sábado, 20 de febrero de 2010

Loreto Silva-Chile/Febrero de 2010


Feria de Antigüedades


Los puestos disponían diversos objetos desechables en un vano intento de simular antigüedades. Improvisados toldos paliaban el sol que abrasaba, desagradado quise irme, los locales adosados en ambos flancos lo impidieron. Empinado sobre el gentío, queriendo ver cuanto faltaba para salir, observé esa tienda color marfil, sucia, la única sin gente hurgando sus mercancías. Cuando llegaba a ella cada posible cliente avanzaba rápido, como si un mal viento lo afectara.

Sentí la necesidad de ir a ella, cuando lo logré agradecí el grato espacio sombreado, de pronto la oí, hablaba un extraño lenguaje incomprensible, un hombre desde adentro dio un salto y expresó anhelante: —¡La oyes!, ¿tú la oyes? — Asentí, acostumbrado ya a la penumbra pude verla, era una hermosa serpiente negra con manchas doradas; el vendedor que parecía estar en un mundo anacrónico: vestía túnica blanca, hatta con karige dorado, dedos atiborrados de anillos de oro; se dio por satisfecho al verme estupefacto. El imponente animal me despertaba curiosidad en lugar de temor, supuse que a los demás el ofidio debía infundirles algo que yo ignoraba.

Cauteloso, extrajo una esfera negro-verdosa y la dispuso enfrente, tenía unos veinte centímetros de alto. En ese momento se aclaró destellando en su interior una tenue luz ambarina. Alborozado susurró —Tócala —. No me atreví, entonces tomó mi mano y dócil la dejé conducir hasta posarla sobre ella. El efecto fue inmediato, nubecillas comenzaron a moverse adentro dándole aspecto de una perla dorada, iridiscente.

Era de mañana, el calor incipiente prometía un día pesado. Tomé la mochila y el billete del autobús; falto de entusiasmo para viajar pudo más la insistencia materna, quien veía en ese paseo el término a mi confinamiento voluntario. Un accidente ocurrido años atrás impedía que trabajase, era joven e improductivo.

Nos reunimos en la Terminal, sólo hombres, muchos adultos mayores y algunos jóvenes; íbamos a unas termas situadas sobre un desaparecido estadio aborigen. El autobús viajó varias horas, subiendo barrancos por caminos resecos, hasta llegar a una planicie en pleno desierto. Las agradables aguas termales terminaron animándome, pasé la tarde escuchando historias y bromas de turistas, quienes pensaban que acompañaba a alguien mayor.

Al regresar al hotel nos sentamos sobre unos tablones para entrar a los escasos baños individuales. Tardaban bastante, el hastío pasó a molestia y se convirtió en rabia. Aunque con el físico disminuido sentía demasiada juventud en la sangre para tan larga espera. Enojado, entré al galpón aledaño a indagar, noté con extrañeza que por fuera era amplio y cubierto de madera, pero, su interior daba la impresión de ser una caverna. Una pareja, vestida con tocados indígenas, conversaba detrás del mesón, los llamé, sorprendido él preguntó: —¿Qué desea?— Contesté airado: —¿Hay otro baño?— El joven esbozó una sonrisa enigmática, silencioso indicó una puerta entreabierta, al trasponerla quedé impresionado. Estaba en un camino de piedras subiendo una ladera de cerro, el lugar: húmedo y soleado, una vegetación magnífica y tupida. Curioso, caminé hacia arriba y de repente, en lo alto, vi huyendo a un hombre de otros dos. Deduje de sus indumentarias que eran cazadores tribales, asustado ni siquiera intenté volver. Uno de los indígenas lanzó una pequeña piedra refulgente, que avanzó lenta y rozó con ligereza al perseguido, regresando luego a la mano de su dueño. El impacto, aunque leve, lo desmoronó carecía de daños aparentes; aún así, tuve la certeza de su muerte. Los hombres dieron la vuelta, pensé: «Vienen por mí», huí a la caverna y me paralicé frente a un espectáculo sobrecogedor: los cadáveres de quienes venían conmigo en el autobús. Un frío sudor bajó por mi espalda. Los cazadores conversaron entre sí, se acercaron haciéndome una venia con sus cabezas, a modo de… un saludo respetuoso, creí entender que decían: —Tú tienes el don.

—¡Tú tienes el don! —Volví a oír, esta vez era el vendedor. Con suavidad levanté la mano, el material estaba negro, inactivo. El hombre con su mirada parecía hipnotizarme: —Te corresponde—, dijo, ante lo cual respondí: ­—¿A mí? Ni siquiera sé qué es.

Habló imperturbable: —Una esfera decorativa de obsidiana, muy antigua, ¡umh!... diría que ancestral—. La metió en un saco de piel. Impelido por fuerzas desconocidas lo tomé firme. Cierto ya de la imposibilidad de dejarla, respondí: —¡Me convenció! ¿Cuál es el precio? Tengo poco dinero—. Su respuesta fue perentoria: —¡Es tuya!... ¡No debes pagarla!

Salí de la feria con la bolsa colgando de un hombro, entre mis brazos y cuello se enroscaba Sibila, su guardiana. Llegados a casa, tardé en instalarlas; luego tomé la mochila y el billete del autobús, falto de tiempo, pese a todos los esfuerzos llegué tarde a la Terminal. Al día siguiente leí en la portada del periódico: “Autobús de Turismo de la Tercera Edad se desbarrancó, no hay sobrevivientes”.

Mención de Honor en genero cuento en el “8° Certamen Internacional de Poesía y Cuento Breve”, Mis Escritos. Argentina.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias Diana Graciela, por tu permanente interés en difundir nuestros trabajos.

Un abrazo.

Loreto Silva.
Escritora chilena
"Soy la hora imprecisa de un domingo al atardecer"
www.loretosilva.com

Analía Pascaner dijo...

Querida Loreto:
Me agradó leer la historia, gracias por compartirla.
Saludos
Analía