estar igual de contenta como si de verdad cumpliera años de nuevo en un montón de días distintos? ¿Para qué me habían festejado mi cumpleaños ese día de la luna? O mejor dicho, para qué se les ocurrió a esos ir a la luna justo en mi cumpleaños. Había un montón de días más para poder ir. Al menos vinieron los tíos Pepo y China, vivían en el mismo ph, en el primero, no les costaba nada dijeron. El tío Pepo y la tía China ya se habían acomodado en el sillón grande desde que llegaron. Mamá decía que le dejaran libre el almohadón a la abuela, que así se sentaba a ver ella también. La abuela decía, no importa, quedense tranquilos.  Y se quedaron tranquilos.   No se levantaron más.  Mamá decía, no sean así che, dejen lugar. Entonces  ellos movían el trasero y se desplazaban un poco o para un lado o para el otro, según si se acercaba  la abuela o mamá. Mientras tanto iban comiendo los sandwiches de miga, saladitos y empanadas que mi mamá iba dejando por tandas en los platitos. El tío Pepo explicaba  cosas que tenían que ver con la luna; detalles en los que  de pronto se había vuelto un  experto. Hablaba de la luna como si fuera el mismo patio de su casa. Era como un  especialista en cohetes, y la tía China sabía todo sobre la vida de los astronautas y sus esposas.

La torta había quedado medio chueca por primera vez. Abajo se quemó,   hubo que rebanar toda la base y tirarla.    Mi mamá dijo que no importaba, que total ni se notaba.  Martincito cuando llegó lo primero que dijo fue, la torta está torcida, qué asco. La tía China le dio un pellizco a Martincito, todos nos dimos cuenta porque él chilló, además  la tía siempre hacía lo mismo cuando Martincito decía lo que no tenía que decir, que en general era casi siempre. Después la tía dijo lo mismo  que mamá, qué importa, total se come igual. Mamá y la abuela habían estado todo el día  con el televisor prendido haciendo guardia a la espera de  que ese hombre estacionara el cohete en la luna y se bajara de una vez. La abuela decía que esperaba que el cohete no se hundiera, porque ella pensaba que a lo mejor el piso no era firme  sino que era como las arenas movedizas de las películas. El mundo completo estaba mirando algún televisor. Justo el día de mi cumpleaños. Yo pensaba que ojalá la abuela tuviera razón. Mamá a cada rato repetía, ¿te das cuenta lo que es eso, todo el mundo viendo lo mismo? El mundo entero esperando que ese cohete de mierda  se bajara en la luna y después qué. Yo esperaba que bajara y se hundiera y  chau pinela, así podíamos festejar mi cumpleaños. Pero de lo que menos se acordaba todo el mundo era de  eso. Yo también miraba la pantalla de vez en cuando, para ver si llegaban de una vez.  Y también de vez en cuando salía al jardín a ver si se veía algo en el cielo, pero no se veía nada. La Apolo había estado dando vueltas y vueltas en el espacio, dando vueltas y más vueltas en la cabeza de mi mamá y de mi abuela,  mientras yo daba vueltas y vueltas en el jardín pensando en si se habían acordado de  los regalos que me habían prometido. Qué cumpleaños más  aburrido. Todo había salido un poco mal. A la mañana habían calculado mal el tiempo,  abrieron la puerta del horno muy pronto, entonces la torta se bajó. No importa, no importa, dijo  mamá y encima muerta de risa la metió en el horno otra vez. Después charlando por teléfono la dejó pasar  hasta que un poco se quemó. Y encima me echaron la culpa, que cómo no me había dado cuenta del olor a quemado. A mí nadie me dijo que cuidara la torta.  Sacaron el bizcochuelo y estaba inclinado, más de un lado que del otro. Otra vez mi mamá dijo, No importa, no importa, y prometió que la iba a dejar hermosa. Dijo, Her-mo-sa.  La decoraron con bolitas plateadas. Odio las bolitas.  Las odio.  La abuela dijo que a una parte no le iban a poner para que no se le rompiera la dentadura postiza.   Después mandaron a Nacho a comprar  más velitas  porque las que habían comprado nadie sabía adonde habían quedado.  Nacho volvió sin las velitas porque se entretuvo jugando un picadito con los chicos y para cuando se acordó la panadería había cerrado. Mamá dijo,  no importa.  Usaron las que quedaron del cumpleaños de Nacho,  celestes y gastadas por la mitad.  Alcanza justo para que soples, dijo mamá después de hacer el gesto con el que acompañaba el “no importa, no importa”, que esta vez no pronunció.   Al final cuando todo estuvo más o menos listo, y los sanguchitos en la mesa se estaban terminando empezaron a cantar el cumpleaños feliz. La abuela estaba nerviosa, decía, ya está bajando, ya está bajando. Pero hacía como una hora que decía lo mismo así que mamá dio la orden: Cantemos ahora.  Todos se pusieron de pie pero cada uno tarareaba el  feliz cumpleaños a su manera, como si nadie conociera la letra.  Todas las caras clavadas en el televisor, el cumpleaños era un completo desastre. Martincito era el único que estaba atento y decía: pedí tres deseos, pedí tres deseos, y cuando estaba por pedir el tercer deseo las velas se apagaron y al hombre se le ocurrió pisar la luna. Todos aplaudieron al astronauta.  Detesté a ese Neil Armstrong.  Quién se pensaba que era ese para quedarse con mi cumpleaños. Y decí que las velas se apagaron enseguida, justo  antes de pedir mi último deseo, así que los astronautas volvieron a la Tierra, sanos y salvos.

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