sábado, 21 de mayo de 2016

Alfonso Ramírez de Arellano-España/Mayo de 2016



EL GATO NEGRO

Los domingos visitábamos a la abuela Lola en su casa de San Eloy, 29. Por aquella época algunas calles del centro de Sevilla recordaban a las imágenes de Muerte en Venecia. Había muchas casas desocupadas porque la burguesía había emigrado a los modernos pisos de Los Remedios huyendo de las escaleras y las humedades, aunque sería más exacto hablar de casas deshabitadas por seres humanos ya que los gatos se adueñaban inmediatamente de ellas.

En cambio, mi barrio estaba dominado por los perros. Perros con dueños particulares y perros comunitarios que vivían en la calle pero que cuidábamos entre todos. En el sector sur había sol, árboles, bicicletas y casi no circulaban los coches. Los niños jugábamos en la calle, las madres nos gritaban desde las ventanas y los adultos podían reñirnos o protegernos como si fuésemos sus hijos. Mi barrio parecía sacado de una película de Fellini, mientras que el centro era de Visconti

Cuando en casa de la abuela alguien gritaba: ¡El gato negro!, corríamos escaleras arriba persiguiéndolo con escobas y periódicos enrollados. Lo hacíamos con la determinación que da la seguridad del fracaso ya que siempre se escapaba. Además ¿qué íbamos a hacer si conseguíamos darle alcance? ¿golpearlo con la escoba? Tonterías, allí todo el mundo amaba a los animales, más bien se trataba de un ritual de cohesión social entre los inquilinos del Hotel la Paz, a la sazón casa de mi abuela, y epicentro de un matriarcado que extendía su influencia hasta algunos pueblos remotos de la provincia de Huelva de donde era oriunda. 

Nada une más que un enemigo común y como los inquilinos de mi abuela estaban ayunos de familia, particularmente los que residían de forma permanente en el hotel, necesitaban elementos simbólicos que los vincularan.  Desde luego no era la única manera de hacerles sentir como-de-la-familia, ya que mi abuela los distinguía con la invitación a cuanta festividad se celebraba en aquella casa bajo la montera de cristal del patio. Y no eran pocas porque la abuela Lola exigía que todas las comuniones, cumpleaños, santos, bautizos, bodas y demás fiestas civiles y religiosas del calendario se celebraran en aquel patio de mi infancia y posterior escenario onírico de mis sueños de adulto.

Tanta fiesta une mucho, pero, como digo, no hay nada como un buen enemigo. Tanto es así que si no hay uno a mano lo inventamos. Pero no era este el caso, ya que el gato negro se había hecho justo acreedor de su mala fama. No había tarta de cumpleaños, pastel de primera comunión o cena romántica donde él no pusiera sus alevosas patas. Y lo peor es que se notaba que lo hacía por maldad y no por hambre, ya que siempre dejaba la comida después de haberlo ensuciado todo con un sentido muy negativo de la oportunidad. Ignorábamos cómo podía saber que tal día era especial y por tanto el estropicio mayor, pero lo cierto es que lo sabía.

Teresa, que rezaba oficialmente como tía de mi amigo Manolin, y vivía con él en una habitación de la primera planta justo a la derecha de la escalera, preparaba aquella noche una cena o al menos un aperitivo para Don Manuel, que venía un par de veces al año desde Madrid en el Talgo para visitar a su presunto ahijado. A mí, don Manuel, me parecía un personaje salido de una novela o de la incipiente televisión en blanco y negro de la época. Era alto, siempre vestía de negro, llevaba sombrero de ala ancha y puro en la boca y tenía una voz tan cavernosa y una cara tan larga como las de Camilo José Cela.

    A mí no me extrañaba la coincidencia del nombre, ni que Manolin careciera de padres. Supongo que me conformé con una de las increíbles explicaciones con que mis católicas tías se veían en la obligación de satisfacer mi curiosidad infantil. Recuerdo otra que, en respuesta a mi pregunta de por qué mi padre no entraba en la iglesia, afirmaba que “estaba dispensado de ir a misa porque había hecho la guerra” ¡Alucinante! Supongo que hubiera sido más difícil explicar que mi padre era agnóstico, como yo lo soy ahora, y quién sabe si en el fondo mis tías también.

Teresa estuvo muy nerviosa todo el día anterior. Como yo era amigo íntimo de Manolin podía entra y salir a placer de su "apartamento" y por eso pude verla con rulos mirándose mucho al espejo y, lo que para mí fue mucho más excitante, comprobar el resultado de la depilación a la cera de sus piernas. Esas piernas que siempre estaban ocultas en unos pantalones entallados y que terminaban en un culito redondo y respingón, ahora se mostraban ante mí desnudas, brillantes y depiladas.

