miércoles, 22 de octubre de 2025

Nilda Bernárdez-Argentina/Octubre 2025


 

LA VENTANA ABIERTA

 

A mediados de noviembre alargaba el trayecto de regreso de la escuela para pasar por la casa. No necesitaba hacer el camino por el frente, era suficiente espiar entre los ligustros del lado oeste y comprobar si había una ventana abierta. Era la primera que se abría a mitad de la primavera y la última en cerrarse al terminar el verano. Era la ventana de la cocina que indicaba que ya había llegado Ángela. Ella era la encargada de ventilar y acondicionar todo porque los Cericioli se instalaban a pasar sus largas vacaciones. A partir de esa señal, tenía que dedicarme a merodear lo suficiente como para que Ángela me descubriera, así como por casualidad; entonces me llamaba y preguntaba por mi mamá y mi hermana mayor y sin mucho trámite yo salía corriendo para mi casa para avisar que teníamos trabajo para toda la temporada. Aunque solo duraba cuatro meses, nos aseguraba un razonable pasar para todo el año. A la casa venían muchos amigos de la familia, a los que había que atender y salvando algunas excepciones, eran bastante generosos con las propinas. La señora Cericioli separaba bolsas de comestibles para nosotros, cuando volvía de hacer las compras y mi madre atesoraba esas provisiones para el invierno. Ella nos aconsejaba que no rechazáramos ninguna comida que nos ofrecieran aunque fueran sobras, era cuestión de no abrir ningún paquete y que todo quedara intacto para cuando los Cericioli se fueran. También nos llegaba ropa que nos daba Angela diciendo que la señora había estado acomodando el placard.

Ese invierno fue particularmente duro para nosotros, así que la ventana abierta sería una buena señal de alivio para nuestras privaciones.

Finalmente un martes, la ventana de la cocina en el lado oeste estaba abierta, pero también dos del primer piso. Ángela no estaba sola, había más gente. Desde arriba una radio a todo volumen arrojaba cumbias a distancia y una bordeadora hacía lo suyo en los canteros del frente. Me quedé parado junto a la verja. El único que reparó en mí fue Genio, el ovejero que vino a saludarme, pero a poco de estar demostrándonos nuestra amistad, un hombrón desconocido con la enmudecida bordeadora sobre un hombro, se me venía derecho, seguro con la intención de correrme pero Ángela se adelantó y me saludó cariñosa como siempre. Charlamos un buen rato.

 

 

Volviendo a casa, a paso lento, iba eligiendo las palabras con las que le contaría a mi madre que ese año no tendríamos trabajo en lo de los Cericioli, porque al señor no le gustaba que un negrito como yo anduviera cerca de su hija Elizabeth, que acababa de cumplir doce años.

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