Regalos de Navidad                     
          Marcela me espera en la puerta del geriátrico. Al doblar la
esquina la  veo de perfil,  de espaldas a la puerta, con la guitarra en
bandolera  y una expresión  muy tranquila.
No es mi caso;
yo estoy bastante ansioso. Hace muchos años que pretendo, con mis limitados
recursos musicales, tocar  ante una audiencia
que pueda disfrutar de ellos, y  ser el mensajero
que  trae 
el recuerdo grato de una música de tiempos pasados. Ese momento llegó
hoy.
     Como tengo la edad  de muchos de los ancianos que voy a encontrar
aquí, puedo recordar qué temas se bailaban, se cantaban o  se escuchaban  en aquellas épocas. Traigo mi  clarinete y 
un poco del ritmo y las melodías que van desde Gershwin a los Beatles. 
 Un par de días antes de Navidad, mi amiga Marcela,
que movida por su condición humana viene aquí todos los viernes, enterada de mi
anhelo, me dio la oportunidad de acompañarla. Trae en su carpeta  canciones folclóricas y tangos  en cuadernillos que reparte a quienes  quieren cantar con ella, que son muchos y con
gran entusiasmo, según me contó, y me quedó claro, mirándolos y escuchándolos,
que intercambian con ella una corriente de afecto que muestra lo que la quieren
y  lo mucho que estiman su tarea.
     Cuando entramos al amplio salón, algunos
pensionistas  la saludan con efusivas
muestras de cariño y  cuando me presenta,
primero me miran con curiosa simpatía y  luego intercambiamos nuestros nombres.  Raquel, menuda,  con unos enormes ojos azules detrás de sus
gruesos lentes,  nos cuenta, alegre como
una castañuela, que  el día anterior había
sido su cumpleaños y  cumplido  los ochenta. No los aparenta en absoluto;  pero no todos están en el mismo estado físico
y mental. Unos pocos están aislados en su mundo, con una expresión ausente,
ajenos a lo que sucede alrededor suyo, impenetrables como estatuas, con unos
ojos que parecen  mirar hacia
adentro,  tal vez guardando para sí  imágenes de 
seres  y lugares del pasado.
      Una
vez acomodados todos  alrededor de la
gran mesa, preparamos los instrumentos y nos alternamos con Marcela para cantar
y tocar.
 Ella  me
hace notar  que  una pareja de expresión vivaz, muy
participativa,  se había formado allí
hacía unos meses. Se toman de la mano, mirándose con ternura a los ojos,  sin aislarse del resto. Luego cantan con mucha
 garra. No son más jóvenes que los demás,
pero lo parecen,  y  frente a mis propios fantasmas, aprendo  casi a los setenta años que la mayor  tragedia  de la vida no es la  enfermedad ni la vejez,  es la soledad.
     Después que  un coro más entusiasta que prolijo, guiado
hábilmente  por Marcela, cantara  “Los sesenta 
Granaderos”, “El día que me quieras” y el vals “Pedacito de cielo”, hago
mi primera entrada.
      Elijo,
para empezar, un tema  muy  romántico y entrador de Cole Porter: “Te
llevo bajo mi  piel”,  con  un
ritmo muy marcado.  
Aunque
estoy  bastante más tranquilo por el
ambiente favorable y cordial, como a todo principiante  me caben las generales de la ley. Es así
que  el ventilador de techo hace volar
las partituras,  que aterrizan debajo de
la mesa, al recogerlas hago caer el atril al suelo,  y cuando 
 Marcela, que me acompaña,  me hace una señal para comenzar,   me
atraso  varios compases,  pero por fin puedo  engancharme.
   Frente a mí está sentada Carola, si no la
más anciana, quizás la más deteriorada del grupo, alejada de la mesa  por el  soporte metálico del que pende  el suero que 
 la alimenta. Desde el principio yo trato de desviar
mi mirada de ella. Me parece una falta de respeto mirarla y  tocar.
     Su
cuerpo sin tono muscular, se desparrama en 
la silla, sus brazos cuelgan  inertes a los costados. Sus ojos, a medias
cerrados, no tienen expresión, y su boca, abierta, parece más grande  por la flacidez de su mandíbula.
     Cuando arranco con la segunda pieza, me
llama la atención  un rítmico  temblor en sus pies y me digo a mí mismo, con  la amarga ironía  con la que suelo ocultar la angustia:
“¿también Parkinson?...” 
   Pero yo debo ser  ciego además de  ignorante. Marcela también había visto lo
mismo que yo, pero supo interpretarlo con los ojos del Alma, y dejando la
guitarra en el suelo y  pese a su físico
pequeño, se aproxima a Carola,  la  levanta tomándola  delicadamente por la cintura con una mano y
con la otra sostiene  el soporte del suero,
 mientras yo, perplejo, cambio de  ritmo y durante unos maravillosos  minutos, los tres, Carola, Marcela y el soporte
del suero bailan un mágico vals.  ¡Qué
bien que te hiciste entender Carola!... ¿De dónde sacaste fuerzas, Marcela?...
    Todos
aplaudieron. Carola sonrió levemente, con esfuerzo. Todos tuvimos nuestro
regalo de Navidad.  Ese día aprendí
algunas cosas.

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