Teresa, con una combinación muy corta, se pasaba la mano delicadamente por la piel de sus piernas. Su desnudez iba más allá de la ropa, era como si un crustáceo hubiera prescindido de la parte inferior de su cáscara. Todo era muy inusual en aquella situación empezando por mi propia excitación que me impedía apartar los ojos de aquellas piernas imantadas. Tampoco ella se comportaba de la manera habitual. Costaba reconocer en la mujer que se acariciaba lánguidamente las piernas a la sargento que dirigía con mano de hierro la educación de mi amigo. Teresa nunca gritaba; se bastaba con la mirada autoritaria en las distancias cortas y con el silbido en las largas. Un silbido agudo capaz de atravesar muros y calzadas y que concluía en un respingo desafiante como su culo. Un silbido que la ponía en posición de firmes encrespándole las, ya de por sí, puntiagudas tetas. Cuando el sonido alcanzaba -y lo hacía siempre- los pabellones auditivos de mi amigo, éste se quedaba inmóvil, olfateando el aire como un perdiguero durante un largo segundo, para a continuación salir disparado en dirección a la fuente sonora. No había ni un ¡ya voy!, ni un ¡espera un momento!, sólo obediencia y velocidad. No vi nada semejante hasta que años más tarde los americanos se empeñaron en hacernos partícipes, a través del cine, de la disciplina militar imperante entre sus marines: Señor, sí, señor. En España también había obediencia, pero más espesa y menos vertiginosa.

Pues bien, esa sargento de los marines de los sesenta, a la que yo deseaba sin darme mucha cuenta hasta ese día y a la que también temía, era la que me estaba permitiendo contemplar sus piernas recién depiladas e hidratadas complaciéndose en ello durante unos instantes. Desgraciadamente duró poco, seguramente porque era imposible ignorar mi estado. Yo intentaba aparentar naturalidad y mirar para otra parte pero mis ojos no obedecían y el color de mi piel tampoco.

Según parecía, todos los cambios de Teresa obedecían a un único motivo: la inminente llegada de D. Manuel. Y para ello se había afanado durante horas preparándole una comida, como si quisiera decirle: “no siempre tenemos que salir a comer, ésta también es nuestra casa”. Pues fue esa comida, precisamente esa comida y no otra, la que se encargó de destrozar el gato negro. Todo lo probó, todo lo olisqueó, y todo lo desparramó. Creo que fue la primera vez que vi llorar a la madre de mi amigo.      

Años más tarde me encontré a mi amigo Manuel siendo ya capitán de las fuerzas especiales del ejército español. Seguía siendo bajito como yo, pero había desarrollado una fuerza descomunal que me hizo sentir mientras estrechaba, literalmente, mi mano con un viril saludo castrense. A modo de una rápida biografía improvisada -hacía más de veinte años que no nos veíamos- me habló de las innumerables fracturas que marcaban su osamenta, que yo interpreté erróneamente como invisibles condecoraciones militares, porque en realidad eran deportivas. Manolin, cuando no estaba realizando maniobras militares, gustaba de practicar deportes de riesgo.

Cuando nos despedimos me lo imaginé dando órdenes a la tropa con un silbato y midiendo a los reclutas con una mirada de las que no admiten réplicas. Sin duda, la suya debe ser la mejor compañía de los cuerpos especiales del ejército español, la que nada tiene que envidiar a los marines americanos.    

En otra ocasión el gato negro estropeó la mejor camisa del Señor Valdivia. Era un día importante para Valdivia. Tenía una cita con un miembro lejano y rico de su familia procedente de Sudamérica. A pesar de ello, y de que él era pobre como una rata, su dolor no era tanto consecuencia de la pérdida material como de la moral. Valdivia vivió aquel episodio como una traición.

Él adoraba a los gatos y parecía que éstos también lo querían a él (aunque con los gatos nunca se sabe). Las mañanas de verano, Valdívia bajaba de su habitación con sus pocos pelos blancos peinados hacia atrás, luciendo una cubana de manga corta, color claro y pantalón a juego. Tomaba asiento bajo la montera del patio junto a la gigantesca maceta de la palmera. Allí se disponía a leer el periódico o a limpiar parsimoniosamente de nicotina la boquilla en que fumaba. Entonces algún gato se aposentaba en su regazo. Él lo acariciaba distraído y complacido. Cada uno permanecía en su mundo, cada uno mirando en una dirección, cada uno en su perfecto narcisismo componían una bella estampa, si no de la amistad, sí al menos de la complicidad entre quienes contemplan la vulgaridad del mundo con aristocrática distancia. Por eso no podía entender que uno de los suyos, un gato, le hiciera lo mismo que a los demás. Otra decepción más de la vida.

