lunes, 19 de diciembre de 2011

Beatriz Minichillo-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2011

Rojos labios rojos
No soy alguien que se fije demasiado en algunos detalles femeninos. Como a todos los hombres, me basta una ojeada general para examinar los atributos del otro sexo y a partir de allí, aprobar o descartar. Así de terminante. Tengo 50 años bien vividos y una nada desdeñable experiencia. Soy rápido para calificar o descalificar. Pero sí hay un detalle que puede llegar a paralizarme: los labios pintados de rojo. Yo sé que ahora este color está de moda, lo pregonan los avisos publicitarios con sus modelos destellando en ese tono. Y vuelvo a insistir, no lo puedo soportar, por más bonitas que sean las jóvenes.
Ahora existe el rojo vino, rojo sangre, rojo pasión, todos ellos aterciopelados, algunos quizá indelebles, pero no hay caso, me inspiran terror. Semejan ser fauces abiertas dispuestas a devorarme en cuanto me descuide y no puedo descuidarme, sería muy peligroso, perdería todas mis defensas aunque si estuviese a punto de sucumbir lanzaría un grito y echaría a correr.
Intenté con una psicóloga pero no pude ni terminar la primera sesión. Ella también tenía los labios pintados de rojo y salí huyendo. No es que me disguste el color en sí, es más me encanta ver a una mujer vestida de rojo o con algún detalle rojo en sus accesorios. El tema es con los labios, con los labios rojos no puedo
A esta altura ustedes pensarán que soy un obsesivo pero no, no lo soy. La razón del problema es, mejor dicho era, aunque aún lo sigue siendo, la tía Concepción, hermana de mi mamá, hermana bastante mayor que ya falleció pero cuyo recuerdo y vivencia me persiguen mucho más allá de su muerte.
Yo tenía cuatro años, recién empezaba a tomar conciencia del mundo que me rodeaba, de sus maravillas y acechanzas, jugaba con mis hermanas mayores- soy el menor de los tres- y todo transcurría plácidamente en mi mundo infantil. Mi mamá nos había enseñado que debíamos ser cariñosos con los demás, saludarlos con afecto. Eso nunca me molestó. Yo besaba a toda la familia, a las amigas de mi madre y hasta a alguna desconocida que nuestra progenitora traía a casa ocasionalmente hasta que después de un tiempo abandonaba la categoría de desconocida para formar parte del entorno. Hasta ahí todo bien. Me gustaba, como a todos los chicos, que de vez en cuando me alzaran y me ofrecieran un mimo .
Pero un día todo cambió, mi mundo dio un giro de 360 grados y en eso mucho tuvo que ver la tía Concepción. En una oportunidad se presentó en nuestra casa como lo hacía periódicamente. Pero ese día no fue como los otros. Mi mamá salió a recibirla alborozadamente conmigo de la mano al tiempo que me decía “dale un besito a la tía”. Yo me acerqué y no vi a mi tía sino a una gran boca pintada de rojo furioso que se acercaba cada vez más y se aprestaba a estamparme un beso en la mejilla. Y antes de que pudiese darme cuenta lo había hecho. Mi cara estaba pegajosa como si la hubieran untado con una crema espesa y de perfume penetrante. Tuve que contener una arcada que quería abrirse paso desde mi garganta y salí corriendo sin que nadie pudiese explicar el motivo de mi huída. Me encerré en el baño y cuanto más quería quitarme la marca roja de la mejilla, más me la extendía. No sé que cantidad de papel higiénico gasté pero apenas pude lograr aclararla un tanto. La untuosidad seguía allí y el perfume también como algo indeleble, como esas famosas manchas de nacimiento que nunca se borran.
Desde ese día cada vez que aparecía la tía Concepción con su boca roja volvía a sentir la misma náusea y el mismo deseo de huir, sin poder por ello evitar el consabido beso. Hubo muchos labios en mi vida, incluso los de mi mujer a la que le hice jurar como condición para el casamiento que nunca se pintaría los labios de rojo y, afortunadamente, cumplió.
Una noche del mes de junio la tía Concepción abandonó este mundo y cuando tuvimos que despedirnos de ella ahí yacía en su ataúd, pálida como todo muerto pero con los labios rojos, tal como lo había pedido entre sus últimas voluntades (tuvo varias que no viene al caso enumerar). Los deudos nos fuimos acercando uno a uno para la despedida y cuando me tocó el turno y me aproximé a su frente marmórea, allí estaba como lo único vital que quedaba de ella el labial rojo, con el mismo perfume y la misma untuosidad. Cerré los ojos y besé su frente, aún en medio de las arcadas que no podía contener y vomité, vomité todo, mi sangre, mi vida, mi repulsión contenida a través de los años.
Todo quedaron atónitos. “La emoción” habrá pensado alguno, “el miedo a la muerte y su contacto” otro, pero no, era el asco de todos mis años incubado desde mi temprana edad. Rápidamente el personal de la compañía funeraria trató de acondicionar el desastre de la manera más eficaz. Y yo, como a los cuatro años, huí de nuevo al baño, esta vez liberado.
Sin embargo no puedo evitar la misma sensación cuando veo una mujer con los labios pintados de rojo. Es como que ellos emergen del contexto que les presta el rostro y se agigantan tratando de devorarme y yo escapo de nuevo sin rumbo. Eso sí cuando voy al cementerio, contradiciendo otro de los deseos de mi tía, no puedo llevarle rosas rojas, a ella no. Apenas unos crisantemos rosados, unas calas, unas margaritas muy blancas, pero rojas jamás.
Y por suerte recuerdo con alivio que mis hijos pudieron besar a sus maestras simplemente porque todas ellas usaban un tono de rouge suave, pero nunca rojo. No sé si este trauma que padezco será hereditario pero espero que ellos que ya empiezan a formar sus parejas no se topen nunca con alguien de labios rojos porque no quisiera temer que repetir la historia besando a una nuera y que ella me deje ese signo oprobioso en mi mejilla. No, con los labios rojos no, no lo soportaría, no respondo sobre mi reacción al respecto. Con los labios rojos, no.


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