A decir de mis tías, Valdivia era un señor de buena familia y había sido muy rico, pero todo lo perdió por el vicio. En aquellas fechas yo no sabía qué era eso del vicio y nunca consintieron en explicármelo. Para mayor confusión, las veces que los niños empleábamos esa palabra era con un significado muy distinto; concretamente el de destreza. Se podía decir que se tenía mucho vicio jugando a las canicas cuando se conseguía una carambola muy buena o cuando se remataba a la perfección un balón contra la portería: ¡Vaya vicio que tiene el tío!, se decía. Pero ¿Qué tenían que ver las canicas o el fútbol con Valdivia? Y ¿Por qué eso lo había arruinado? ¿Qué tenía todo eso que ver con que nos pidieran los mayores que lo tratáramos con mucho respeto pero no nos acercásemos demasiado? Misterios sin responder. Me pregunto cómo los mayores conseguían zafarse tan fácilmente con un: “Niño, cállate ya, y no hagas más preguntas impertinentes”.

El dichoso gato negro también había arruinado alguna vez los planes de Juanita y Eduardo. Ella era mi tata, y él catalán. Vivían en el ala derecha de la primera planta. Cerca de la escalera pero en una zona reservada que incorporaba una parte de la galería con vistas al patio, auténtico ágora de aquella comunidad. Porque aunque se tratase de un hotel aquello era un patio de vecinos. Desde su habitación podían ver el patio y un poco más allá incluso la entrada de la casa. Allí jugaban a la canasta durante las largas tardes de verano. No recuerdo cuál fue exactamente el tipo de destrozo que produjo el gato negro que consiguió sacar a Eduardo en pantalón de pijama y camiseta a la escalera persiguiéndolo. Seguramente era la primera vez que Eduardo y Juanita tenían un motivo contra el bicho ya que las otras veces se unían a la comitiva perseguidora como una forma de integración social. Sólo mi tía Aurora tenía motivos para estar enfadada con el gato de manera permanente, ya que ella era la que regentaba el hotel y se sentía personalmente desafiada cada vez que el felino hacía de las suyas contra cualquier inquilino. La prueba de que aquellas persecuciones tenían mucho de teatral, fue que todos respiramos tranquilos cuando supimos que el astuto animal había sobrevivido al envenenamiento.

El droguero había dicho en tono doctoral que la manera más segura de acabar con ese gato era utilizando técnicas científicas. A la objeción de que ya se había probado con veneno anteriormente, contestó: “No con este moderno producto. Se trata de un específico inodoro, incoloro e insípido”. Esa misma noche se preparó todo bajo la supervisión directa del droguero. A la mañana siguiente del experimento, la sardina envenenada apareció mordisqueada exclusivamente por la cola y la cabeza. Aquel lomo intacto, impregnado de un producto tan moderno como supuestamente indetectable por los felinos tenía la firma inconfundible de nuestro gato. No pudimos reprimir la risa ante el estrepitoso fracaso de la ciencia. El droguero, picado y corrido, se marchó afirmando que el problema no era el gato sino nosotros, murmurando cosas sobre la ignorancia y las supersticiones que impiden el avance de la ciencia.

Hablando de supersticiones y de métodos científicos, Eduardo creía haber descubierto uno para acertar las quinielas. Para ello se pasaba la semana escribiendo 1, X y 2 en unos largos papeles cuadriculados que se extendían desde la mesa hasta el suelo. El único inconveniente de su método, según Eduardo, era que no le daba tiempo durante la semana de realizar todas las combinaciones necesarias para asegurar el éxito. Por eso más de una vez tuvo que contratar ayuda extra. Mi hermano y sus amigos le ayudaron en varias ocasiones. Su esfuerzo casi nunca se vio coronado por el éxito, pero eso no parecía desalentarle. La divisa de su vida podía ser algo así como: lo importante es participar, apasionar la voluntad en una tarea. Años mas tarde mi tía Aurora nos contó que a Eduardo siempre lo había perseguido la mala suerte en los negocios llegando a arruinarse varias veces en su vida por imponderables del tipo de desatarse una epidemia en el momento y lugar donde acababa de montar una mutua funeraria. Pero no lo recuerdo como una persona deprimida ni desilusionada. Siempre me ha recordado físicamente a Vázquez Montalbán y a Constantino Romero. Usaba sombrero, pantalones un poco cortos que dejaban ver sus tobillos y, aunque permanecía muchas horas y días en su hogar, siempre parecía dispuesto a salir con una carpeta bajo el brazo a cobrar unos recibos o a visitar a un cliente. No odiaba al gato ni a nadie, pero me da la impresión de que tampoco los gatos eran los complementos ideales de su personalidad. No sé, quizá un perro alegre y cariñoso que lo sacara de vez en cuando de sus abstracciones...

Con el transcurso de años los inquilinos permanentes fueron encontrando viviendas propias y lo que no habían conseguido el veneno ni las persecuciones lo produjo su marcha. Emancipados los inquilinos, nuestro gato perdió su función social y como el de Alicia se fue difuminado hasta desaparecer.

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